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ACTUALIDAD

17 de febrero de 2018

El dice qué: sobre la democracia.

¿Es mejor una democracia en la que todos participemos de las decisiones públicas o es preferible que solo lo hagan unas élites preparadas?

Esta tensión, antigua como la democracia misma, es fuente de inagotables controversias. Simplificando mucho, hay dos escuelas que ofrecen perspectivas opuestas sobre esta cuestión. La primera es la partidaria de la democracia participativa o republicana. El leit motiv fundamental de esta escuela es que la ciudadanía debe implicarse en las decisiones políticas. La virtud cívica se convierte en el combustible que hace posible la vida en sociedad, siendo la ciudadanía la protagonista activa de lo que ocurre en la polis. Aquí es donde entran las ideas de Skinner, Pocock o Philip Pettit.  La segunda de las grandes familias es la denominada elitista, la cual considera que la democracia es un régimen que debe quedar esencialmente en manos de unos pocos, a ser posible los mejores. La participación política no es un bien en sí mismo pero este sistema permite, al menos, que la gente pueda dedicarse a sus asuntos. Entre los defensores de esta idea estaban Pareto, Mosca o Joseph A. Schumpeterel cual enunció la teoría elitista más acabada e inequívocamente democrática.

Schumpeter (1883-1950) fue un conocido economista y académico. Nacido en Trest (República Checa), fue ministro de economía de Austria tras la Primera Guerra Mundial y, tras emigrar en 1932 a los EE. UU., profesor en Harvard hasta su muerte. Intelectual e investigador prolífico, muchas de sus contribuciones a la economía (como el estudio de los ciclos económicos, el concepto de destrucción creativa o el estudio de la innovación empresarial en el capitalismo) todavía tienen impacto. Una de sus aportaciones más interesantes de discutir es su idea de la democracia, muy marcada por su experiencia personal en el periodo de entreguerras. Una noción que, de hecho, sigue teniendo gran influencia en el debate contemporáneo.

La muerte del interés general

Schumpeter, en sus obras, partía de una distinción clara entre lo él llamaba la teoría clásica de la democracia y la suya propia. La primera, dominante en el siglo XVIII, la caracterizó como un método de generar decisiones políticas a partir del bien común y la voluntad popular. Según desarrolló en sus textos, el método democrático clásico es concebido como aquel sistema institucional que crea decisiones políticas ajustadas al bien común. Se deja al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante la elección de los representantes que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad.

Sin embargo, Schumpeter consideraba que esta visión era engañosa por una razón: la idea de bien común es inaceptable en democracia. El economista consideraba que las personas no solo tienen distintas preferencias sino que también distintos valores. Los individuos y los grupos rara vez comparten los mismos objetivos. Pero más aún, incluso aunque lo hagan, puede haber profundas discrepancias acerca del medio apropiado para conseguirlos. No existe congruencia universal ni en medios ni en fines. Por eso Schumpeter argumentó que en las sociedades modernas, tan económica y culturalmente complejas, siempre habrá interpretaciones distintas del bien común. Existen desavenencias en cuestiones de principio las cuales no pueden resolverse apelando a una voluntad general universal.

Por otro lado, consideraba que la idea de bien común implicaba que las personas podían llegar a un acuerdo gracias a un argumento racional. Nada más lejos de la realidad. A su modo de ver, los individuos mantienen profundas divergencias sobre cuáles son los valores más relevantes. Por ello Schumpeter, al igual que Max Weber, opinaba que estas diferencias no pueden salvarse mediante la argumentación. Existen diferencias irreductibles entre concepciones rivales sobre la vida y la sociedad. De hecho, el economista insiste en que subestimar estas diferencias sería muy peligroso por su deriva totalitaria. Si asumimos la existencia de un bien común y afirmamos que es producto de la racionalidad, entonces estamos a un paso de rechazar toda discrepancia por sectaria e irracional. Unos adversarios sectarios e irracionales que podrían ser legítimamente marginados o ignorados, incluso reprimidos por su propio bien.

Pero además, aunque el bien común pudiera definirse de forma satisfactoria, no por ello se resolverían los problemas particulares. ¿Cómo conciliar la voluntad general con la voluntad individual? El interés de los individuos normalmente no es claro y definido. Para él los individuos no tienen en cuenta las circunstancias generales y las consecuencias de determinados cursos de acción política. Basándose en las teorías de psicólogos de masas y en los éxitos de la publicidad cambiando preferencias de los consumidores, sostenía enérgicamente que la voluntad general a menudo está manipulada desde arriba. Por consiguiente, si los problemas relacionados con los destinos del pueblo no son planteados ni resueltos por el pueblo, sino por otras instancias, ello debe hacerse patente. Eso es lo que intenta hacer con su teoría de democracia elitista.

