Lunes 4 de Noviembre de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

1 de octubre de 2018

Representación e imagen el maridaje conceptual que posibilita el fenómeno democrático.

“Representar quiere decir traer ante sí eso que está ahí delante en tanto que algo situado frente a nosotros, referirlo a sí mismo, al que se lo representa y, en esta relación consigo, obligarlo a retornar así como ámbito que impone las normas. En donde ocurre esto, el hombre se sitúa respecto a lo ente en la imagen. Pero desde el momento en que el hombre se sitúa de este modo en la imagen, se pone a sí mismo en escena, es decir, en el ámbito manifiesto de lo representado pública y generalmente. Al hacerlo, el hombre se pone a sí mismo como esa escena en la que, a partir de ese momento, lo ente tiene que re-presentarse a sí mismo, presentarse, esto es, ser imagen. El hombre se convierte en el representante de lo ente en el sentido de lo objetivo.” (La época de la imagen del mundo, Martin Heidegger. Versión castellana de Helena Cortés y Arturo Leyte. Publicada en Heidegger, M., Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996).

“Hacerse con una imagen de algo significa situar a lo ente mismo ante sí para ver qué ocurre con él y mantenerlo siempre ante sí en esa posición. Pero aún falta una determinación esencial en la esencia de la imagen. «Estar al tanto de algo» no sólo significa que lo ente se nos represente, sino que en todo lo que le pertenece y forma parte de él se presenta ante nosotros como sistema. «Estar al tanto» también implica estar enterado, estar preparado para algo y tomar las consiguientes disposiciones.  Allí donde el mundo se convierte en imagen, lo ente en su totalidad está dispuesto como aquello gracias a lo que el hombre puede tomar sus disposiciones, como aquello que, por lo tanto, quiere traer y tener ante él, esto es, en un sentido decisivo, quiere situar ante sí. Imagen del mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el mundo como imagen.  Lo ente en su totalidad se entiende de tal manera que sólo es y puede ser desde, el momento en que es puesto por el  hombre que representa y produce” (Ibídem).

La democracia no necesita más que refrendar o garantizar que el hombre de la actualidad desande su existencia por intermedio de estas grandes convicciones, que son las que le conducen a lo que cree en su pensamiento como el libre albedrío, regulado por la dictadura de la técnica.

No por casualidad, la salida “Heideggeriana” es mediante la meditación y en clave poética.  

Los epifenómenos de lo democrático, no buscan más que profundizar tales aspectos basales de la época de la imagen del mundo, que es la época de la democracia; la representación y la imagen.

El político, que busca gobernar, que busca el poder, representa, conducido por una imagen que se construye no sólo de sí mismo, sino de todo lo que le circunda y rodea. La imagen en verdad construye al político y por tanto este no busca ningún otro poder que no sea el de ser conducido por la propia inercia a la cual ha terminado de obcecar su condición, como posibilidad de libertad. Lo expresábamos en otro artículo que dimos en llamar “La selfie o el otro estadio del espejo en tiempos democráticos”: Políticamente, dado que lo está en cuestión o en juego, es sí estamos eligiendo lo que nos sucede, tal como creemos elegir un gobierno o a nuestros representantes, el retrato, de lo que no somos, es decir la promesa, lo imposible de lo democrático, precisamente, funciona en ese no cumplimiento, en esa no realización. No constituimos un gobierno ni del pueblo, ni para el pueblo, sino una entelequia como doble, que sin embargo, es todo eso y más, la festejamos, la simbolizamos en el ejercicio electoral, la convertimos en fetiche. Las elecciones que se llevan a cabo en distintas partes del mundo, son las selfies, las fotos que socializamos, la imagen que nos da gozo de lo que supuestamente somos, a sabiendas de que no lo somos.  Nos ha dejado de importar que nos importe ser, ahora nos alcanza con vernos, más allá de cómo, cuando, donde y porque, consiguientemente nos importa nada, quien nos gobierne, como, cuando y porque. Tal vez, este segundo estadio del espejo, de habitar dentro de la interfaz, de habernos convertido en ese doble, nos evite la angustia de la muerte, no por nada tenemos gobernantes que nos dicen amar y trabajar por nuestra felicidad. No se trata de creer, sino de sentir, hemos dejado de desear para obtener el goce, a como dé lugar  y esta es nuestra gran tragedia en sí misma, a la que no podemos escapar desde la condición del doble, del autorretrato, del democrático supuesto”.

La autoreferencia no es casual o mera vanagloria, es expresa y se circunda en lo otro que está constituido en un lenguaje desde la lógica que lo supera. No podemos más que reflejar lo que somos, lo que escribimos, lo que pensamos o lo que creemos que sale desde nuestra individualidad.

Este es el lazo que une a la representación con la imagen, eso otro que creemos que nos pertenece (tal vez hasta el deseo o la falta que nos conduce hacia ello) pero que nos determina en su inercia, encerrándonos en el laberinto de senderos confusos, que se bifurcan en un juego de espejos cóncavos y convexos que nos condenan a la iteración de imágenes que se reproducen y se representan por sí mismas, pero que no significan nada.

Esta es la tragedia de la época actual. La democracia representativa, la democracia que se sostiene y la que se gana, mediante la imagen que se construye, a partir de sí misma, no termina significando nada.

La pobreza, la miseria, el hambre y la falta de libertad o mejor dicho la renuncia o el abandono a su búsqueda, no son los síntomas, sino son las consecuencias por las que ha perecido nuestra esencia de lo humano. Nos queda el desparpajo del requecho, la sobra, las vísceras que no se usan, a ello nos hemos reducido. Es la única razón por la que creemos ser otra cosa, morimos por encontrarnos en una imagen que nos devuelva otra silueta, que la que no toleramos, la cadavérica de terror y muerte, que asola desde los democráticos tiempos a que teniendo la posibilidad de derrotar al hambre, la estemos usando como escudo, como bandera y como instrumento, para creernos un poco mejores de ese otro rostro, que sin poder darnos cuenta, también y  sobradamente, es el nuestro.

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

 

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