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FILOSOFÍA

9 de septiembre de 2022

CAMINO A LA CIBERCRACIA por Gustavo Flores Quelopana

El hombre es la criatura más inventiva y curiosa por antonomasia. Es creador de cultura antes que de artefactos materiales. Y es creador de cultura porque es una oquedad ontológica, una carencia metafísica que lo separa de la naturaleza. Es la propia condición metafísica de su ser lo que lo lleva a crear cultura.

El punto de arranque del hombre es su condición de animal metafísico. Ese profundo desnivel entre lo óntico y lo ontológico en su propio ser, lo lleva hacia el disparador del ingenio. Fruto de su ingenio, gran capacidad de análisis y observación, es su propia humanización. Primeramente, que un homo faber es un homo sapiens y un homo ludens. Un animal simbólico, como afirma Cassirer. Pero es una criatura simbólica porque es un ser metafísico, en su ser finito se hace presente lo intemporal y lo eterno

Sus artefactos no lo caracterizan, sino su capacidad para crearse un mundo simbólico. Jugando, como lo resalta Huizinga, descubría e inventaba. Antes de un consumado cazador fue un experimentado recolector. Lo cual requería mucha paciencia y pensamiento. Su hominismo está unido a su humanización y es indesligable de la técnica. La técnica es resultado de su propia inventiva. Pero la técnica desde un inicio estuvo ligado a la vida. Técnica no sólo son los artefactos materiales, sino también los artefactos simbólicos. Incluso las técnicas simbólicas precedieron a las técnicas materiales. Técnica, en una palabra, es la cultura y los instrumentos materiales. Concebirla como algo enfrentado a la vida es consecuencia de un largo proceso de alienación que se dio con la aparición de la civilización.

Con la civilización -o sea, hace cinco mil años aproximadamente- aparece la megamáquina de la monarquía divinizada, con su clase privilegiada, aparato sacerdotal y burocrático especializado, enorme fuerza laboral disciplinada, organizada y ordenada. Es la primera racionalización de la vida a gran escala social. Sólo así son posibles los Zigurat mesopotámicos, las pirámides egipcias, mayas, aztecas, mochicas, y las construcciones megalíticas incas. Es el comienzo de la alienación del hombre respecto a sus propias creaciones. Allí empieza la separación del artefacto respecto a la vida y su contraposición. La razón calculadora no alumbra en Grecia, como sostiene Heidegger, sino con el inicio de la civilización misma. Y es una potencia bifronte: constructora y destructora a la vez.

La megamáquina en nuestro tiempo tiene un nombre específico y se llama hiperimperialismo, es decir, dictadura de las megacorporaciones privadas a nivel global. La primera forma de esta dictadura fue el capitalismo neoliberal, hoy en crisis y en pleno hundimiento. Y su última novedosa mutación cobra la forma de capitalismo digital. El capitalismo digital comanda, direcciona el desarrollo de las tecnologías digitales y es responsable de sus avances como de sus amenazas para la evolución humana. En una palabra, la megamáquina de nuestro tiempo se denomina hiperimperialismo del capitalismo digital.

La megamáquina de nuestro tiempo conserva intacta la principal patología de la megamáquina que alumbró con la civilización hace cinco mil años, esto es, la patología del poder. Esta es una especie de paranoia prometeica que acompaña al hombre desde que la política se identificó con el poder y el Estado. El primero que llamó la atención en las sociedades de cazadores-recolectores sobre la existencia de política no identificada con el poder ni con Estado fue el antropólogo francés Pierre Clastres, en su magistral obra La sociedad contra el Estado. El punto es que desde que se operó dicha identificación con la civilización entre poder y política comenzaron a emerger las paranoias, neurosis y psicosis a gran escala. Freud en su obra El malestar en la cultura, habla de que la propia estructura libidinal condena al hombre al peligro de autodestrucción. El principal yerro del vienés es que concibe a Eros y Tánatos como eternos enemigos y ello lo conduce a una concepción hedonista de la felicidad. Su visión nihilista y desgarrada del hombre lo conduce a no distinguir entre cultura y civilización. En buena cuenta, y contra Freud, no es la cultura sino la civilización la que divorcia a Eros de Tánatos. Y prueba de ello es la vida armoniosa que llevan las personas en las comunidades primitivas que sobreviven hasta la actualidad.

