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  • 20º

FILOSOFíA

19 de septiembre de 2020

La muerte: la única certeza. Ana de Lacalle

El humano es un ser que se desliza entre dos límites: el nacimiento y la muerte. El intervalo de tiempo entre uno y otro constituye la existencia, que no vamos a problematizar como certera, porque de eso se ocupó suficientemente Descartes con más o menos pericia.

Respecto del nacimiento, el primer límite mencionado, es algo que nos sucede sin que nada podamos hacer, con un ingrediente de arbitrariedad, fruto de la genética que me genera a mí, y no a otro. Es decir, quien quiera que yo sea, solo he sido posible por una confluencia de factores que van desde el material genético de mis progenitores hasta el mismísimo momento de la fecundación.

El humano es un ser que se desliza entre dos límites: el nacimiento y la muerte. El intervalo de tiempo entre uno y otro constituye la existencia, que no vamos a problematizar como certera, porque de eso se ocupó suficientemente Descartes con más o menos pericia.

Respecto del nacimiento, el primer límite mencionado, es algo que nos sucede sin que nada podamos hacer, con un ingrediente de arbitrariedad, fruto de la genética que me genera a mí, y no a otro. Es decir, quien quiera que yo sea, solo he sido posible por una confluencia de factores que van desde el material genético de mis progenitores hasta el mismísimo momento de la fecundación.

De esta forma, dado que, contra el hecho de haber nacido, nada podemos hacer, ahora nos vemos abocados a manejar el inconveniente de haber nacido, parafraseando a Cioran. Y ese forcejeo con la existencia está trágicamente vinculado a la certeza de la muerte. Profundizando más:

La existencia es un tiempo finito, según nuestra constatación empírica como especie, y de ahí, fundamentalmente, un contenido punzante de nuestra conciencia. Esta finitud -e implícitamente su certeza- dada por la evidencia del nacer y el morir, sus límites empíricos, genera la necesidad de un sentido, un fin, un propósito que nos permita sobrellevar la existencia. ¿Por qué usamos el término sobrellevar como si de un lastre, una carga o una condena se tratase?

De hecho, no han sido pocos los filósofos que durante el S.XIX y XX han percibido como propios de la condición humana el dolor y el sufrimiento que conlleva existir, estando presentes con más intensidad que su contrario, el placer, o, para algunos, la felicidad. Cabe asimismo explicitar que esta concepción del existir ya la hallamos al menos durante la Grecia Clásica y la Helenística.

Conocido es el pensamiento de Epicuro, durante la época helenística, que consideraba que la felicidad consiste en el placer, pero —y esto es fundamental, ya que de una lectura nada rigurosa se ha engendrado cierto malentendido sobre lo que es el Hedonismo y el uso peyorativo que de él se hace hoy— el placer, para Epicuro, no es más que la ausencia de dolor (estado de ATARAXIA) con lo que la vida epicúrea consiste en un modelo orientado a evitar el dolor, y no en una desaforada búsqueda del placer inmediato. Fuentes de dolor son los placeres corporales desmedidos, el exceso de necesidades superfluas y el no llevar, en definitiva, una vida austera en compañía, en una comunidad de amigos (el Jardín de Epicuro).

De lo dicho, hay que entender que para Epicuro los placeres más elevados son sin duda alguna los del espíritu, ya que son además los más perdurables. El hombre posee una capacidad limitada de experimentar placeres sensitivos y, una vez traspasado ese umbral, o no siente nada o empieza a sentir dolor; por ejemplo, un empacho.

 Junto con este intento de repensar la existencia humana, Epicuro se propone amortiguar las principales fuentes de dolor y angustia entre sus contemporáneos, y según declara él mismo (Cartas a Meneceo) una de las mayores fuentes de sufrimiento es el miedo a la muerte.

Con esta voluntad sosegadora, argumenta que la muerte no puede causar angustia, porque cuando nosotros estamos ella no está, ya que estamos vivos, y, cuando ella está, nosotros no estamos, ya que estamos muertos. El argumento es ciertamente capcioso.

En primer lugar, porque el hecho de que la muerte no está cuando nosotros estamos solo puede interpretarse como falta de realización de esta, como no efectividad de la muerte, pero no como falta de conciencia de ese acontecimiento inexorable, con lo que el miedo o la angustia seguiría presente como idea o contenido mental.

La segunda parte argumentativa, que reza que cuando ella está nosotros no estamos, ya que estamos muertos,  solo puede ser leída como un no estar corporalmente animados, tal y como nos hemos percibido hasta ahora, pero nada sabemos sobre ese límite finito que denominamos muerte, más allá del propio acto de morir, con lo que la preocupación por si hay algo tras la muerte, y si ese algo es peor o mejor que la existencia misma, sigue tremendamente vívida.

