Jueves 28 de Marzo de 2024

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  • 20º

FILOSOFíA

25 de agosto de 2020

La muerte, ese destino inexorable

Ana de Lacalle Reflexión sobre la relación entre el hombre y la muerte, como ese destino certero del que no nos zafaremos.

Decía Epicuro: Acostúmbrate a la idea de que la muerte no nos afecta en absoluto: porque todo bien y todo mal residen en la sensación, y la muerte es privación de sensación[1]. Es decir, si lo que nos permite notar el placer y el dolor son las sensaciones, nada que no pueda ser estímulo sensorial puede perturbarnos. Así, en cuanto la muerte es privación de toda sensación no nos afecta en absoluto, hace satisfactoria la condición mortal de la vida, no porque proporcione un tiempo infinito, sino porque suprime el anhelo de inmortalidad. Porque vivir no tiene nada de terrible para quien ha asumido con certeza que no hay nada de terrible en no vivir.[2]

Así, Epicuro intentaba apaciguar la angustia de sus contemporáneos respecto de la muerte. Desconozco qué eficacia tuvo dicho razonamiento, incluso para los que compartían con él el denominado Jardín, pero parece que estas palabras hoy no resulten del todo tranquilizadoras.

En primer lugar, porque nadie garantiza que el tránsito de la vida a la mortalidad no pueda ser doloroso, incluso insoportable, lo cual es asimismo causa de preocupación ¿cómo será y se producirá ese momento, extensible en el tiempo, de estar vivo a no ser más que muerte?

En segundo lugar, porque nada sabemos sobre el después. Todo cuanto se ha dicho y se dice no son más que conjeturas y suposiciones, pero ¿Pudiera ser que, aunque carentes de lo que hoy, estando vivos, conocemos como sensaciones, haya tras el tránsito definitivo algo peor, más doloroso que lo que conocemos como vida? ¿y si este vivir presente, por muy imperfecto que nos parezca, resultase ser esa especie de paraíso adánico? Casi lo más tranquilizador, a priori, parece ser elegir que no haya más que la nada, que nos seamos más que polvo y recuerdo -si lo somos- con tal de eludir el riesgo de intensificar el sufrimiento, aunque de esa aseveración se deriven otras cuestiones problemáticas.

La vida, siendo lo único conocido, es el estado más seguro, porque al menos vamos aprendiendo qué podemos esperar de ella y cómo manejar los dolores y placeres. De esto se sigue que, difícilmente podremos no sentirnos azorados por esa evidencia de la muerte de la cual nada sabemos, y cuya ignorancia no puede dejar de ser fuente de angustia.

De ahí que, en el mundo actual, aunque muy familiarizado con la muerte ajena, a través de los medios de comunicación, esta se torna en un drama desesperante cuando nos acecha a nosotros o a los más allegados. Haciéndosenos, emocionalmente incomprensible cuando sucede, aunque sepamos racionalmente que es un supuesto estado al que todos llegaremos. Desprovistos de la forma y el momento en que ocurrirá, y qué implica ciertamente morirse, el dolor y el sufrimiento aparecen estrechamente entrelazados con esta, queramos o no.

En síntesis, tenemos presente el posible padecimiento en el momento y el después de la muerte. Al cual, además, deberíamos añadir el impacto que tiene en el individuo la concepción de la vida misma: se entienda el vivir como un camino con sentido, aunque difícil; o por el contrario un deambular sin sentido ni fin, eludiendo el dolor que nos acecha sin remedio y hallando escasos momentos de sosiego, el hecho de morir se nos presenta como una inflexión decisiva e insoslayable, fuera de nuestro ámbito de decisión y de acción, por cuanto lo único que de ella sabemos es que sobrevendrá.

Aunque la perspectiva de la que parta el individuo sea como decía Platón, que algo debe haber tras la muerte que recompense o castigue el bien o el mal infringidos durante la vida, porque, si no ¿qué más daría hacer el bien o el mal?, esta, no obsta para que la angustia deje de mariposear por nuestras entrañas, ya que como rezan los evangelios quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. ¿Cómo saber si es suficiente el bien realizado? ¿Cuál y de qué naturaleza es esa recompensa post-mortem? Seguir el discurso platónico nos llevaría a un ciclo de purificación del alma que no está exento de dificultades, porque ¿poseemos algo así llamado alma/mente que es lo que sobrevive al cuerpo? ¿serán el edén o el averno lo que nos aguarda?

