Sábado 27 de Julio de 2024

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  • 20º

18 de mayo de 2024

El gobierno de los jueces o el poder judicial como sostén legítimo-legal de las democracias actuales.

Tras la lectura de un libro de Jeremy Waldron "Contra el gobierno de los jueces", recordé un artículo que plantea un aspecto nodal, coincidente con el afamado autor. Resulta propicio, intervenir aquellas palabras de años atrás, para dar cuenta que pensar es la dinámica de los conceptos y que comunicar, va más allá del hecho en sí mismo.

Afectado tal vez por la maldición de Casandra, la sacerdotisa griega que contaba con el don de la profecía, pero a quién no la quisieron o la supieron escuchar, lo que plantea Waldron, mediante el poder de su palabra asentada en el centro de los nichos de la razón validada, no deja de ser coincidente con lo que afirmaba desde la periferia en lo que esto se piensa. Tierra sobrepoblada de pobreza, marginalidad y opresión, que paradójicamente demuestra que lo imposible de pensar el mundo, no sólo que también es posible en el paroxismo de la nulidad o en el desierto de las razones, sino que se anticipa o preanuncia, lo que otros, dirán luego, amparados desde los centros del mundo, para ser congratulados y palmeados cómo grandes pensadores de la humanidad. 

 

La última ratio de nuestras democracias occidentales, no están a resguardo en el poder judicial, en todo caso, el poder judicial es la principal razón por las que aún, países con niveles escandalosos de pobreza y marginalidad, se mantienen en una legalidad-legitimidad-democrática, este principio, de injusticia, neta y abyecta, es la criminalidad más grande, que en nombre de la democracia, tres poderes del estado, con la principal responsabilidad del judicial, le perpetran a diario y en lo cotidiano al ciudadano, con la perversidad de hacerle creer que debe direccionar sus protestas al legislativo y ejecutivo, porque son los que supuestamente elige con su voto, cuando en verdad es al revés; al primer lugar que debe peticionar un ciudadano al  que su sistema de gobierno lo subyuga a niveles pauperizados de civilidad e inequidad, es al poder judicial y de acuerdo a lo que este dictamine, actuar en consecuencia.

 

Sí un conjunto de ciudadanos, en un grado significativo, le solicita al ámbito del poder judicial que corresponda, valiéndose de argumentos y pruebas (que abundan y sobreabundan, con respecto a todo lo que no cumple lo democrático en cuanto a lo que promete en palabra y norma) que declare, invalido, nulo de nulidad absoluta o ilegitimo, una asamblea de representantes, un parlamento, un congreso, sea por la corrupción manifiesta, obvia y probada de sus integrantes, por el incumplimiento de sus promesas electorales, por el arribo a tales lugares de representación por valores reprochables y antidemocráticos como el nepotismo, el amiguismo o la constitución de una cofradía o una asociación facciosa, rayano con lo ilícito, será el principal poder de los estados occidentales actuales los que tendrán que brindar una respuesta.

 

El contenido de la misma, será lo de menos. Habilitar la vía, conducir los reproches, las manifestaciones,  las protestas y los desacuerdos ciudadanos, al ámbito en donde se determina la validez o la invalidez de los actos republicanos, será el gran paso, el paso necesario. De lo contrario, y tal como está ocurriendo en algunos lugares, sobre todo de Latinoamérica, el supuesto avance, desde la lógica intra-poderes, del poder judicial, sobre otros poderes, como para sanearlos, en una suerte de gatopardismo (de que todo cambie para que nada cambie) no conducirá a nada que determine una real y necesaria mejora en la institucionalidad política. 

 

Sí nosotros, en cualquier aldea que se precie de republicana, pretendemos, realizar una modificación nodal, de raíz, sustancial al sistema político imperante, pretendiéndolo o ejecutándolo, por la vía de los poderes ejecutivos o legislativos, no lograremos más que fracasos, con diferentes gradaciones en cuánto a lo rotundo, intenso y colorido de los mismos (en el último lustro podemos acopiar en cantidades industriales desde las más comunes hasta las más exóticas experiencias que culminaron en el mismo muladar de la imposibilidad del cambio y con ello la resignación y la desesperanza en distintas partes del globo), ahora, sí nos aventuramos a transigir el sendero de exigirle las respuestas institucionales, al principal poder que sostiene los dos restantes, que en esa estratagema de la política se nos presentaban (escolar y académicamente se nos presentan así) como en un mismo nivel y en una misma línea, cuando en cambio, tanto el legislativo como el ejecutivo, son en verdad apéndices del poder real que está asentado y acendrado en un poder judicial, que no casualmente se nos muestra, ante la sociedad civil, como oculto, inaccesible o solamente necesario ante el conflicto, la realidad será, necesaria y formalmente diferente.

 

Las protestas ciudadanas, o la visibilidad de estos como el nuevo actor político del “drama democrático”, debieran estar orientadas en reclamar no tanto en aforos, espacios o plazas públicas, mucho menos en instituciones vinculadas a los poderes ejecutivos o legislativos, sino en los sitios en donde reposa el verdadero poder, performativo como constitutivo, el poder judicial. 

 

Thomas Hobbes dedica su obra “El leviatán” a “mi muy honorable amigo Mr. Francis Godolphin de Godolphin” hermano de quién dirá al finalizar el libro: “Yo he visto darse juntas la claridad del juicio y la exuberancia de la fantasía; la fortaleza de la razón y la elocuencia grácil; el valor en la guerra y el miedo a la ley. Y todas estas virtudes reunidas en grado eminente en un solo individuo. Tal fue mi más noble y honorable amigo Mr, Sidney Godolphin, el cuál sin odiar a ningún hombre y sin ser odiado por ninguno, fue, por desgracia, asesinado en los comienzos de nuestra última guerra civil, en una confrontación pública, víctima de una mano anónima e ignorante”. (Hobbes, T. “Leviatán: La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil.”. Alianza Editorial. Madrid. 1992. Pág., 540).