Es decir, Epicuro intenta que sus coetáneos prescindan del temor a la finitud de la que hemos mencionado tener certeza, a la muerte segura, y al tránsito del estar vivos al morir, ese fino hilo que parece deslindar vida y muerte. O sea, pretende disuadirlos de que angustiarse por la muerte, en el fondo, es una inutilidad.

Me he referido a Epicuro por dos razones:

  • Primero, porque es un ejemplo temprano en nuestra cultura de una concepción de la existencia como lucha o forcejeo contra el dolor.
  • Y, segundo, porque constata explícitamente que la conciencia de la muerte es una certeza angustiante.

Llegados a este punto, podemos formular el problema en los siguientes términos:

Existir implica sufrimiento y dolor, porque la certeza de la muerte convierte, de facto, la existencia en algo problemático. La muerte se revela como el auténtico Acontecimiento, entendido este como lo que tiene lugar por sí mismo y de forma inexorable. Nada podemos hacer, sino aceptar nuestra finitud y repensarnos como seres con la conciencia de estar un tiempo delimitado existiendo.

 

Rebuscando el origen moderno de esta concepción de lo humano, encontramos que uno de los primeros pensadores que supone un punto de inflexión respecto del optimismo ilustrado es, sin duda, Voltaire, quien, partiendo de una visión benévola, desembocó, a consecuencia del terremoto de Lisboa, en un pesimismo que destacó la arbitrariedad del mal, las desgracias y la muerte que continuamente asolan la existencia humana.

Posteriormente, para Schopenhauer, que está considerado el filósofo pesimista por antonomasia, fruto de su visión de los humanos, su existencia y la muerte, “la ausencia de toda meta y de cualquier límite es esencial a la voluntad en sí, que es un anhelo infinito” (El mundo como voluntad y representación), es decir, la falta de propósito o sentido de la existencia viene dada porque nuestra voluntad, la facultad de querer, anhela infinitamente aquello insondable, inalcanzable e inefable; es un deseo condenado a la no satisfacción. Y, siendo esta voluntad el motor de la existencia, la vida se convierte en un tránsito pleno de frustración, de dolor y sufrimiento.

En la medida en que la voluntad o el querer son insatisfacción de lo anhelado, vivir deviene en esencia sufrir, y como no podemos dejar de querer, porque es esa voluntad la que nos impulsa, la que nos mueve como seres vivos, toda vida es esencialmente dolor.

El mundo es el infierno y los humanos se convierten en almas atormentadas y diablos atormentados, que, como seres vivos arrojados a ese anhelo infinito, luchan por mantener su existencia, empujados a ello.

De aquí se deriva un gran esfuerzo: aligerar el peso de la vida, hacerla insensible, matar el tiempo —que es tal vez una forma sutil de matarnos a nosotros mismos, pues somos tránsito finito, tiempo— y huir del fastidio.

Cada uno sobrelleva en el mundo la pena de su existencia, y cada uno lo hace a su modo. La opción que Schopenhauer concibe como la auténtica es la vida ascética, en cuanto que esta eleva la vida intelectual por encima de la mediocridad mundana, nos distancia del mundo y nos aleja de los bienes y deseos cumplidos, que no son más que paliativos de la enfermedad de la voluntad. Posibilita la autosupresión y negación de la voluntad, la verdadera ausencia de todo querer, la nada. Eso es lo único que calma el apremio de la voluntad y que nos proporciona una satisfacción imperturbable. La negación de la voluntad es la única cura. La nada es el término final del ascetismo. Lo que queda tras suprimir la voluntad es esa nada. Una vez desarrollado el camino del ascetismo, la persona que reconoce que no es nada deja de tener interés en su existencia individual, pues ya no tiene ansia ni voluntad. Entonces ya no teme convertirse en nada con la muerte.

Pero esto no es equivalente al suicidio. Por el contrario, Schopenhauer entiende que el suicida es el que no puede dejar de querer con tal intensidad que la frustración de no conseguir lo que quiere, ese anhelo infinito, le produce tal dolor que por insoportable se destruye a sí mismo, aunque este acto de autoaniquilación no sea más, en realidad, que una afirmación del querer vivir: quiere vivir y el padecimiento de ese vivir le lleva a la autolisis, mientras que el asceta ha neutralizado esa voluntad de vivir, y eso le da sosiego y paz.

