Lunes 4 de Noviembre de 2024

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  • 20º

FILOSOFíA

22 de agosto de 2021

EL JUEGO DE LO “POLÍTICAMENTE CORRECTO” por Ana de Lacalle

Un juego es un marco acordado en el que un conjunto de reglas delimita lo válido y lo invalido. Lo que puede hacerse o no. Los jugadores son los agentes que participan del juego y acatan la normatividad. Esta puede referirse al lenguaje utilizado o a las acciones realizadas en el espacio acotado. Ahora bien, para que el juego sea efectivo y fluya es fundamental que los que participan lo hagan desde la propia decisión libre, porque de lo contrario el riesgo de quebrantar normas y boicotear el juego lo pone el peligro de desmantelamiento y desintegración. Lo mencionado sirve para el parchís, el ajedrez o cualquier otro juego —utilizando aquí el término en su sentido lúdico—.
Sin embargo, el concepto juego, por extensión, se ha utilizado en otros ámbitos de la vida social por su similitud en la práctica, como por ejemplo en lo político, instituciones, etc.…

Esta metáfora constituye una perspectiva prolija de comprensión e interpretación de las dinámicas sociales que se establecen entre lo que sería el lenguaje performativo[1] y su influjo en el lenguaje asertivo. En este sentido, cabe no perder de vista como afirma Graciela Reyes que

Ahora se afirma que, contra lo que parezcan asegurarnos algunos, no somos solamente “usuarios” de un sistema verbal preexistente, sino que participamos en su creación; no solo tenemos las reglas de nuestra lengua en el cerebro, sino que todo nuestro cuerpo está metido en las situaciones reales en las que usamos y creamos lenguaje, de modo que el lenguaje es mucho más que una actividad mental. Vamos creando lenguaje, y el lenguaje, a su vez, nos va creando, somos lo que hablamos y nos hablan, y también lo que nos hablamos a nosotros mismos. Somos prisioneros libres, creadores creados, dueños esclavizados de nuestra capacidad lingüística.[2]

Es decir, ese uso performativo del lenguaje que consiste según Austin en “hacer” algo al “decir” o, en otros términos, nuestro uso del lenguaje performativo es aquel que implica consecuencias o efectos replicativos. Por ejemplo, cuando enuncio “la discapacidad es diversidad funcional”, estoy transmitiendo una idea que espero tenga efectos en la concepción de lo que es una persona discapacitada. En el significado de esta locución no solo es relevante el significado gramatical, sino el contexto en el que se construye y el propósito implícito con el que se realiza. De alguna manera, el locutor pretende que quien tenga una discapacidad se autoafirme como diverso funcionalmente de forma asertiva, ya que está convencido de que este cambio de sentido eliminará la discriminación que sufren los discapacitados.

Partiendo del ejemplo anterior, podríamos constatar que, actualmente, los cambios que se efectúan en determinadas expresiones no se deben a razones lingüísticas o meramente gramaticales, sino que llevan implícita la voluntad de incidir en determinados contextos, en la manera en la que los hablantes conciben y entienden diversas realidades.

Lo problemático aquí surge cuando nos preguntamos ¿con qué intención se usan nuevos términos en sustitución de otros? ¿desde que ámbito social se promueve este uso? ¿es la transformación de lo performativo en asertivo una estrategia sutil de manipulación ideológica?

Intuimos que, tras estos cambios lingüísticos, que resultan a menudo eufemísticos, subyace la voluntad de construir un contexto social y político, que los individuos interioricen y repliquen como un acto de asertividad, que aparente una igualdad de todos los individuos, cuando lo que se pretende es una disolución de cualquier rasgo de identidad que justifique o motive la lucha por determinados derechos y compensaciones. Así, por ejemplo, si prospera la concepción de que la discapacidad no es más que diversidad funcional, se está fingiendo una falsa integración social de estas personas al disolverlos en la población, en la que si pensamos con detenimiento todos somos diversos funcionalmente. De esta forma, los discapacitados pierden su diferencia o carencia funcional y con ella cualquier legitimación para reclamar un trato diferenciador para paliar esa falta respecto de la mayoría de los individuos que lo deja en inferioridad de condiciones y oportunidades.

Pretendemos, por lo tanto, evidenciar que los cambios de expresiones lingüísticas pasan a configurar lo que se considera “políticamente correcto”. Esto último no es más que la imposición de una ideología dominante que sin la conciencia crítica de los sujetos prospera de manera perspicaz, a la vez que delimitadora de lo que puede ser puesto en cuestión y de lo que no.

En conclusión, algo tan inocuo como puede parecer el uso del lenguaje en la configuración de estrategias políticas, puede devenir en una táctica de propagación ideológica que delimite lo aceptable y lo inaceptable, lo que es legítimo pensar y lo que está falto de esa legitimidad, por censura social aparentemente consensuada. Así queda establecido el juego de lo políticamente correcto, haciéndonos creer que la asertividad de nuestras expresiones responde a una actitud propia y no apercibiéndonos de que ha sido el fruto maduro de una performatividad repetitiva, que ha transformado el sentido y el significado de espacios sociales que nos pertenecen a todos, resultado de  la habilidad de unos pocos.

 

 

[1] Austin, J.L. Cómo hacer cosas con las palabras. Ediciones Paidós. Barcelona 2016.

[2] Reyes, G. La pragmática lingüística: el estudio del uso del lenguaje. Editorial Montesinos. Barcelona 1990.

 

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