CULTURA
27 de mayo de 2020
Tal como el virus Zizek se repite en su goce de proponer un revival del comunismo.
Hace tiempo que el esloveno no nos tiene nada nuevo que decir. Desde ya que es responsabilidad del mundo del espectáculo y del académico al que, en algún momento cuando pensó, logró escandalizar, que nos cuente, que nos relate, siempre lo mismo. Traviste la mismidad, eso sí, por intermedio de los distintos detalles estéticos que mira de las diversas series televisivas o las películas que recomienda con su crítica, logrando con esta seducción intelecto-psicoanalítica, que lo hayamos ungido (sin votación mediante) en una suerte de gurú de palabras difíciles. En el fondo de sus caracterizaciones, propone un recuerdo, romántico y atesorado en sus añoranzas infantiles de un comunismo injertado en la actualidad, posibilitado por la dimensión del tiempo como cinta de Moebius.
De tal lugar, podemos rescatar el valor que pudo haber tenido, antes de haberse convertido en réplicas de sí mismo, tal como el virus, que le posibilita, nuevamente ponerse a la orden del día de las necesidades del mercado. Sitio del que supuestamente prescinde, desde sus posiciones de privilegio de las que no está dispuesto ni a reconocer, como probablemente tampoco a renunciar, o poner entre paréntesis, para que desde su responsabilidad individual aporte de sí lo imprescindible para constituir reglas de juego colectivas, más justas y ecuánimes.
Nos convertiríamos, sin embargo, en una copia y de las malas, sí no reconocemos el valor primigenio, casi performativo, del autor de Pandemia de haber enviado a la política actual, a la democracia occidental, al diván, para que se entienda, nos entienda y tengamos con ello, la posibilidad misma de entendimiento colectivo. Por esta razón, creemos que lo mejor del autor, se encuentra lejos de sus repeticiones, de sus multiplicaciones autómatas, de estas actualizaciones a las que sucumbe, producto de un virus irracional o de razón psicótica o no conceptualizada. A esa pluma, a ese sujeto, lo vamos a buscar y a rescatar, en estas líneas, para curarlo o vacunarlo, ante la contagiosa infección de la que, como muchos, tampoco logró escapar.
Como expresamos su gran logro fue situar a la política en el diván. Generando con esta acción, con esta propuesta o mandato, una suerte de disciplina nueva, que vincula la filosofía y el psicoanálisis, que sale del espacio individual del analista para convertir a la plaza, al foro, al espacio público en sujeto colectivo analizable.
Trazar la displicente rutina de Slavoj Zizek, es adentrarse en el contorno mismo, de lo que nos propone en un situarse más allá del pensamiento.
El primer momento de su ofrecimiento ante la esfera de lo público, lo realiza mediante el texto “El sublime objeto de la ideología”. Nosotros, consideramos que se trata, a nivel teórico, de una nueva herida narcisista en el registro de la noción antropocéntrica, falogocéntrica y democraticocéntrica que nos subsume en ciertas caracterizaciones con las cuáles nos manejamos en lo que consideramos nuestra habitualidad.
Sea la cuarta, o la quinta (la cuarta la propusieron décadas atrás) o el número en serie que fuere, lo cierto es que tras las signadas por Sigmund Freud (el Heliocentrismo Copernicano, el Darwinismo biológico y el propio psicoanálisis) e incluso contemplando esa cuarta (que agrega la indeterminación de lo exterior a lo humano) estamos en la parusía, en el pleno acontecer de una nueva descentralización de la humanidad que tercamente, necesita constituirse en aquello que no es, desnudando su condición deseante sin que por tal razón pueda arribar a resultante alguno o específico. Que terminemos de entender, asumir y aceptar que la política y más precisamente, la democracia como sistema simbólico ejecutante, no hace más que horadar, percudir y socavar la posibilidad de una sociedad, inclusiva, incluyente, que tienda a armonizar la mayor cantidad de contrapuntos posibles, de hacer más respetuoso, habitable y armónico nuestro mundo, y que en virtud, del poder perverso que le hemos infligido, tiende a hacernos creer, exactamente lo contrario, es sin duda alguna el proceso que se abrió hace un tiempo y en donde, absortos, sorprendidos, aturdidos y alelados, seguimos intentando explicar y con ello explicarnos.