Este pesimismo, que no descarta ciertos momentos de disfrute, está trazado por una doble condena: la de existir como voluntad insaciable, considerando que tal vez no debería haber seres como los humanos y que ese tipo de existencia es como un castigo; y la de una muerte que sobreviene a su antojo y que solo un reducido y selecto grupo de genios puede recibir con alegría, al haber negado esa voluntad que otrora los condenaba a la insatisfacción y el dolor.

Por el contrario, Mainländer sostiene que, al ser la vida dolor y sufrimiento insostenibles, el único acto de auténtica liberación es acabar con ella, es decir: el suicidio es el acto natural inscrito en la misma condición humana, ya que somos resultado de la desintegración del mismo Dios que eligió el no-ser por hastío, por el tedio de ser inmutable eternamente; nosotros, como partículas disgregadas de ese Dios, tendemos a la desaparición, a disiparnos. Anticipar la muerte no es más que elegir lo inevitable, cuando el padecimiento, el tedio y la nada nos hacen insostenible la vida. Coherente con esta perspectiva, se suicidó a los 34 años.

 

Ahora bien, es ineludible puntualizar que los dos autores precedentes no están refiriéndose a lo que podríamos denominar el humano “normal” o “medio”, por usar términos que no tengan excesiva connotación desdeñosa, sino a los que han cultivado su intelecto, los que han visto, los que no se han dejado cegar y han indagado y profundizado en la búsqueda de respuestas respecto a la tensión e imbricación del binomio existencia-muerte.

Subyace aquí la metáfora de la luz como verdad y la oscuridad como ignorancia que ha sido recurrente a lo largo de la historia de la Filosofía.

Aquí lo que nos proponemos destacar es que, aunque todos nos enfrentaremos tarde o temprano a la muerte, solo algunos han realizado una incursión reflexiva y profunda sobre la cuestión. Seguramente porque se han sentido impelidos irremediablemente. Pero es cierto que una vez que un sujeto ha creído ver, captar lo relevante, esa incursión no tiene vuelta atrás, porque ya no podemos vivir como si no hubiéramos visto.

Ahora bien, sin ser tan radicales como Mainländer, podríamos percibir la muerte como una suerte de posibilidad que alivia el dolor de vivir. Decía Cioran que

Si la muerte no fuese algo así como una solución, no hay duda de que los vivos hubieran encontrado la manera de eludirla(Desgarradura).

Es decir, la muerte se eleva como el faro luminoso que nos recuerda que hay salida y nos auxilia en nuestra lucha por permanecer existiendo, aunque nunca vayamos a actualizar lo que eufemísticamente se ha denominado la muerte voluntaria. Basta tal vez percibirla como un estado de perfección, como la calificaba Cioran (y creo que esta fue su única impulsión optimista), al alcance de cualquier mortal.

De hecho, la idea de que quien pone fin a su existencia es un débil es negada por Cioran cuando expresa que los únicos hombres que despiertan su admiración son los locos (los que, habiendo visto lo fundamental, son incomprendidos) y los capaces de suicidarse.

 

En síntesis y para acabar:

La díada existencia-muerte no es en absoluto una dialéctica incesante, sino un monólogo del existente que, lidiando con su condición de ser asediado por el dolor y el sufrimiento, debe adoptar una actitud ante su naturaleza finita. La muerte es en consecuencia EL ACONTECIMIENTO, porque aparece como lo relevante, lo certero, que no podemos eludir en el momento de plantearnos nuestra existencia. De ahí que la necesidad de dotar de sentido a este intervalo de tiempo sea universal, quizás el único universal. Y dar un significado no exige necesariamente percibirnos como seres que trascenderemos la muerte, sino acaso aceptar el sinsentido de una existencia que podemos querer sostener o no, pero ante la cual estamos urgidos a darnos una respuesta a nosotros mismos: existir como un arte, o darnos muerte como la única redención posible.

 

Termino esta reflexión con unas palabras de Freud, quien califica la muerte como TABÚ en la cultura occidental, que, como lo prohibido o aquello de lo que no debe hablarse, evidencia los temores y miedos que ese acontecimiento hace surgir en la mente humana. El fragmento perteneciente a su ensayo “Guerra y muerte” dice:

“¿No sería mejor dejar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que por derecho le corresponde, y sacar a relucir un poco más nuestra actitud inconsciente hacia ella, que hasta el presente hemos sofocado con tanto cuidado? No parece esto una gran conquista; más bien sería un retroceso en muchos aspectos, una regresión, pero tiene la ventaja de dejar, más espacio a la veracidad y hacer que de nuevo la vida nos resulte soportable. Y soportar la vida sigue siendo el primer deber de todo ser vivo.”

Y a continuación invita a recordar el viejo apotegma: si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra. Y añade que sería tiempo de modificarlo: si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.

 

 

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