EDUCACION
8 de noviembre de 2020
Cuál “Pombero” que no dejaba divertirse a los jóvenes, hoy es el Covid que no los deja “estudiar presencialmente”.
Deconstruyendo el mito ancestral de los dueños de estas tierras, aún funcionaba para la niñez de quien suscribe, de que había que dormir la siesta (continuar en el espacio de la casa de los padres, y en el no control del sueño de estos, estar a sus lados)de lo contrario, el salir (de ese control, a la incertidumbre) al afuera, generaría la dañina aparición del pombero, que como un santo vindicativo, sancionaría el desapego de la norma prohibitiva del menor, llevándolo a otro lugar en donde no cometiera travesuras. En nuestra “adultez” el mito sigue funcionando a la perfección, la casa paterna es el estado, la provincia, o el municipio, el ámbito de la comunidad rectora, que se cobra bajo penalidad, a los que no cumplen con aceptar los mandatos emanados de la misma, el determinante de prohibirles pensar, que razonen bajos otros parámetros que no sean los establecidos por los pomberos, gordos y empoderados, con los falos o más largo o ancho del condado, que es lo simbólico del poder, del que impone condiciones, que bien podrían ser nuestros gobernantes. Cómo si fuese poco, irrumpió la pandemia que llevó a cabo lo imposible, el pasaje al acto, el imperativo categórico de quedarnos en casa, a cómo de lugar y pese a que a cada paso parecen irse levantando las restricciones, las únicas en estos lares, que no levantan tienen que ver con el derecho de estudiar presencialmente de niños, jóvenes y adolescentes.
La provincia ha determinado que posee desde su ámbito institucional (un instituto) hasta una sección de la legislatura, como terrenos propicios y generosos, para lo que fijan como “cultura”, sin hacer mella en que esto bien podría ser la distracción sabatina de la esposa de un senador, o la terapia para salir de las adicciones del amigo de un funcionario, que bien lo podrían ser, sobre todo si evitan muertes evitables (que terrible oxímoron esta frase conceptual que sobra en los medios de comunicación) de quiénes en sobredosis decidan saltar del puente o cometan accidentes de tránsito que le hagan pensar a nuestros legisladores de la necesidad de contar con un instituto de traumatología, pero que no necesariamente debe agotarse en estos favores o en estos ropajes (siempre está bien visto en este tipo de sociedades que habitamos el “publicar” un libro o poemario, por más zonceras que se garabateen en el interior de los mismos) que se conceden a los amigos y entenados del poder.
Sí no fuese por la buena voluntad del antológico dueño del bar donde escribió José Hernández tendríamos a media docena de hombres y mujeres mayores, ya muertos, ya extintos, ya olvidados, que no por casualidad llevan el mote de dinosaurios. No se trata de rendirles homenaje (ya se los rindieron por otra parte, una plaqueta con una foto para sacarles rédito político…) sino de publicarles sus textos, de brindarles espacios para que den charlas, conferencias. No se les puede pagar, a estos hacedores de la cultura con un café, o con la edición de un tríptico que ellos transforman en arte, se precisa que la cultura esté presente en esa mesa, no como un favor a unos pobres viejos (que así son entendidos por este poder que los ve como plausibles de ser beneficiados por una mención) sino como una política de estado.
Y no se trata de nombres, que de hecho abundan, nos hablan los cuerpos muertos y mutilados por la indiferencia con la que actúa este pombero censurador, sobre Francisco de Madariaga y Oscar Portela. ¿Cómo puede ser que no se recopilen y editen las obras completas de ambos, que no se cite a quiénes se nutrieron de sus obras para hacer interpretaciones de las mismas?. Es el pombero que no los ha perdonado, que los emperno con su falo poderoso, que los hizo putos, locos, marginales, adictos, hijos de puta.
Es el Pombero que no los deja salir de ese bar, que no quieren que crucen esos metros que los separa del lugar del poder, en donde con el rictus de una supuesta seriedad, se decide sobre el federalismo y tantos eufemismos que en verdad ocultan la sencillez de gobernar, una provincia o un municipio, con una libreta de almacenero o con un programita de pc para contadores.
No salir de la casa (como el cultor de la frase y de la “filosofía correntina” de que Latinoamérica comienza en corrientes) o del bar, es el imperativo categórico que baja desde la cima del poder, debemos esperar allí, agonizantes, quietitos, calladitos (como ese concepto de educación del alumno frente al maestro con el puntero) que el poder, a través de sus prohombres, nos tire una migaja, nos conceda por el don de la lástima (cristiana obviamente) o por la conveniencia política (feria del libro, día del periodista, etc) de que se saquen una foto con los que hablamos y escribimos boludeces, a decir de ellos.
Es más si alguien que decida pasar del pasaje al acto, y rememorando a Nerón decidiera la quema de los libros (pues funciona una biblioteca en el bar que sirve de metáfora como el hogar de los padres que amenazan a los infantes para que no salgan de la misma y del control de la siesta, mediante la figura del pombero) no se perdería nada, o mejor dicho ganaría mucho más ese pombero del poder, saldrían las crónicas en los diarios regados de pauta, los funcionarios “dando” los subsidios para una reconstrucción inmediata y la consabida penalidad para el o los locos pirómanos.
Pero nadie hace eso, porque por más que parezcan, esos libros no están, se los robó el pombero del poder, el mismo que se extasía, mirando a quiénes no permite salir, a los que los tiene secuestrados, esperando, astuta y perversamente, que mueran, que se pudran en sus pensamientos para llevarlos luego al monte del olvido a ese no lugar en donde reina el no pensamiento.
Cuando aquellos que se dedican a la cultura, se den cuenta que el pombero del poder, como el otro, no existe, y que pueden cruzar cuantas cuadras quieran, la provincia será otra y allí sí el pabellón de la historia les tendrá asignado un lugar cincelado con letras de molde sobreimpresas en bronce y estaño.
La presencialidad de la educación no debe ser debatida en cuanto a la contingencia sanitaria. Debiera ser interpelada en su contenido y de lo que promueva. Textos e interpretación de los mismos, pensamientos y cuestión, tendrían que ser las voces que lleven delante los educadores, y de tal manera, lo otro, la forma, la formalidad, tendrá su lugar de siempre, lo sucedáneo, lo que puede ser cambiado o cambiarse.
Sí la educación no hace pensar, ni reflexionar, de nada valdría que recuperara más temprano que tarde su rol de guarderías en donde se depositen a los futuros ciudadanos automatizados y numerados en serie para que construyan sin sus vidas, sin pensar ni sentir, sino simplemente replicar nociones ajenas, al infinito, como la espiritualidad y la razón de ser de los virus.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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