Sin duda que se trata de una nueva herida narcisista, sin acudir a esta en su dimensión excluyentemente psicoanalítica (en el caso de que la tuviera) y extendiéndola en su significación cultural, el aceptarnos; tras el aturdimiento, la conmoción, que produce precisamente el trauma, la notificación de lo que apenas, viene de acontecer, de suceder, de ocurrir, como capaces no sólo de haber construido, sino seguir sosteniendo, cerradamente y sin posibilidad de discusión, al sistema político de lo democrático, como el mejor de los posibles, como el cenit organizativo y organizacional de lo humano, referenciado, en atributos semánticos como la libertad, la fraternidad y la igualdad, cuando, en verdad, ha producido todo lo contrario a sus postulados, la pauperización de la condición humana, que amenaza a tener que volver sobre sus pasos e inaugurar un proceso de involución que la conduzca inevitablemente a una partícula irreductible.
Asimilarnos como sujetos de condición tal que propendemos a la segregación, al gregarismo, a la antropofagia cultural se constituye en tal vez, en una de las asunciones de realidad, más complejas que nos toquen atravesar. De aquí surge, la condición imprescindiblemente necesaria que estemos en el sucedáneo mismo de la nueva herida narcisista (está de carácter netamente político), con toda la complejidad que acarrea el no poder tomar la distancia necesaria del trauma, del acontecer, como para deslindar todos los aspectos, en la perspectiva más amplia y abierta que podamos tener y por sobre todo que nos propongamos trazar, para ver como salimos de tal situación.
Una vez finalizado los procesos, con sus terroríficos procedimientos, de auto aniquilamiento, que produjimos en la llamada segunda guerra mundial, a modo de redención del mismo, de situarnos más allá de aquello que llevamos a cabo, o superlativamente distintos a lo horrífico que desandamos en tal período como humanidad, buscamos mediante organismos políticos internacionales, la aprobación de cartas, de compromisos, de pactos, de enunciados, de semántica, de una actitud psicoanalítica (curar con palabras) de sanar de nuestro horror. Devino la plenitud de lo democrático, como apoteosis del trabajo humano en las ciencias del espíritu, y su traducibilidad en la realidad social, en el campo del día a día.
La democracia instaurada y a instaurarse, luchaba contra cruentos dictadores que representaban la vieja humanidad que ya había sido derrotada en los campos concentración y en la explosión de la bomba atómica. Lo democrático se enfrentaba a la rémora del fantasma de un occiso que hubo de demostrar no lo peor de nosotros mismos, tan solo, de lo que éramos (somos) capaces de hacer (con nosotros o los otros, que es lo mismo). Vivimos por décadas en la borrachera, en la degustación de una de las bacanales más placenteras de la humanidad, creyendo que incluíamos, que desterrábamos la pobreza, que nos ampliábamos al límite de poder habitar en un mundo en donde cupieran todos los mundos posibles, todas las manifestaciones de lo humano, sin que por ello se produzcan grandes confrontaciones ni complejidades.
La democracia cumplía prometiendo. Afirmada en que el cumplimiento efectivo, que la finalidad resultante, sólo era exigible a lo dictatorial, a lo autoritario, a todo aquello de donde veníamos y lugar al que no queríamos regresar (por ende lo transformamos en un archipiélago de excepción, en un gueto, valga la paradoja, lo reducimos a la baldosa infernal de lo nazi) resolvía el concierto de sus expectativas generadas, alimentando mayores esperanzas, constituyéndose en la metafórica figura de la bola de nieve, que como alud, se desprende de lo alto de la montaña, como un pequeño desprendimiento para terminar llevándose puesto todo.
Capítulo aparte, como necesario, es la condición histérica de lo democrático. Probablemente la necesidad de curar con palabras, tras las experiencias vividas en ese mal transformado en banal, nos condujo, a este onanismo semántico, en donde hemos escuchado a líderes políticos, acabados de votar por las masas populares, decirnos, en plena orgía democrática, que, precisamente, con la democracia, se curaba, se educaba y se comía.
El desmoronarnos con lo que pensábamos que era una parte de la montaña, el darnos cuenta que atravesamos el comienzo del fin de una etapa, de una nueva herida narcisista a nuestra humanidad, que nuevamente, arderá a pelo, sangrará impúdicamente, al vernos auténticos, tal cuál somos, sin que medie, parangón espiritual, ni semántica que nos redima, se constituirá en el ritmo de los tiempos por venir.