La muerte no puede deslindarse del valor que le otorguemos a la vida, mas eso no implica que tal acontecimiento, el acontecimiento, no nos angustie sea cual sea ese valor. Tan solo puede amortiguar nuestro miedo ante él. O, inclusive, aquellos que perciben el vivir como un sufrir insoportable, puedan sentir minimizado su temor a morir, puesto que ya perciben estar en el infierno. Esta postura la asumieron varios filósofos entre los que podemos situar a Schopenhauer, Mailänder, Cioran, …aunque cada cual adoptó un gesto propio ante el reconocimiento de la vida como dolor y sufrimiento; especialmente aluden a aquellos sujetos que han tomado conciencia de ella y la han mirado frontalmente. Así, y según el orden de citación de los autores, hallamos diversas salidas: desde la vida ascética, al suicidio, o al consuelo de que la posibilidad de suicidarnos alivia.

No podemos ignorar que asociada a estas ideas negativas o nihilistas de la vida se halla implícita cierta convicción de que el libre albedrío es una quimera. Si este fuese factible, posible, siempre podríamos acogernos a nuestra capacidad de modificar el vivir como un acontecimiento menos dañino. Mas, indagando en el pensamiento de estos autores, constatamos que poco cabe hacer contra un designio de padecimiento que se muestra connatural al hecho de ser humano. Se ha calificado de pesimistas a quienes desde una noción catastrofista de la vida no observan recoveco digno. Digno en el sentido de benéfico, ya que nos aislemos a cultivar el espíritu para doblegar la pasión, decidamos prescindir de este valle de lágrimas o nos consolemos sabiendo que siempre podemos desaparecer, hagamos o decidamos lo que sea, estamos realizando huidas inevitables para soportar la vida.

No obstante, convidaría a los lectores a ascender a un punto mental más elevado desde el cual puede ser oteado el mundo y les preguntaría ¿qué vidas, y en qué sentido valen la pena algunas de ellas? ¿la de los que opulentamente existen a costa de la explotación de los otros? ¿la de los explotados que siendo las víctimas principales pueden llegar a escabullirse de su desgracia abusando a su vez de otros? ¿hay criterio para discernir cuándo una vida vale la pena? ¿No hallaríamos tras ese criterio, vidas aparentemente valiosas que se sustentan en base al padecimiento ajeno? Acaso debamos reconocer cierta lucha por la supervivencia, engalanada en la cultura de estatus y posesiones, que nos lleven a cumplir el dictamen darwiniano, en un contexto en el que los principios de la asentada cultura occidental se niegan, de facto, como válidos ¡Qué contradicción tan insoportable! O, mejor, qué hipocresía.

Hay quien, al contrario, ha entendido como Sartre la ineludible aceptación de la propia libertad y su responsabilidad en las consecuencias de nuestras acciones. Aunque esta supuesta libertad fuese denunciada, finalmente, como un residuo de las condiciones socioeconómicas que minimizan o ensanchan nuestro margen de decisión ¿No estaríamos en este caso en una situación similar a la anterior, si identificamos la cultura como el producto humano que hace de nuestra humanidad un oxímoron sangrante?

Sea como sea, lo cierto es que los conceptos de vida y muerte no pueden ser explicados para los humanos, como seres con conciencia, como acontecimientos inconexos. Vengamos a la existencia por arbitrariedad o no, desde el instante en que tomamos conciencia de ella nos anega el problema. Y este no es otro que: por qué mantenernos existiendo, reformulando el enunciado de Camus. Aquí hallamos el nexo ineludible entre los auténticos acontecimientos: nacer/existir- morir -  ética.

Acaso sorprenda a algunos lectores que, con cierta semejanza a lo que ya hizo Levinas, acuda a la ética como la reflexión que puede suavizar este conflicto perenne, en lugar de dedicar el resto de estas páginas a la destrucción indiscriminada de todo intento de fundamentación. Sendas opciones siempre son supuestos elegibles que tal vez evidencien el único margen de libertad que nos resta a los humanos, a saber, decidir qué quiero creer y qué no quiero creer. La propuesta no está exenta de controversia ya que es difícil argumentar hasta qué punto elegimos aquello que creemos.

La lucidez puede devenir una vía irreversible de desasosiego, o un lugar privilegiado de decisión. No sostengo a ultranza que la mencionada decisión sea posible de forma universal, pero sí quizás para aquellos individuos que más claridad y sufrimiento existencial contienen a consecuencia de esta claridad de miras, esa intuición o lucidez que les permite ver lo que la mayoría niegan, o se ciegan para no ver. Supongo, pues que, en estas condiciones, tal vez, sí estemos dotados para tomar decisiones de semejante altura, entendiendo que cuando hablamos de creencias no estamos aludiendo a esas adhesiones emocionales a las que nos lleva la educación, las costumbre y la moral. La alternativa reside en que la lucidez posibilite zafarnos y desintoxicarnos de esas creencias nocivas. Al fin y al cabo, no es tan diferente de lo que hemos expuesto que adujeron anteriormente unos cuantos pensadores.