La democracia de las élites

Dada la inexistencia de este interés general, Schumpeter define al método democrático como aquel sistema basado en la lucha competitiva por el voto de los ciudadanos, del cual emergen las decisiones políticas. Según Schumpeter esta nueva visión de la democracia es mucho más realista. Esta concepción permite establecer una analogía entre la competencia por el liderazgo y la competencia económica, refleja la relación entre democracia y libertad individual —dado que la competición presupone libertad de expresión y de prensa — y señala un criterio de distinción entre gobiernos democráticos y autoritarios. Además, evita el problema de igualar la voluntad del pueblo con la voluntad de una mayoría de personas. Reconoce que el electorado tiene tanto la función de crear un gobierno como la de despedirlo, pero reduce a esto todo el control que pueda tener sobre ellos.

Schumpeter creía que su visión de la democracia tenía implicaciones prácticas. Los partidos políticos no debían entenderse como grupos persiguiendo el bienestar público inspirados por sus ideologías, sino como mecanismos para articular la competencia política. La estabilidad de la democracia dependería de tener buenos líderes, probablemente una élite de expertos profesionales, los cuales deberían ocuparse de unas pocas materias y estar asistidos por una burocracia estable y bien cualificada. Por su parte, el electorado no debería interferir en las decisiones de los líderes electos ni darles instrucciones. La democracia significa tan solo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar a los hombres que han de gobernarle, pero no más. Dada esta división de tareas el «elitismo competitivo» de Schumpeter sería el el modelo de democracia más factible y apropiado.

Como crítico de los totalitarismos de la época, el economista austro-americano insistió en que los amantes de la democracia debían lim­piar su credo de los supuestos imaginarios de la doc­trina clásica. Por encima de todo, debían desterrar la idea de que el pueblo tiene opiniones concluyentes y racionales sobre todas las cuestiones políticas. Nada de plantear que solo pueden hacerse efectivas esas opiniones actuando directamente o eligiendo representan­tes que llevarán a cabo su voluntad. El régimen democrático no es más que un método político en el que el pue­blo, como elector, opta periódicamente entre equipos posibles de líderes.

Los empresarios políticos

Su aproximación concebía el comportamiento de los políticos de forma análoga a las empresas compitiendo por clientes. Las riendas del gobierno pertenecen a los que dominan el mercado. Eso sí, al igual que el poder de los clientes está limitado a lo que les ofrece el fabricante, los votan­tes no definen las cuestiones políticas centrales del día ni tienen una capacidad ilimitada de elección. A quién terminan eligiendo depende de las iniciativas de los candidatos que se presentan y de las po­derosas fuerzas que hay detrás de esas candidaturas. Para Schumpeter el hecho de que los partidos estén nominalmente ligados a unos valores ideológicos no es central. La explicación de por qué todos los gobiernos terminan haciendo políticas similares radica en que, después de todo, los partidos no son más que máquinas ideadas con el fin de ganar la lucha competitiva por el poder. Solo esto último les interesa.

En consecuencia, los partidos son la respuesta al hecho de que la masa electoral solo es capaz de actuar de forma cruenta. Los partidos son un intento de regular la competencia políti­ca, exactamente igual que pasaría con una aso­ciación de comerciantes. Son como empresas que ponen orden en la provisión de bienes y servicios. De ahí que para él las técnicas de sugestión psicológica, la propaganda, los eslóganes y las melodías características de las organizaciones no sean complementos accesorios. Para él son la esencia misma de la política partidista. Al igual que lo es el jefe político, que proporciona orden y la capacidad de gobernar la complejidad.

Eso sí, deben quedar bien claros los roles de líderes y votantes. Los elec­tores no solo deben abstenerse de tratar de instruir a sus represen­tantes acerca de lo que deben hacer, sino que deben desistir de cualquier intento de influir en su opinión. ¡Hasta llegó a pedir que se acabara por ley con la práctica de bombardear a los representantes con cartas y telegramas! La única forma de participación política abierta a los ciudadanos en la teoría de Schumpeter es la discusión y el voto ocasional.

Democracia, libertad y socialismo

En sus obras, Schumpeter señala que la democracia puede ser un campo abonado para la ineficiencia. Entre otras cosas por lo mismo con lo que él la caracteriza; la lucha incesante por la ventaja política y la toma de decisiones basadas en los intereses a corto plazo de los polí­ticos. Sin embargo, considera que los problemas pueden minimizarse si se cumplen determinadas condiciones.

La primera de ellas es disponer de unos políticos de gran capacidad, de gran cualificación. La segunda, que la competencia entre los líderes rivales (y los partidos) tenga lugar dentro de un abanico de cuestiones relativamente restringido. Insiste en que debe haber consenso sobre la di­rección general de la política nacional, sobre qué es un programa razonable y sobre los asuntos constitucionales básicos. La tercera es que haya una burocracia independiente bien formada, de buena reputación y tradición, para ayudar a los políticos en todos los aspectos de la administración. Y por último, la presencia de cierto autocontrol democrático, con el compromiso de no caer en la crítica excesiva al gobierno o un comportamiento impredecible y violento.