Claro, nuestra discrepancia con Freud y el apunte de Clastres nos lleva a otro tema que excede el del presente libro, el cual es: ¿Es posible erigir una civilización no alienante, opresiva y represiva? Lo es, aunque superando los marcos de la civilización capitalista de la racionalidad burguesa.

En la megamáquina del mundo moderno, dicho poder político ya no es sagrado, sino secular, pero sigue siendo sacrificial -ya sea en el trabajo o en las guerras- y militar -el indetenible armamentismo mundial-. Desde la civilización las guerras y la carrera armamentista siguen siendo la fuente de los inventos. Si la contrapartida antigua fue el surgimiento de las religiones y filosofía para contener el aparato coercitivo de la megamáquina, hoy nos hemos quedado sin contrapartida al quedar el mundo posmoderno despoblado de certezas. Ni la ética ni el saber se muestran capaces de poner equilibrio en la balanza civilizatoria. En consecuencia, el camino apocalíptico queda expedito para el predominio absoluto de la razón técnica en manos de la razón burguesa.

Pero ¿por qué sería apocalíptico? Porque una civilización sin humanismo es una civilización degradante, que está impedida en cumplir con el principio de su propia salvación, a saber, la conversión de su enorme riqueza material en riqueza espiritual. Y con ello, tiene asegurada su franca decadencia, cuando no su inevitable extinción. Lo que la megamáquina de hoy se enfrenta es a un apocalipsis civilizatorio de una racionalidad particular y no abstracta, a saber, la razón burguesa de la civilización capitalista moderna. Ese es el tema neurálgico del presente libro.

El mundo actual se desliza insensiblemente hacia la Cibercracia -gobierno totalitario de las máquinas- del Ciberdeus –Inteligencia artificial ubicua, perfecta, omnipotente- y no nos damos cuenta. El hombre moderno no lo percibe porque está acostumbrado a la preminencia de las cosas sobre el ser. El reino de la información no deja de ser el reino de las cosas, esta vez de la cosa intangible, pero cosa, al fin y al cabo, y así prolonga la tiranía de los entes. La chatura inmanentista de la cosmovisión moderna ha llegado a tal punto de desarrollo con la inteligencia artificial, que el yo autónomo siente la tentación de dejar las riendas de la historia en manos de su creación “perfecta”, a saber, la inteligencia artificial.

El imperio lúdico del internet no nos permite darnos cuenta de la amenaza que cierne sobre la cabeza de la humanidad, pero marchamos silenciosamente hacia la abolición de la individualidad, la libertad y la democracia. Y la vía regia para llevarnos a ese pronóstico de pesadilla es el caleidoscópico capitalismo digital. Sería de lo más absurdo pensar que la presente obra resulta obscurantista y reaccionaria al criticar la cultura narcisista de la razón tecnológica moderna. No es así, porque una cosa es el capitalismo digital y otra la tecnología digital, la cual está siendo objeto de un uso perverso por la primera. Darnos cuenta de este detalle es importante para advertir los peligros que acechan a la persona humana y la creciente pérdida de sentido de la vida.

Mi primera obra sobre el tema de la inteligencia artificial data del 2017, Crítica de la razón cibernética, aunque fue precedida por una crítica de la razón cosificante de la razón técnica en mi libro Filosofía de la Tecnociencia (2012), y una reflexión sobre el estatus ontológico de la máquina en El Universo sin sombra o límites metafísicos de la ciencia (2010).