Aterrizando, aún más, si la genialidad existe, también debe existir la capacidad de descuajeringar el entramado de creencias que nos someten a una concepción del mundo trágica, y realista, pero adoptando tal vez posturas más hábiles para vivir, si eso es lo que hemos decidido. No todos podemos ser sobrehumanos al modo en el que Nietzsche ensalzó e intentó encarnar en sí mismo esas carcajadas cínicas de Zaratustra. Aunque sí podamos rebuscar otras posiciones ante los acontecimientos, por excelencia, que nos permitan optar con mayor elasticidad, acaso porque tal sea la condición humana.

Volviendo a Levinas, recordemos una observación relevante que puede reabrir otras perspectivas:

 

“De esta miseria de los hombres, de este imperio que las cosas y los malos ejercen sobre el hombre, de esta animalidad, no se trata de dudar. Pero ser hombre es saber que es así. La libertad consiste en saber que la libertad está en peligro. Y saber o tener conciencia es tener tiempo para evitar y prevenir el instante de la inhumanidad. Es este aplazar perpetuamente la hora de la traición: diferencia ínfima entre el hombre y el no-hombre, que supone el desinterés de la bondad, el deseo de lo absolutamente Otro o la nobleza, la dimensión metafísica.”

Levinas, Totalidad e Infinito. Ediciones Sígueme. IIIa. Ed. 2016. Salamanca. Pg. 29.

He aquí, una posibilidad que se abre con una tonalidad más esperanzada, tener conciencia para poder prevenir el instante en el que lo humano devendrá in-humano, y este aplazamiento de la tragedia existencial es el resultado del desinterés de la bondad - ¿sería de otra manera bondad? – y, el primer término de lo que el autor entiende por el deseo metafísico.

Si distinguimos con claridad el deseo como nostalgia o dolor por regresar, urgido por la necesidad, del ya mencionado deseo metafísico que es, para Levinas, un deseo que no cabe satisfacer porque desea lo de más allá de todo cuanto puede completarlo, es decir:

“El movimiento metafísico es trascendente, y la trascendencia como deseo e inadecuación, es necesariamente una trans-ascendencia. La distancia que expresa, a diferencia de toda otra distancia, entra en la manera de existir del exterior. Su característica formal, ser otro, constituye su contenido. De modo que el metafísico y no otro no se totalizan. El metafísico está absolutamente separado.”

            Ibid, pg.30

La relación entre el sujeto y lo absolutamente Otro expresa una distancia con lo exterior en la que no cabe la absorción o la anulación de uno y otro. Aún más, lo Otro aparece como rostro, esta epifanía es ética, porque interpela constantemente como aquello que puede malograrse en deseo, pero no puede constituir banalmente deseo. De tal forma que podríamos en relación con la muerte, que es lo que nos ocupa, intuir que el auténtico deseo para Levinas, que es el metafísico, es lo opuesto al no-ser, porque al contrario de esta aspiración finita, constituye la ascensión hacia lo trans-ascesdente, lo infinito, lo que hallándose más allá no puede ser nunca ser alcanzado para lograr la completitud, esa que cabalmente desconocemos qué es.

Sintetizando, la muerte no puede dejar de ser un acontecimiento que al ser inexorable e implicar la desaparición de lo que somos como humanos -al menos; si no es que finalmente constituye la nada- genere en nosotros pre-ocupación. Nos detenemos a escudriñarla con empeño en unos momentos tal vez más que en otros, pero siempre reaparece. Su reaparición, puede generar ascetismo, autodestrucción, consuelo o resistencia ética -en el sentido de que únicamente cuando Otro se nos muestra, percibimos un rostro que apela al yo, con una solicitación que me concierne con su miseria y su altura, ante las cuales no podemos más que aprehender que estas supuestas cualidades no lo son de un existente concreto, sino de la posibilidad misma de ser Otro absolutamente, que en relación al yo cuestiona incesantemente nuestras acciones-

No pretendemos aquí, la identificación con una opción existencial u otra. La noción de libertad, mencionada anteriormente, vuelve ahora a recobrarse como núcleo: podemos elegir lo que queremos, porque ese querer tiene por objeto aquello que hará de nuestra existencia algo sostenible. Ninguna de las posturas está exenta de prejuicios y presupuestos metafísicos, en última instancia, así es que quizás solo nos reste asumir que nuestra impotencia reside en que no podemos partir de la Nada. De ella nada surge, aseveraban los griegos, y en un sentido no cosmológico, quizás deberíamos asumirla como el punto cero del que irremediablemente partimos.

Acaso la muerte acabe constituyendo ese absolutamente Otro ante el que resultamos ser absoluta impotencia.

 

 


[1] Epicur, Sobre la felicitat. Carta a Meneceu i Màximes capitals. Petita Biblioteca Universal Edicions 62.1995. Traducción propia del texto en catalán. Pg.11

[2] Ibid, pg 11

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