Ya estamos comprendiendo que la política de mayorías, a la que previamente venimos ninguneando, tratando con indiferencia, soslayándola como hasta algo ajeno y por ende a lo que debemos poner e imponer distancia, cautela y porque no señalamiento, es un mecanismo, un sistema, una forma, una metodología, para que unos pocos (sin que se trate de una cuestión de clase, siquiera de condición) junto a su facción o grupúsculo (que se referencian no por afinidades ideológicas o de principios, sino por aspectos venales o de bajos instintos) se salven en términos materiales, accedan a una posición, principalmente económica, que les permitan el acceso a bienes de que de ningún otro modo accederían, y lo más pernicioso, que para ello, nos tengan que decir, que lo hacen para el beneficio de una mayoría, en las cuáles todos estaríamos incluidos, porque supuestamente esa es la definición de lo democrático, porque discursivamente, o como víctimas de nuestra condición de deseantes, no queremos, no creemos que podamos ser más crueles, más inhumanos de lo que hemos sido.
Freud tomó de la mitología Griega, la conceptualización de la herida Narcisista, vayamos al origen: En la mitología griega, Narciso (en griego, Νάρκισσος) era un joven muy hermoso. Las doncellas se enamoraban de él, pero éste las rechazaba. Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco, quien había disgustado a Hera y por ello ésta la había condenado a repetir las últimas palabras de aquello que se le dijera. Por tanto, era incapaz de hablarle a Narciso por su amor, pero un día, cuando él estaba caminando por el bosque, acabó apartándose de sus compañeros. Cuando él preguntó «¿Hay alguien aquí?», Eco respondió: «Aquí, aquí». Incapaz de verla oculta entre los árboles, Narciso le gritó: «¡Ven!». Después de responder Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos. Narciso cruelmente se negó a aceptar su amor, por lo que la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que sólo quedó su voz. Para castigar a Narciso por su engreimiento, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen, acabó arrojándose a las aguas. En el sitio donde su cuerpo había caído, creció una hermosa flor, que hizo honor al nombre y la memoria de Narciso.
Seguir creyendo que lo democrático es lo mejor de los sistemas posibles, o el menos malo, es seguir absortos frente al agua, a un paso de que terminemos ahogados y traducidos, más luego, en una flor, como puro símbolo. Dar cuenta de que podemos, aún ser peores de lo que hemos sido, y estar a tiempo de reaccionar, nos producirá en un primer momento el dolor de darnos cuenta de la nueva herida, pero inmediatamente después recobraremos nuestra humanidad, reconvirtiéndonos, resignificando nuestra condición de humano, de lo contrario, en el ensimismamiento, terminaremos en la imagen, en lo totémico, en lo sacro de lo simbólico, que por más que sea estéticamente agradable, como una flor, no será nunca un ser humano y por ende nos perderemos en ello o para decirlo de un modo más contundente, perderemos nuestra condición humana
El registro “Lacaniano en Zizek”.
La herida narcisista provocada por el registro de Slavoj, tiende a ser punzo-cortante, dado que lo hace desde el doble estilete de lo filosófico-analítico y de lo político-real (recordemos su incursión electoral en Eslovenia) de allí que planteemos que logra, mediante su desarrollo, que repercute más allá del ámbito de lo académico (en lo mediático y comunicacional) poner a esa política-real (que le dije que no, dado que perdió la elección) en el diván, para luego, invitar al paciente, la democracia imperante, hacerla “forcluir”.
“Gobernar es un imposible porque se trata de hacer desear”. De tal magnitud es la definición de Jacques Lacan, estudiada, obviamente, más por la psicología que por el campo político, en donde la misma pasa desapercibida u olvidada. Cuando una comunidad se apresta a elegir (casi siempre obligada por ley y condicionada por cuestiones económicas) a quiénes manejarán sus asuntos públicos, en verdad ponen en juego, todos y cada uno de los integrantes, sus deseos que serán canalizados por los candidatos (en muchos países, esta acepción de candidatos también tiene un significante de pretendiente o enamorado que no es casual) políticos. Volviendo a Lacan, el deseo no se cumple, sujeta al sujeto y siempre es en relación a lo que creemos o sentimos como otro, nace desde la ausencia y termina en ella. Esta es la razón por la cual, la política occidental democrática, reposa en hacernos desear una organización social con libertad, igualdad y fraternidad que nunca la cumplimentará y que ni siquiera tiene como meta o propuesta alcanzarla, sino simple y complejamente, hacérnosla desear. Sin embargo, la necesidad de comprender la política bajo términos psicoanalíticos, es aún más imperiosa, para que podamos soportar lo heredado y que podamos modificar, en el caso de que lo deseemos, aquello que consideramos lo extraño que nos afecta y que nos segrega hacia los márgenes de la locura.
