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FILOSOFíA

13 de septiembre de 2021

Volvió a ganar la bruja Sycorax.

Tal vez la obra más abordada desde diferentes perspectivas, de Shakespeare sea “La tempestad” pese a que no sea la más conocida y que sus protagonistas resulten extraños para el público masivo o democrático (el validado como mayoritario). Próspero es un duque, que evadido en una isla, la coloniza, en nombre de sus propias, y por ende buenas para sí y para otros, intenciones. Calibán, hijo de la bruja Sycorax, será apropiado luego como emblema de los oprimidos, habiendo sido tomado como esclavo y civilizado por su primer tutelador el protagonista de la pieza teatral del reconocido dramaturgo. Ariel es una suerte de contraparte de Calibán, que será tomado como estandarte del pensamiento del uruguayo Rodó para hacer señalamientos pedagógicos y políticos. La muchedumbre, masa, o demos, es una representación que recaerá en el esclavizado y del cual a nivel psicoanalítico se dice que es una suerte de “ello” freudiano que simboliza la parte instintiva. Calibán incluso en la obra originaria pretende consumar una violación contra la hija de su opresor. Su madre, la bruja Sycorax, sin embargo es tomada por teóricas feministas en una suerte de reivindicación de las brujas, de las brujerías y ante la persecución que sufrieran en relación a los términos de disidencia y otredad en las que desarrollaron y desarrollan su andar en el mundo.

Tal como referenciamos José Enrique Rodó en su lectura ensayística en relación a la obra, que tituló “Ariel”, dirigida a la juventud de América, expresa entre tantos aspectos basales de un pensamiento en continuidad: “Bourget se inclina a creer que el triunfo universal de las instituciones democráticas hará perder a la civilización en profundidad lo que la hace ganar en extensión. Ve su forzoso término en el imperio de un individualismo mediocre. «Quien dice democracia -agrega el sagaz autor de Andrés Cornelis- dice desenvolvimiento progresivo de las tendencias individuales y disminución de la cultura»”.

Calibán no puede ni debe razonar, tiene que emanciparse, producto de sus segundos apropiadores que son sus tutelares teóricos. Dado que renace como una suerte de hombre-masa, subjetividad oprimida, se reconvierte en el drama filosófico, que a propósito de la obra, re-escribe Ernest Renan, y lo hace llegar al poder, a Calibán, por empuje de esa masividad que representa casi naturalmente. Es decir el esclavo es el pueblo y en tal consumación, el milagro democrático de arribar al poder, por imperio de su condición mayoritaria. Es precisamente lo que critica Rodó, con su texto Ariel, que es el nombre de la contraparte de Calibán. En términos psicoanalíticos, así como este fue caracterizado como el “ello” freudiano, Ariel es el “superyó”. 

Pero la clave pasa, siquiera por Próspero (en una suerte de ideación profética de lo que propondría el aceleracionismo del capital, bajo la teleología de la prosperidad) sino por la bruja Sycorax. 

El pueblo vuelve a ser alumbrado y deslumbrado. Bajo el encantamiento en clave de órdenes que escapan a la lógica y la racionalidad, el talismán de creer que se elige, ejerciendo un poder que no se tiene. 

Cada uno de los miembros de la horda, siente y cree ante tal invitación de que será considerado por ese poder que lo disgrega y que lo unifica en el personaje simbólico de Calibán, parido por la bruja que en su condición de encantadora, se hace invisible para quién le quiera preguntar. 

Sobre todo la cuestión fundamental, el aspecto nodal de saber ¿hasta cuándo habrá que seguir votando para que tengamos una vida mejor?.

Ya aprendimos, que no se trata de un nombre o individualidad. Calibán, como hijo de, nombrado y significado como servil y oprimido, tampoco reviste importancia o razón de la que carece, acerca de dilemas teóricos o ideológicos. 

La bruja es quien impone en su alumbrar las reglas de juego, es la dueña de la tempestad, incluso aún más que su autor que ya no está.    

Sycorax ganó una vez más y lo seguirá haciendo hasta que la volvamos a pensar en su condición, en su poder y en su interacción con lo real, que es ni más ni menos que su reproducción de la cual somos tanto parte, como herederos, infantes instintivos que aún no hemos cortado el cordón. En tal condición nos creemos con poder, al ser invitados a votar cada tanto, en una escenografía que nos propone que no podamos pensar y salir de nuestras limitaciones más aberrantes que nos llevan al capricho continuo de obedecer al número que se ratifica una y otra vez, sin ton ni son (el pueblo no puede ni debe ser unívocamente una mayoría que se auto reconozca solamente en tal condición). No tendremos hasta que recuperemos ese valor del voto, más allá de lo numérico y del replicar, gobernantes o representantes que nos puedan ver desde otro lugar e interactuar así con el poder y con lo que le podamos demandar a partir del encuentro con lo que deseemos y podamos ser y por sobre todo, elegir o determinar como prioridades a ser abordadas.  

Quebrar el hechizo es darle a la oportunidad a la bruja que no vuelva alumbrar si es que no lo quiere hacer, o que pueda dotar de otras nociones al próximo Calibán, al nuevo pueblo en ciernes, en construcción, que debe ser atendido en todas sus variables y perspectivas, sin olvidar de las versiones anteriores y de las que pudo haber sido y perecieron en su vano intento por ser. 

 

 

Por Francisco Tomás González Cabañas.

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