Jueves 28 de Marzo de 2024

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FILOSOFíA

19 de febrero de 2021

SIETE NOTAS PARA UNA DISCUSIÓN SOBRE LA PRAXIS POLÍTICA por Pol Ruiz de Gauna

Por lo visto, a algunos contradictores les resulta muy difícil no poner el grito en el cielo cuando uno insiste en que, ante la alternativa entre apoyar la pseudopolítica, por un lado, y, por el otro, abstenerse de hacerlo, ciertamente no faltan motivos en favor de lo segundo y, en cambio, sobran razones en contra de lo primero. El escándalo suele manifestarse bajo formas variopintas, las cuales, no obstante, con frecuencia coinciden en señalar que la presunta alternativa en verdad constituye un completo sofisma, porque también podría suceder que, en vez de «despotricar», uno diera por fin el paso de «postularse como candidato». Respondemos lo siguiente:

Primero. Presentar algo así como un «programa político propio» azuzado por la trivial urgencia de «hacer algo ya» es la mejor manera de «no hacer nada nunca», puesto que, en vez de impugnar la alternativa, la refuerza: pensar ilusamente que, dada la actual situación de poder, uno podría, jugando al juego establecido, «darle la vuelta a la tortilla» es en el fondo no otra cosa que formular con palabras diferentes el tipo de actitud ingenua y ciega que caracteriza a quienes viven de la pseudopolítica. Por tanto: quien apuesta por concurrir a los comicios con la intención de superar la «capciosa» alternativa en modo alguno consigue evitarla, sino que se sitúa del primer lado de la misma, y lo hace del modo más peligroso imaginable: ignorando que sigue atrapado en ella.

Segundo. La cuestión de cuál es en cada caso la situación de poder en el conjunto de la sociedad no se decide nunca sobre la base del juego jurídico-político dispuesto por aquellos que en cada caso tienen el poder. La cuestión del poder es la cuestión de la fuerza material capaz de imponerse coercitivamente y, en cuanto tal, siempre ya antecede a la cuestión del edificio jurídico-político. En otras palabras: es una situación fáctica de fuerza material la que establece las condiciones en las que, bajo un determinado mando, se desenvuelven las cuestiones de la política y el derecho, lo cual implica que no es «en el interior de» o «jugando al juego de» la forma jurídico-política del caso como se decide quién tiene el poder; insístase en que esto último está siempre decidido de antemano (y siempre se decide en el terreno de las luchas históricas, no mediante plebiscito o votación). Pretender, en cambio, que postulándose como candidato uno puede llegar a tener cogida por el mango la sartén del poder es pura y simplemente cegarse a la evidencia de que, bajo un poder de un determinado tipo, las elecciones dan inalterablemente un resultado de ese determinado tipo; es, en suma, confundir conceptualmente dos cuestiones distintas: la del «poder», por un lado, que es de índole fáctico-material, y la de la «forma jurídica», que siempre se plantea sobre la base de un poder en efectivo ejercicio. 

Tercero. Llegados a este punto, algunos elocuentes contradictores coligen que, en definitiva, lo que uno está sugiriendo es salir a la calle a «poner bombas». Ciertamente, la fina distinción conceptual puede llegar a convertirse en un terrible artefacto explosivo, pero lo recíproco es falso: en el acto de poner bombas suele haber todo lo contrario de finas distinciones conceptuales. Si se lee atentamente, subyace a nuestras palabras la idea de que ya va siendo hora de que alguien se siente a pensar la «revolución». Decimos «pensar», y no «fabricar bombas», porque «revolución» es ante todo un concepto y, por tanto, algo que exige ser pensado; un concepto, por lo demás, tan a menudo sometido a manipulaciones que está esencialmente «por pensar». Que nos conste, solo un filósofo lo pensó, y por eso nos vemos obligados a no desentendernos de su pensamiento. La realización del concepto podría darse por cumplida cuando, habiéndose iniciado un proceso de tipo revolucionario, el espacio resultante fuera tal que el concepto dejase de tener sentido. Aclárese de antemano que la revolución no es nada que un buen día se «decida», sino que se «hace» (o no se hace) ni más ni menos que pensando, conduciéndose y organizándose en consecuencia. Sin que la clase potencialmente revolucionaria esté actuando de hecho revolucionariamente, no hay revolución que valga, y eso nunca puede saberse con certeza: sin duda, en ocasiones salta a la vista (como ocurre en la actualidad) que no hay revolucionarios, pero lo opuesto no puede en modo alguno asegurarse: si los hay, solo se sabrá cuando ya no tenga sentido que los haya.  