La democracia tiene muchas probabilidades de derrumbarse cuando los intereses y las ideologías se defienden tan firmemente que las perso­nas no estén dispuestas a comprometerse con ella como procedimiento. Un punto que para Schumpeter señala el fin de la política democrática. De ahí que una de sus preocupaciones más recurrentes sea  la relación entre democracia y li­bertad. Si entendemos por esta última la existencia de libertades individuales, entonces precisa que todo el mundo sea, en principio, libre para competir por el liderazgo. Algo que a juicio de Schumpeter permite demostrar que la democracia puede ser compatible tanto con un sistema capitalista como con uno socialista. Eso sí, siempre y cuando la concepción de la política no se es­tire en exceso.

En una economía capitalista es difícil que ocurra esto último porque la economía se considera fuera de la esfera di­recta de la política, lejos de la actividad gubernamental. Es un esquema fundamentalmente liberal. Sin embargo, Schumpeter señala que el modelo socialista tiene más peligros. Este modelo, al carecer de una restric­ción decisiva del ámbito de la política, deja abiertos todos los frentes a la intervención gubernamental. De ahí que defienda que la democracia y el socialismo tan solo pueden ser compatibles si a la primera se la entiende como elitismo competitivo, separando claramente la política de las cuestiones técnicas. Schumpeter afirmaba que no se podía determinar por adelantado si una democracia socialista podría funcionar adecuadamente a largo plazo. Pero de una cosa estaba absolutamente seguro: las ideas que conforman la doctrina clásica de la democracia jamás podrían hacerse realidad, por lo que un socialismo futuro no tendrá ninguna relación con ellas. Y en eso tuvo razón.

Críticas a la visión elitista de la democracia

La teoría de la democracia de Schumpeter señala muchas carac­terísticas reconocibles en las democracias liberales de Occidente. La lucha competitiva por el poder entre los par­tidos, el importante papel de las burocracias, la relevancia del liderazgo político, la política moderna basada en el marketing, la forma en que los votantes están sujetos a una avalancha constante de información política y cómo muchos votantes, a pe­sar de ello, permanecen pobremente informados sobre las cuestiones políticas. Muchas de estas ideas pasaron a ser centrales en la ciencia social de los años cincuenta y co­mienzos de los sesenta, justo los años de florecimiento de la ciencia política.

Sin embargo, a mi juicio, un punto débil de la teoría de Schumpeter es su equivocación entre lo que es y de lo que debería ser. Es decir, asume que la evidencia so­bre las democracias contemporáneas puede tomarse como la base para refutar los ideales normativos que encierran los modelos clásicos; los ideales de igualdad política y participativa. Por supuesto avanzar en la constatación empírica de que algunas de estas ideas son irrealizables sigue siendo algo fundamental, ya sea porque no es humanamente posible alcanzarlas, porque conllevan cataclis­mos masivos o porque encarnan fines contradictorios. Todas estas críticas a los modelos de democracia clásica me parecen necesarias.

El problema es que el ataque de Schumpeter es distinto. Lo que hizo fue definir la democracia en función de los regímenes que había en Occidente en el momento en que él escribía. Al hacer esto no proporciona una valoración de las teorías críticas, las cuales recha­zan explícitamente el statu quo y defienden un conjunto de alternativas posibles. Lo que hace es soslayarlas para defender el sistema imperante. El modelo del liderazgo competitivo no agota en ningún caso todas las opciones defendibles dentro de la teoría de la democracia. Schumpeter ni siquiera consideró, por ejemplo, la forma en la que se podrían combinar aspectos del mode­lo competitivo con esquemas más participativos.

Finalmente, quizá lo que más me chirría es su concepción del ser humano. Si consideramos al electorado in­capaz de establecer juicios razonables sobre política, ¿por qué sería capaz de discriminar en­tre líderes alternativos? ¿Cómo considerar adecuado el veredicto del electorado? Aunque su crítica a la voluntad general me parece certera, Schumpeter desliza la idea de que los ciudadanos no son agentes políticamente conscientes sino que son completamente «teledirigidos» por los mensajes mandados desde arriba. Esto está tan solo a un paso de pensar que lo que el pueblo necesita es ingenieros capaces de adoptar las decisiones técnicas correctas, ya que uno no sabría distinguir su interés por sí mismo. La antesala del argumento tecnocrático. Un argumento muy en boga últimamente y que agrieta un pilar básico de la política democrática; una ciudadanía plural con voluntad de gobernarse a sí misma.

 

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