Lunes 4 de Noviembre de 2024

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  • 20º

FILOSOFíA

30 de mayo de 2022

Apariencia y realidad en las democracias sociales.

Podría ser calificado de pesimismo temerario, afirmar que existimos al límite del abismo. Sin embargo, puede entenderse que esta expresión es un reflejo de lo que, de facto, sucede en lo cotidiano. Dicho de otra forma, oscilamos entre una aparente “normalidad”, y de suyo cierto equilibrio, a estar ubicados en las antípodas: la desesperación en un tiempo tan escaso como lo es el instante.

Esta circunstancia nos lleva a cuestionar la normalidad de lo normal, y las situaciones límites que quedan arropadas bajo el manto de ésta. Ya que, si el tránsito de la calma al desquiciamiento es el instante, esa calma era un mero aparecer que amagaba un sufrimiento provocado por una anormalidad enraizada hasta el tuétano de una osamenta desvencijada.

Lo expuesto responde a la constatación de que habitamos en una sociedad de la apariencia, cuyo fundamento está quebrado y su estructura se sostiene a base de mostrar un aspecto de estabilidad, mediante el dispositivo de lo normal, que es la gran ficción de nuestros tiempos. Más aún cuando, si tuviésemos que acotar el umbral de lo normal, la diversidad que debería ser incluida sería aparentemente tan amplia, que el concepto de normalidad quedaría disuelto y difuminado.

Que lo normal – lo que se ajusta a la norma- se esfume no es un acontecimiento azaroso, sino la estrategia de que la normalidad sea todo, de que cuantas maneras de existir haya, queden formalmente incluidas, porque eso abandera con orgullo que la sociedad es democrática.

Falacia absoluta. En primer lugar, porque ya hemos cuestionado que la normalidad que se nos muestra sea la que de facto opera; en segundo lugar, porque el intento de contenerlo todo en el seno de lo socialmente aceptado, responde a la voluntad de control de lo que, de hecho, está dentro de los márgenes y de lo marginal.  Hacernos creer que una democracia consiste en que todo sea integrado, e incluso la tolerancia pierda sentido, ya que siendo todo normal, no hay nada ajeno que tolerar, es un engaño, que triunfa principalmente porque orienta y fija la mirada de todos los individuos en aspectos importantes de la convivencia social, pero no es los fundamentales, como serían el cumplimiento de los derechos sociales de los ciudadanos de tener cubiertas las necesidades mínimas para existir.

Mientras nos distraen, nos inoculan que lo revolucionario es el feminismo, el movimiento LGTBI, las reivindicaciones de colectivos ecologistas, o de cualquier otro movimiento parcial, al que dejan expresarse y mostrarse, aunque eso no responda a una integración real de esas personas en la sociedad, va in crescendo la idea de que eso está normalizado. Antes bien, es como si “desde arriba” se decidiera el qué hay que aceptar para parecer progresistas, y poner en marcha a los medios de comunicación y manipulación para que se nutra en la opinión pública la creencia de los prejuicios anteriores ya están superados -cuando las realidades son, a veces, muy distintas-.

Según Plutarco, le dijo un día Cesar a su mujer, Pompeya, sospechosa de connivencia amorosa con el turbulento Publio Clodio Pulcro: A la mujer del Cesar no le basta con ser honrada, sino que además tiene que parecerlo. Bien, pues en esa sintonía podríamos afirmar que una Sociedad no basta con parecer profundamente democrática, sino además debe parecerlo. Sin embargo, es como si hubiésemos fundamentado nuestra democracia en el reflejo del espejo, en la apariencia, y nos hemos olvidado de que lo prioritario es ser honestamente democráticos. O, en otras palabras, que nuestra democracia en el espejo sea el fiel reflejo de nuestra democracia social, cultural, política y económica real.

Mientras este principio no se cumpla somos fantasmas que contribuimos a afianzar el espectáculo de la apariencia.

 

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