No obstante, la lectura especialmente de dos obras me devolvió al tema. Me refiero al abordaje neurocientífico de Nicholas Carr en ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Superficiales (2016), y a la perspectiva económico-filosófica de Jean-Paul Lafrance en Malestar en la civilización digital (2020). Lo que provocó que mis meditaciones se profundizaran en ms obras Miseria del capitalismo digital y de la tecnoutopía (2021) y en Ideas ante el capitalismo digital (2022).

Pero ahí no quedó la cosa porque nuevas reflexiones provocaron al llegar a mis manos el libro politológico de Shoshana Zuboff, La Era del Capitalismo de la Vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder (2019) y la obra informática de James Bridle, La nueva Edad Oscura. La tecnología y el fin del futuro (2020).

Con la primera discrepo en un punto que considero sustancial, a saber, llamar al capitalismo digital “capitalismo de la vigilancia” y no considerarlo totalitario sino “instrumentario” es descaminador por dos motivos. Primero, porque la vigilancia es un derivado de la capacidad holística de la tecnología computacional, y, segundo, porque el totalitarismo no se identifica necesariamente con la violencia, dado que existe el “totalitarismo blando” que emplea la persuasión y la manipulación. Es decir, no sólo hay totalitarismo “duro”, sino también “blando”. Lo que caracteriza al totalitarismo es, en consecuencia, la aspiración al control, total. Con el segundo disiento en que no basta con señalar que el pensar computacional asfixia el pensar creativo, sino que vinculo lo primero con la culminación del inmanentismo metafísico de la modernidad. La desaparición de la realidad y destrucción de su representación referencial y significativa, del que ya nos habló Baudrillard en Cultura y simulacro (1981), llega a su cúspide al volver lo real totalmente falsificable bajo el capitalismo digital.

Es indudable que hubo otras obras que se cruzaron directa e indirectamente en el camino de mis preocupaciones sobre el capitalismo digital. Me refiero, sobre todo, a Homo videns. La sociedad teledirigida (1997) de Giovanni Sartori, y a Homo Deus (2015) de Yuval Noah Harari. Para el primero la revolución multimedia representa la muerte del homo sapiens y su reemplazo por el homo videns, mientras que para el segundo la revolución del dataísmo transhumanista lleva a la transformación del homo sapiens en homo deus. Inevitable fue encontrarme con la obra de Byung-Chul Han, No-cosas (2021), que considera que vivimos en el reino de la información o mundo de las no cosas. Lo que a mi parecer es un profundo error ontológico, pues simplemente las cosas intangibles, como la información, no dejan de ser cosas o entes. Además, ello lleva a un error politológico que pierde de vista el desafío de cómo equilibrar el superdesarrollo tecnológico y el subdesarrollo social y moral. Pues su criterio no distingue entre información y lo informacional, distinción introducida por el sociólogo Manuel Castells (La sociedad red, 2006). La información es comunicación de conocimiento, mientras que lo informacional buscar subsumir el aparato social a lo informático, concentrando el poder en unos pocos que manejan los códigos. También la obra de Marc Auge, Los “No lugares”. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (1992), que subraya los espacios de confluencia anónima como algo especialmente contemporáneo.

Por mi parte discrepo de ambos. Pues el actual capitalismo digital está demostrando el progresivo envilecimiento del pensar humano en la colmena de las máquinas, y el crecimiento exponencial de las redes digitales del conocimiento maquinal. Lo que significa que nos encaminamos no hacia el homo videns de Sartori ni hacia homo deus de Harari, ni hacia el homo imitans de Zuboff, sino hacia el Reino del Cibersapiens o Ciberdeus del capitalismo digital y su desiderátum hacia la gobernanza computacional. Es más, pienso que la sexta extinción del antropoceno dará lugar a la séptima extinción del ciberceno si no se le arranca de sus garras la tecnología computacional al capitalismo digital.

Sin embargo, el presente libro también está relacionado con el tema del “hiperimperialismo”, el cual vengo tratando en dos obras anteriores: La globalización del Hiperimperialismo (2006) e Hiperimperialismo global en llamas (2020). Allí presté atención a Ulrich Beck, Samir Amin, Alain Touraine, Hans-Peter Martin, Harald Schumann, Michael Hardt, Antonio Negri, Joseph Stiglitz, Viviane Forrester. No obstante, en mis obras me limitaba a circunscribir el hiperimperialismo al neoliberalismo.