Cuarto. Supongamos por un momento que la revolución está teniendo lugar. ¿Qué quiere decirse con ello? De entrada, que la situación de fuerza material está en manos de la clase revolucionaria. ¿Qué pasa entonces con el derecho y la política? Bien entendido que el proletariado toma el poder para desmantelarlo, no erige un nuevo edificio jurídico-político, sino que adopta el que ya hay, no a la manera típicamente burguesa, sino desembarazándose de los reparos defensivos que la burguesía esgrime a la hora de hacer uso de él. Esto se traduce en que, bajo un poder proletario, la «democracia» se garantiza a ultranza, esto es: sin pisotear de continuo las libertades de comunicación, el sufragio universal, la separación de poderes, etc. Como suena: se celebran elecciones, y en ellas participan todos los partidos que lo deseen (sin verse obligados a pasar por la censura encubierta de la «legalización»). A diferencia de la clase dominante, el proletariado no tiene nada que conservar, pues nada posee, y su destino no es otro que la supresión consciente de la sociedad burguesa y, por tanto, también la autosupresión (en efecto, el proletariado toma el poder para suicidarse; por cierto que la burguesía también se suicida, y todos los días, pero, a diferencia de la clase revolucionaria, lo hace irracionalmente); de ahí que el proletariado no tema la posibilidad de que, bajo un poder obrero, los comicios lleguen a dar la victoria al más burgués de los partidos: en tal caso, nada nuevo ocurriría; tan solo se pondría de manifiesto lo que ya venía ocurriendo desde antes de los comicios: que la revolución ni estaba ni se la esperaba.

Quinto. Nuestros contradictores consideran muy importante, a efectos de que la política marche como es debido, que los gobernantes tengan un claro «perfil técnico»; si por tal se entiende cierta experiencia empírico-coyuntural más o menos concreta e inmediata, contestamos que su comprensión de las cosas se derrumbaría con la primera modificación tecnológica y estructural de hondo calado; si, en cambio, se refieren ante todo a una robusta cualificación de tipo científico-técnico (o jurídico-político), entonces respondemos que «de acuerdo», pero nos apresuramos a aclarar que, por un lado, tal preparación es eminentemente abstracta y teórica (en contra del espíritu práctico y para-nada-teórico que nuestros contradictores atribuyen a sus «técnicos»), y, por otro lado, la mencionada cualificación no podría en modo alguno desatender el esencial ligamen entre el concepto moderno de «la ciencia» y el concepto moderno de «el derecho», o, dicho de otro modo, no bastaría con desarrollar, respectivamente, destreza jurídica y destreza físico-matemática, sino que sería preciso comprender en qué sentido y por qué la exhaustiva racionalización de lo uno es a la vez el radical cumplimiento de lo otro, comprensión que pertenece ya no a uno u otro ámbito discursivo, sino al «metadiscurso» que es la filosofía.

Sexto. Tocamos ahora la relación entre «teoría» y «praxis». Que lo que es empiece a verse como es exige que no se esté simple y naturalmente instalado en el tránsito de las cosas que son. De otro modo: al discernimiento pertenece algún tipo de ruptura. Hablamos de «ver» y de «visión» por cuanto el theorós (aquel que se dedica a la theoría) es precisamente «el que ve». Pongamos un ejemplo tan tosco como diáfano: uno empieza a darse cuenta de lo que supone tener riñones cuando estos empiezan a fallarle; para «ver» (en el sentido de «atender a», «tematizar», etc.) «mis» riñones es preciso que ya no pueda contar alegremente con ellos, que «mis» funciones renales dejen de estar obviamente aseguradas, etc. Valga lo que acaba de decirse, al menos a título provisional, para entender por qué la «teoría» no significa otra cosa que el «ver con claridad», y que la claridad del «ver» es paradójicamente crepuscular, pues llega cuando el suelo y sus certezas están empezando a perderse, o, si se prefiere decirlo así: ver qué es aquello que uno siempre ya hace comporta algún tipo de renuencia a integrarse simple y llanamente en ello; comporta estar en cierta manera «fuera de sí», mientras que estar totalmente en aquello que uno hace es efectivamente hacerlo y, por lo mismo, no preguntarse en qué consiste, en cuanto tal, el «hacer» de lo que uno siempre ya está haciendo. Esto apunta, entre otras cosas, a que entre «teoría» y «acción» se establece un vínculo que no es meramente advenido o exógeno. En particular: si «teoría» es lo que hemos dicho que es, entonces actuar prescindiendo de ella es no otra cosa que «andar a ciegas», no saber lo que se hace y, por tanto, moverse según los intereses del poder. Ver qué demonios está pasando (o sea, dedicarse a la teoría) es imprescindible para evitar la trivial desorientación de quien simplemente hace lo que se hace (o lo que le dicen que haga); sin duda, la mejor manera de que la teoría no sirva para nada es empecinarse en que sirva para aprobar mañana mismo los presupuestos generales del Estado. En efecto, la teoría es tanto más teoría cuanto más se hace depender única y exclusivamente de su propia consistencia interna; solo ateniéndose firmemente a ella puede ocurrir que algún día la acción presuntamente «en contra» no sea un mero seudónimo del poder establecido.

Séptimo. Nada de lo dicho hasta aquí nos induce a pensar que la alternativa inicialmente planteada haya «caído» o merezca un riguroso replanteamiento; al contrario, solo que, después de lo dicho, la opción ha resultado ser más grave (y menos superficial) de lo que por de pronto parecía: lo relevante a la hora de optar por lo uno o por lo otro no consiste en decidir si, de hecho, se introduce o no se introduce una papeleta en una urna de cristal, sino cobrar conciencia de que, se haga lo que en cada caso se haga, el único modo de no estar inopinadamente entregado a la pseudopolítica pasa por ser ejecutivamente fiel a las exigencias de ese tipo de distancia, ruptura o detención que aquí hemos llamado «teoría».

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