Lo siniestro en la política. Sigmund Freud desnudó el concepto de lo siniestro, como aquello que siendo familiar o próximo, por determinada circunstancia se torna atemorizante, amenazador y horroroso. El padre del psicoanálisis lo grafica muy bien cuando referencia la temática en las obras clásicas infantiles; todo lo que mágicamente era próximo, inmediato, en cierta medida íntimo y perteneciente, bruscamente se convierte en, pavorosamente peligroso, dañino y amenazante, sin que la ajenidad haga mella, a contrario sensu, la fuerza de la siniestralidad abreva en ese punto de partida de conocimiento y familiaridad, que a priori planteaba una confianza en donde nada malo podría provenir de ese sujeto que resultaba cercano y que brutalmente se hace añicos. La política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable que el mismo sentido de la vista.
Las democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
Martín Heidegger, aquerenciado argumentalmente en la poética alemana (no así en la política alemana) afirmaba que el ser habita en el lenguaje.
Nuestras democracias son ámbitos pura, eminente y exclusivamente discursivos. La disputa que brindan quiénes no están de acuerdo con las principales reglas de juego de la política, más que una batalla ideológica, o política en su sentido filosófico, están en verdad, librando una cura psicoanalítica, están haciendo el duelo, tras el dolor de lo siniestro.
Ahora bien, quienes pretendan otra cosa, para ellos, como para su comunidad, en términos de nuestras actuales democracias occidentales, probablemente, tengan que salirse del ámbito plenamente discursivo.
Esto ya sería campo de lo incierto, que es muy distinto a lo siniestro. Como vimos, esto último es la acción inesperada y horrorosa de alguien conocido que nos daña, lo incierto sin embargo es el temor pleno, a lo desconocido, es la oscuridad a la que rehuimos de niños y que logramos, ¿vencer? Cuando un adulto nos lee esos cuentos en donde nos nutren de lo siniestro.
Estamos acostumbrados, a habitar, discursivamente en el dolor, en el permanente y cíclico tratamiento que nos imponemos para soportar y soportarnos, no porque así lo queramos, sino porque le tememos a lo desconocido, a lo incierto.
No terminamos de aceptar que somos un ser para la muerte, por más que tal negación nos haya llevado a construir sistemas políticos que no nos dan la posibilidad de vivir, o tan solo nos permiten una vida parcial y siempre, exclusiva y excluyentemente discursiva.
La política forcluida.
Posiblemente el no poder aceptar lo evidente, lo obvio, lo inobjetable, nos hubo de facultar al pensamiento abstracto, a la psicosis existencial que todos padecemos de querer rescribir con nuestros significantes, el campo extenso de la naturaleza, que como tabula rasa, termina, develándonos, descubriéndonos, como seres forcluidos. Consabidamente de lo psicoanalítico del término forclusión, su origen, tanto etimológico, como en su uso, luego en el ámbito del derecho, abona al conjunto de ideas que se desean transmitir. Exclusión y rechazo de forma concluyente o terminante que, lingüísticamente, psicoanalíticamente, humanísticamente no termina finalizando nunca, pues, lo forcluido vuelve, retorna, en forma alucinatoria o no, pero regresa, se abre, la fisura en donde ingresa la luz, que vuelve a alumbrar todo, o ponerlo en cuestión, que en tal caso, sería lo mismo. La orfandad producto del arrojo existencial del que somos producto o resultante, clama, implora, por salirse de tal condición, creamos tanto dioses, como codificaciones, perspectivas, anteojeras, figuras geométricas, números, casi todo como representación de esa reescritura de lo que no somos, de nuestras facultades limitadas que nunca terminamos de aceptar como tales.
El mundo es nuestro porque no lo es, porque nunca lo ha sido, ni lo será, porque jamás lo asimilaremos como un todo, en donde nuestro rol, es tanto nimio, como imperceptible, por más que nos veamos impelidos a pensarnos y por sobre todo sentirnos, como esenciales e indispensables.
La realidad paralela que sobre-escrituramos, sobre-escribimos, es la representación que nos hacemos del mundo, de la naturaleza, que no aceptamos, toleramos, ni soportamos tal cual es.