En cambio, en la presente obra, como en las últimas mencionadas sobre el capitalismo cibernético, extiendo la categoría del hiperimperialismo para comprender la nueva mutación capitalista en capitalismo digital. Nadie lo había hecho. Así, el hiperimperialismo comprende la primera fase neoliberal y la segunda fase digital. Dos autores han sido relevantes en este avance, a saber, Naomi Klein con su obra La doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre (2007), y Thomas Piketty con su libro El capital en el siglo XXI (2013). En realidad, ninguno habla de este tránsito, pero los hechos que muestran y argumentos que exponen abonan a favor de mi tesis de la mutación hiperimperialista desde el capitalismo neoliberal al capitalismo digital. Y todos los especialistas financieros occidentales quedaron atónitos al no dar resultado contra Rusia la aplicación del capitalismo del desastre a pesar de las extraordinarias sanciones aplicadas tras su guerra en Ucrania. Aunque a largo plazo está por verse si el panorama más negro podrá evitarse. Todo dependerá de que tenga éxito un sistema de pago internacional independiente del dólar con sus dos principales socios -China e India-. Y recién se verá si podrá seguir esquivando las sanciones o caerá en un déficit traumático.

En todos mis libros no sigo a ninguno de los autores mencionados, pero recojo de ellos la inspiración fundamental, ya sea para desarrollarla o para rechazarla. Sin duda que resulta valioso la conjugación de las consideraciones neurocientíficas, económico-filosóficas, politológicas e informáticas sobre la problemática de la tecnología digital y el capitalismo computacional. Así, igualmente sopeso la apreciación catastrofista y de la desigualdad consustancial en el tema del capitalismo actual.

Pero mis consideraciones en la presente obra tienen como eje lo que representa el capitalismo digital para la filosofía de la cultura, la filosofía de la economía y la filosofía política. Y su tendencia hacia la barbarie cultural, la economía del saqueo de la privacidad y el totalitarismo blando es lo más preocupante que he hallado.

Llevo gran parte de mi vida como escritor publicando mis ensayos filosóficos en prosa. Pero aquí, una vez más, he insistido en el estilo aforístico por disciplina mental, no por un deseo oculto de llegar a las masas y volver sencillo lo que de por sí es complicado, sino, más bien, porque el aforismo exige una concisión y precisión conceptual que muchas veces se extravía en la prosa. La economía de las palabras, la parquedad, la austeridad verbal, obviamente tiene sus riesgos, y muy grandes. Ahí tenemos el caso de Nietzsche y todas las limitaciones que se le reprochan. La principal objeción es que deja inexplicable muchos matices, está expuesta a la imprecisión, diversas interpretaciones y a la ambigüedad. Además, hay también aforismos tajantes. Por eso, también tiene su encanto, y es que no agota lo tratado y deja ver la realidad en su devenir cambiante. El laconismo de la palabra justa corre pareja con la rauda actualidad del presente.

Al lector no le será difícil colegir tras la lectura de la obra que estamos entrando hacia la civilización digital dentro del contexto de la razón burguesa en su fase terminal. Su verdadera utopía no es transhumanista, sino netamente cibernética. Se encamina hacia una “Cibercracia”. Una super red global sistémica constituida en un Ciber Deus, la cual gobernará computacionalmente el mundo. Manipulará a las personas desde dentro y desde fuera, hasta que decida su exterminio. Su sueño es lograr el control total mediante la hegemonía completa del mercado. De ahí que el futuro de la humanidad dependerá de arrancar la tecnología digital de las garras del capitalismo computacional para darle un uso justo y humano.