Sin duda, podemos avistar desde el lugar en el que está escribiendo, sitio que se encarga de hacerlo visible en cada uno de sus párrafos, en esa pretensión obsesiva de paz y seguridad para conseguir defensa de las propias inequidades que pueda cometer el hombre contra sí, en su condición de lobo del mismo hombre, tal atalaya es ni más ni menos donde anida la pretensión de justicia. Para ello no duda, en constituir todo un discurso sobre un gobierno civil y eclesiástico, tal como lo expresa al finalizar la obra, en donde las formas o los tipos, democracia y monarquía que menciona como opuestos, no son lo determinante ni lo primordial, sino, recalcamos, esta noción de que la administración de justicia, pertenece al ámbito de la cosa pública, como su monopolio de administración y sanción y sus diversos límites y alcances. 

 

El capítulo nodal de la obra (por la combinación de extensión, de conceptualización, de detalle y ordenamiento, que no ha sido reconocido o valorado como tal) es el que da en llamar “De las leyes civiles” (Capítulo 26) a las que considera un mandato, que emana de ese soberado, del cuál dirá después que no puede subdividirse en poderes, dado que terminarán confrontando entre sí. Esta noción clara de poder concentrado, en donde, se establece hasta las condiciones que debe tener un juez, no se hacen con otro fin u otra primordialidad que la de garantizar la paz y la seguridad entre los subiditos que acuerden subyugarse a este dios mortal, leviatán o estado judicial. 

 

La apelación al estado judío, como argumento histórico, en cuanto a la delegación por parte de Dios, a Moisés para que lo represente gobernando, es taxativa en cuanto a la acción de juzgar, una vez generada la condenada, son penalizados bajo la sanción de ser apedreados en lugar público, por el pueblo, siendo los testigos de la criminalidad quiénes arrojen las primeras piedras. 

 

Tampoco es casual, que muchos como extensos capítulos dedique al gobierno además de civil, eclesiástico, no sólo por sus cuestiones personales-familiares, o de época, que siempre vinculaban los aspectos filosóficos-sociológicos con lo teológico, sino por esta búsqueda de justicia, que desde lo religioso se brinda, al menos en los credos tratados por Hobbes, en un a posteriori de la experiencia mundana y que tal como lo afirma en su consecución del dios mortal, o leviatán, nuestro autor lo constituye en esta obra que es, insistimos, la construcción teórica de un estado judicial. 

Hobbes, sin pretenderlo, otorga a los actuales sistemas imperantes, la columna vertebral de las  formas de gobierno occidentales, que se sostienen en el eje, semi-oculto, de un poder judicial que supuestamente compensa o se interrelaciona, bajo una paradoja metodológica o instrumental de independencia, pero que en verdad, bajo esa lógica diabólico de hacernos creer que no existe, o que influye en grado mínimo en la constitución del poder real, pero que es en verdad el poder principal por antonomasia, animándonos a decir, que en verdad lo que tenemos, no es un estado de derecho, ni mucho menos un estado democrático, sino un estado judicial.

 

Waldron, parte de la base de una crítica aguda, a lo que considera el movimiento del constitucionalismo. Que es para el autor, ni más ni menos que una concepción ideologizada para limitar o restringir el accionar político. Sitúa para ello, conceptos como "control judicial" o "supremacía judicial", que darán por tierra, con un hipotético fallo de un máximo tribunal, constituido por una minoría privilegiada y no electa popularmente (jueces) a una ley tratada y votada por el legislativo, instada a su vez por un ejecutivo electo por el soberano, o incluso propuesto por este mismo mediante recursos de la democracia directa (iniciativas populares).

 

Enriquece su posición teórica, comparando los sistemas de Estados Unidos y de Gran Bretaña, que a diferencia de lo que ocurre en Francia, otorgan al judicial, el sitial de poder, y con ello analiza las tensiones que oscilan intra-poderes y que para nosotros, acríticamente o sin posibilidad de objeción, devienen en el "republicanismo", hegemónico, que se blinda mediante el barniz, cuando no brochazo de bleque, consagrado bajo la democraticidad. 

 

Que la última instancia de las tensiones republicanas y por ende democráticas, acabe en la mesa de roble o de nogal, de un alto tribunal, para que los que no han sido votados, voten por mayoría simple, sí una norma proveniente de las entrañas del pueblo mismo, del líder del ejecutivo, votado para gobernar, habiendo sido tratado en diferentes instancias en un parlamento, constituído por representante, que están allí por mandato popular, es para Waldron, como para quién esto escribe, la cabal muestra del gobierno de los jueces. O lo que expresábamos años antes que el autor citado, que la última ratio de las democracias, es el mojón del poder judicial, tal cómo ocurrió en Argentina, el 10 de septiembre de 1930, con la acordada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que se constituyó en la doctrina jurídico-legal de los gobiernos de facto, y que a casi 100 años de ello, apenas, y muy pocos, cómo en este caso, ponemos en evidencia, para desterrar, filosófica y conceptualmente que la acción política jamás debiera ser un asunto del judicial, al que además habría que repensarlo no necesariamente como poder, sino como una mera administración de lo que pueda considerarse justo.

 

 

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

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