Queremos creer en trazos rectos, dentro de esa psicosis existencial que alumbramos mediante la abstracción, tenemos alteradas todas las facultades con las que podríamos estar en armonía y en plenitud de sentido, con nosotros y la cosa dada. Creemos ver llover recto, al viento soplar en esa ficcional geometría, al mar romper derecho, como desplazarse a cualquier otro ser de la naturaleza, siguiendo a pie juntillas una línea de puntos consuetudinaria y sempiterna.
Sin ningún lugar a dudas, sí existiese algún ser, no superior, sino con similar capacidad de raciocinio, vernos habitar el mundo tal como lo habitamos, nos observaría dentro de un psiquiátrico, por no decir un manicomio, con todo lo peyorativo que este significado se forjó a lo largo de la historia.
Privados de la razón, o al menos de esa vinculación no problemática, que nos haría mucho más armoniosa nuestra estancia en la tierra, con la posibilidad de que todos nuestros mundos, quepan en el mundo de lo colectivo o de lo humano, necesitamos creer que estamos libres y facultados para vivir la experiencia humana en la plenitud y extensividad de nuestro ser.
La huida que transformamos en representación, la no aceptación del mundo tal cual es, nos posibilita la construcción, el regreso, como alucinatorio, de lo ocluido, del rechazo excluyente; nos damos una forclusión, en la que habitamos, psicótica como plácidamente.
La forclusión se constituye en política, cuando a la representación ontológica o existencial en la que decidimos habitar, la volvemos a representar, o la sobre-representamos, llamándonos ciudadanos y habilitados a elegir, a un séquito que nos gobierne, o que tome las decisiones colectivas.
Vendría a ser algo así como, no conformes con inventar las líneas rectas y sobreimprimirlas en la naturaleza, tatuárnosla en nuestra cognición, a lo trazado, construcciones, números, contabilidad y acumulación, lo hacemos aún más recto, más ficticio, más cerrado, mas monocorde, artificial, hipostasiado en su representación, forcluido, psicótico.
La resultante es la democracia, apocada, abrevada, anestesiada, aterida, que reacciona bajo estertores, regurgitando, sintomáticamente, a sus representantes (el circuito de la representatividad se cierra aquí, habiéndose iniciado con una representación ontológica, que luego sigue a una sobre-representación política y finaliza en los representantes que nos devuelve la representación, como sistema, construido) a los que cada cierto tiempo, los creemos más lejanos de lo que en verdad están de lo que somos.
En la sinrazón en la que decidimos soportar el arrojo a la existencia, no queremos dar cuenta de la no traducibilidad que tiene con el mundo que habitamos, cuando el sistema de representación (lo democrático) nos devuelve como gobernante (mediante voto además, mediante el uso de la supuesta libertad política que nos decimos dar) a quien exterioriza nuestras fauces más cínicas y siniestras.
No nos molesta tanto sabernos que habitamos en la alucinación, en la forclusión política. Lo que nos incomoda y genera displacer es dar cuenta, que todas las reimpresiones que le dimos a la naturaleza, todas las líneas rectas, trazadas y sobre trazadas, es decir hasta el sistema mismo que bajo nuestro invento matemático nos tendría que alcanzar a todos o al menos que no se visibilicen a aquellos a quienes no les alcanza o mediante quienes no tienen para que a otros les sobre, no son tan derechas, como las pensamos, sentimos e impusimos.
Se quiebra la alucinación, por momentos, por interregnos de lucidez, nos interpelamos acerca de nuestra propia humanidad, y cada tanto, cuestionamos a los dictadores que ungimos para que nos hagan vivir en esa seguridad psicótica, para lo que incluso, perversamente, decimos actuar y por ende, hasta votar, democráticamente.
Jacques Lacan el introductor del término forclusión en el ámbito psicoanalítico, planteó la estructura de la psicosis como efecto de aquello, bajo el significante del Nombre del Padre. En nuestros términos, o reintroducción en el campo político, ese significante es lisa y llanamente las reglas de juego.
Sea para habitar más placenteramente nuestra alucinación, o para salir de ella (aporía que no está en cuestión aquí) no precisamos cambiar de representantes o encontrar modificaciones accesorias, lo que precisamos es el cambio, radical y conceptual de nuestro ser en el mundo, tanto ontológico como, por ende, político.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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