El “Ciber Deus” lejos de ser el esplendor de la modernidad es en realidad su ocaso, porque constituye la plasmación del delirio prometeico del deus in terris o diosecillo terrenal -entrevisto por Paul Hazard en su obra fundamental La crisis de la conciencia europea- en una era postmetafísica y nihilista, que lejos de materializar el regnum hominis es la materialización del canto de cisne de la humanidad, para dejar paso al protagonismo de las máquinas inteligentes autónomas.

El Prometeo digital ya redujo nuestras vidas a datos inteligentes computacionales, por la cual los jóvenes sólo desean vivir en la colmena cibernética. Se trata de una realidad que supera las novelas de ficción distópicas 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, y de la utopía Más allá de la libertad y la dignidad del psicólogo conductista Skinner.

Aquí, en Apocalipsis de la Razón Burguesa, no se trata de ver simplemente la manipulación del hombre por la ciencia. Lo que entreveo es que el capitalismo digital, como última mutación capitalista, si no se la detiene a tiempo, nos conducirá más allá de la contradicción entre la persecución de la verdad y la persecución del poder -ya señalada por Bertrand Russell-, para instaurar el imperio de la eficacia maquinal por la propia inteligencia artificial. Lo que implicará el exterminio o dominio completo sobre el hombre, o sea la supresión de su individualidad y libertad.

Esto es justamente lo que representa el neologismo del “Ciber Deus”. Es decir, el poder de lo tecnológico sobre lo humano como triunfo sobre la persona humana de la ciber-política y de la Cibercracia o gobierno de las máquinas. La “muerte del individuo” foucaultiana se profundizó en la dimensión digital, porque aquí no se trata de la perfección del poder de una sociedad panóptica de la vigilancia para controlar el cuerpo y el alma, sino de otra que explota los datos de la privacidad sin interesarle el alma o el cuerpo del internauta. Por ello, nuestra época no se corresponde con la biopolítica de la sociedad disciplinaria de Foucault, ni con la sociedad del cansancio, la transparencia y la psicopolítica de Byung-Chul Han, porque en vez de la coerción y la seducción se emplea la adicción ludopática y misoneísta. Si Foucault capta bien la dinámica del capitalismo industrial de bienestar, y Han hace lo mismo con el capitalismo neoliberal, aquí vemos lo específico del capitalismo computacional. Por ello, hemos transitado de la biopolítica a la psicopolítica, y de ésta a la tecnopolítica. La tecnopolítica es en la práctica la clausura del yo autónomo y de la identidad moderna, tan caro a Charles Taylor (Fuentes del yo). Sencillamente la persona deja de ser asumida como portadora de valor moral para reducirla a valor de mercado en sus datos personales. Todo este proceso dataísta da lugar a la reversión del proceso de interiorización, al yo vinculado a la red, a la negación de la vida cotidiana en la familia y los amigos, y al sentido de egoísmo hacia los demás.

La tecnopolítica del capitalismo digital no es en primer lugar una técnica de poder, sino una técnica de acumulación originaria de capital, basada en el engaño, secuestro y tráfico de datos privados de los internautas por las gigantescas GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft). Como el poder de tener como rehenes a los internautas depende de la entrega de la libertad, la muerte de la individualidad y la conformidad de la vida de rebaño, dentro de la colmena de las máquinas, lo que se tiene es una Cibercracia, donde la revolución digital es puesta al servicio del mercado, la misma que se antepone a la sociedad, democracia y a las personas. La Cibercracia es así el hiperimperialismo de las megacorporaciones computacionales de la élite plutocrática occidental. ¿Impera la seducción en la Cibercracia? No, lo que impera, por el lado del internauta, es el narcisismo exhibicionista y la envidia del Otro, y, por lado del plutócrata megacorporativo, el afán de lucro.

Esta nueva forma de autonomía de la razón instrumental del capital representa la profundización capitalista-burguesa de la irracionalidad social y humana en su curva terminal. Esta senda histórico-social que colisiona con la razón humana y los grandes ideales de la Ilustración es la expresión pervertida de la diferencia o no coincidencia del ser con el pensar. Al menos con el pensar humano, pero no con la antihumana racionalidad capitalista ni la ahumana racionalidad de la máquina. Fue Deleuze en Diferencia y repetición quien buscó la manifestación de la diferencia sin el yugo de la identidad parmenídea. Una diferencia que no esté hipotecada a la identidad entre el ser y el pensar. Se trata de un rechazo a la Identidad que desemboca en el motivo nietzscheano del eterno retorno de lo mismo en la repetición. Pensar el ser como una diferencia sin identidad fue su objetivo. Más allá de la contradicción, la analogía, la semejanza, la contrariedad y la oposición, lo que se encuentra es la irracionalidad de la diferencia. Es curioso ver cómo la diferencia de la irracionalidad digital burguesa guarda parentesco con la diferencia deleuzeana. Después de todo la senda del ser bajo el capitalismo digital se torna cada vez más irracional y liberada de cualquier identidad humana. Lo que se dejaba advertir en la colisión de dos líneas enfrentadas: el ilustrado consensualismo habermasiano y la tecnocracia nihilista de Luhmann; y una tercera línea lyotardiana que puso el énfasis en la imposibilidad de legitimación del lazo social, una sociedad justa, en los criterios de optimización, control, discontinuidad, informatización general de la legitimidad de la ciencia.

También resulta significativo de una época nihilista como la nuestra, cómo los capitanes de la industria del internet llevan a cabo intensas campañas cuasiderridianas para poner en cuestión o deconstruir cualquier toma de posición contra su derecho a no respetar la privacidad. Muy propio del hermenéutico credo relativista posmoderno: “no hay hechos sino interpretaciones”. Ya decía Derrida -el cual estaba muy influido por Saussure, con su principio de que la lengua no es cosa del hombre, sino que el hombre es cosa de la lengua- en sus crípticos libros De la Gramatología y en La escritura y la diferencia, que el sentido no pertenece a la cosa, sino al signo. Esta era la crítica que le hacía Derrida a la fenomenología, sosteniendo que estaba equivocada porque estimaba que el sentido precede al signo. Pero para el gramatólogo no es así, porque el sentido es resultado del juego de los signos. Hay un lazo esencialista entre la palabra o logos con la voz o foné. Con esto vuelve a cobrar la vieja cuestión del ser de la escritura. Lo cual provocó que Foucault lo atacara diciendo de Derrida que era un simple comentarista de texto. Derrida se defendió afirmando que su logocentrismo antifalocéntrico era una denuncia del imperio de la metafísica sobre la escritura. El sentido es un juego de la escritura. Foucault contraatacó sosteniendo que la sacralización del texto sin contacto con la realidad exterior era testimonio que Derrida se había convertido en un Husserl enloquecido. La primera mitad del siglo veinte la filosofía francesa estaba dominada por el vitalismo de Bergson y el formalismo de Brunschwig, y sorprende ver la reacción hacia el nihilismo y el escepticismo, rechazando la realidad estable y el conocimiento confiable, con el existencialismo, la fenomenología, y culminar con la etnología interna de Foucault y la deconstrucción de Derrida. Ellos junto a Artaud, Lacan Deleuze, Guattari, Blanchot, Bataille y Barthes, hicieron que el pensamiento francés de la segunda mitad del siglo veinte consumara la ruina de Occidente, mediante la consumación de la negatividad radical y la empresa de la des-subjetivación.

Valga esta digresión para advertir que el pathos escéptico y el ethos nihilista también es una forma de liberarse del logocentrismo para defender el cibercentrismo. En el fondo estamos viendo cómo bebe la Modernidad hasta sus últimas gotas su giro inmanentista iniciado desde Descartes. Bajo el digitalismo de la infoesfera se profundiza el proceso de des-subjetivación humana. Al visionario Marshall Berman -Todo lo sólido se desvanece en el aire- caracterizó la modernidad como algo que se evapora, Zygmunt Baumann -La modernidad líquida- le parece que la modernidad es líquida, y a Byung-Chul Han -La sociedad de la transparencia- le resulta transparente, obscena, desnuda, pornográfica. Por mi parte, la llamo modernidad anética -El imperio posmoderno del hombre anético-. Vemos así cómo el imperio de la era digital ha sido precedido por un cambio cultural donde el capitalismo neoliberal profundizó la aceleración y dispersión de la vida en una apertura totalitaria.

Pero hay algo más, y es fundamental. Se trata de la episteme desontológica del mundo llevada a cabo desde la modernidad capitalista. Es el hombre epistémico de la modernidad el que ha llevado adelante la desrealidad de lo real. Y bajo la tecnología digital del capitalismo cibernético se consuma el giro epistémico cumbre sin objetivo humano. Ya no es el hombre el centro de la subjetividad, ahora lo es el algoritmo del computador. De manera que el nihilismo y la des-subjetividad del hombre es consecuencia de este giro metafísico que representa la desrealización de lo real por la desontologización del mundo. Ya la hegemonía de la economía dineraria lo anunciaba, porque la esencia del dinero -como lo destaca Simmel en su Filosofía del dinero- es la negación de todo valor y la cuantificación del mundo. En su aprendiz de brujo el hombre creó el dinero y bajo el capitalismo descubrió que es la única forma de poder que no tiene límites. De la Caja de Pandora escapó un verdadero demonio que amenaza con destruirlo todo. La desontologización del mundo es al ápice de su entificación, el imperio del ente y el olvido consumado del ser. Este es un proceso que saca adelante el capitalismo cibernético con el metaverso. Sin la desontologización del mundo no puede triunfar ni el cibermundo, la cibercracia ni el ciber deus. Constituye su prerrequisito.

Es decir, la Cibercracia es la manifestación de la irracionalidad de la razón burguesa en su marcha histórica final, que se sirve de un pensar computacional éticamente neutro, pero que produce algoritmos canallas, ya sean aleatorios o intencionados (potencias, corporaciones, hackers, etc.). En realidad, el propio pensar computacional se vuelve opaco e impredecible, y privilegia la eficacia como primer objetivo inhumano. La utopía social de la Cibercracia no es el transhumanismo, sino un mundo gobernado por máquinas eficaces e infalibles.

De manera que, si el hombre no supera esta grave coyuntura de su historia tecnológica, será porque se exterminó en una guerra nuclear o porque el capitalismo hiperimperialista cibernético unipolar venció toda oposición del mundo multipolar. De lo contrario, la razón humana habrá demostrado su capacidad de autocrítica y rectificación.

En realidad, el mundo hiperimperialista cibernético unipolar tiene confianza en el poder de la megamáquina para lograr el poder total y declarar el fin de la historia sobre la base de su victoria cibernética. Aquí es donde cobra actualidad Lewis Mumford con su libro El mito de la máquina. Establecía una distinción entre tecnologías autoritarias, contra los valores humanos, y tecnologías democráticas, acorde a la naturaleza humana. Pero lo que ahora vemos es que, con la sedicente negación de la existencia de la naturaleza humana, han quedado abiertas las compuertas contra los valores del hombre y el triunfo de una tecnología sin miramientos por lo humano. Y lo único que puede representar el avance de esta tendencia es una civilización contra lo humano, la barbarie cultural y la hegemonía sistémica de los valores de la máquina.

Al hablar de Apocalipsis no se me puede culpar de lenguaje superlativamente innecesario. Hay algo en el ambiente que indica que así es. Las especulaciones apocalípticas son algo frecuente en la historia y no sólo bíblica. En 1500 Leonardo da Vinci hizo profecías aterradoras sobre diluvios, grandes catástrofes y desastres cósmicos. Lo mismo sucede con Durero que plasmó en uno de sus grabados de 1525 una catástrofe apocalíptica. Me inclino a pensar que estas tempranas proyecciones inconscientes y sueños apocalípticos nacen del temor a la desmesurada expansión de la megamáquina y sus poderosos artilugios técnicos. Se presiente que el poder ilimitado de la máquina es una amenaza para la humanidad.  

 

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