Jueves 26 de Diciembre de 2024

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ACTUALIDAD

18 de julio de 2022

El viaje de los crotos.

En la mitología griega “Croto” era un sátiro que como todos vagaban por bosques y montañas acompañando a Dionisio. Si bien eran criaturas alegres y pícaras de carácter desenfadado podían volverse peligrosos y violentos, dado que eran afectos al vino y los placeres físicos. En esta parte de las Indias que habitamos, sin embargo, el término “croto” se resignifica por el apellido de un gobernador radical de la provincia de Buenos Aires (Jose Camilo Crotto) que dispuso, al menos una de las dos medidas que se le endilgan. Permitir el viaje gratuito en trenes cargueros a peones rurales a quiénes se los sindicaba como crotos. Arrestar a vagabundos y forajidos en la vía pública, los que llegaban o caían en la cárcel por “croto”.

En la actualidad, el término se resemantizo y ser croto tiene estricta relación con tener bajos recursos, habiéndolos tenido o deseándolos tener. El croto está por encima del pobre o marginal. Habita en el escalafón siguiente de la escala axiológica dónde el único valor sopesable es del tener o mostrar bienes acumulados o una dinámica móvil de movimientos que, paradójicamente, se vincula a las denominaciones originales del término croto, asociado, indiscerniblemente, al viaje sea del sátiro vagabundo o de los peones rurales, mal vestidos y hediondos.    
A contrario sensu de lo que cree la “tilinguería” promedio, condicionada por el aceleracionismo irrefrenable e irracional del sistema (que les impone un período vacacional, cómo a los animales cuando se les levanta el cerco para que sean vacunados o sacrificados) no por no viajar uno se adjudica el mote de croto, sino precisamente por lo contrario. 
Entonces,  ¿por qué el croto no quiere ser tal y proyecta su crotera viajante en el otro? ¿De qué huye el croto en sus viajes recurrentes? ¿Puede o quiere el croto, dejar de ser tal, es decir no sólo semánticamente, sino en forma real, comprando o adquiriendo tal solución cómo cualquier objeto en el mercado?
Seguramente en un populoso congreso de crotos, en una feria en torno a la crotera, se puedan socializar distintas conjeturas en relación a las preguntas que nos hicimos y todas las otras que no.
Nosotros enviaríamos a ese hipotético encuentro de crotos (en dónde sin diferencia alguna de otras agrupaciones en la actualidad en boga, como movimientos sociales, piqueteros o históricos como gremios  y partidos políticos, las autoridades tampoco se elegirían por voto democrático de sus integrantes) la siguiente propuesta de comunicación:
El croto necesita alardear a otro, aquello de lo que carece. El dinero o la disposición para intercambiar cosas o agenciarse un viaje, no tiene que ver no ya con la locura de creerse mejor o superior, siquiera está relacionado con sentir cierta felicidad por estar lo menos condicionado posible y por tanto aproximarse a una experiencia o vivencia de la libertad. El croto, teme, por ello actúa a la ofensiva u ofendiendo, que el otro o él mismo, le pregunten o se pregunte en base a que tiene lo que posee o de qué manera lo ganó o se lo generó. Huye de estas respuestas, huye de sí mismo, el croto es un viajante repetitivo que reitera el goce, enajenado por sus no respuestas o por la imposibilidad de asumir sus elecciones u omisiones. Lo expresábamos hace unos años atrás con “La muerte del flâneur”. La aparición del croto, funge como la resurrección de aquel. Recordemos.  El sujeto histórico de la revolución industrial, dado por desaparecido por la llegada de la sociedad de consumo, fallece finalmente mucho tiempo después, de su momento de apogeo, cuando las plumas de Baudelaire y Benjamin, sobretodo, entronizaron al estereotipo del occidental, cómo el explorador diletante, el buscador callejero, el caminador en tren de esa verdad por fuera, asentada en los recovecos de lo externo. 
Así como el valor, no cotizaba exclusivamente en el patrimonio del trabajo, en el excedente de la transacción, el sistema exhibía con desparpajo e impudicia, que mientras más se acumulaba, diversificándolo en capitales simbólicos, más feliz se podría ser, independientemente sí tal sentimiento o sensación se correspondiese con lo que pudiese estar sintiendo, el afectado por tamaña felicidad. 
De la calidad pasamos a la cantidad. Vertiginosamente, y producto de tamaña aceleración, destruyendo la posibilidad de la duda, a tal altura, jactancia pretenciosa y pedante, de minorías disconformes con los repartos del mercado. 
El problema, emergió, cuando en sus paseos, él flâneur, descubrió que el postergado, que el pobre, que el marginado, que el excluido, no sólo que era tal, sino que, además, tampoco tenía la posibilidad (sí el derecho) de hacerlo manifiesto, de expresarlo y por ende de hacer palmariamente visible o realizable, su existencia reclamante. 
El paseante, el buscador, no se consumió en la sociedad de consumo, como lo dictaminó Walter Benjamín (tan determinante incluso para sí, cuando decidió matarse). Se arropó con la investidura de representante de las causas de esos olvidados y marginados, a los que se cansó de ver y observar en su carácter taciturno. 
Al asumir el derecho no ejercido, tomó para sí, el flâneur, el rol de ser el portavoz de los reclamos silentes. Nació de esta manera, mejor dicho, se acendró la democracia representativa bajo los preceptos de la siempre literaria, como impracticable, declaración universal de los derechos humanos. 
Irrupción de pandemia mediante, en el paroxismo de los ritmos de la aceleración, la pausa, el paréntesis, la epojé imprevista, mató al paseador diletante, en su condición de sujeto histórico de las democracias occidentales.
El problema, el mundo, la cosa en sí, ya no está afuera. Está dentro, de nuestros cuerpos, de nuestros hogares , de nuestros bolsillos. 
Dentro de cada uno de nosotros, habita, cuál espectro, en el síntoma de nuestras ausencias no reconocidas, no admitidas, la pobreza extensa de no haber comprendido que sujeto y predicado, son dos instancias, necesarias y determinantes, para el concepto de lo humano. 

Pensar nuestra condición desde la lógica del adentro y del afuera, es un canal posible, para dejar esa posición arrogante de creer que los que estamos adentro, es decir los que comimos para poder pensar, podemos tener la integridad como para pensar o representar a quiénes no lo pueden hacer, estableciendo aquella falacia de los de arriba y los de abajo. 
Entendiendo en definitiva, que ya lo hemos visto todo y que fuera, en el excedente de lo humano, incluso desde perspectivas telemáticas, a distancia o virtuales, sólo nos encontraremos con los excesos, de los pocos, que seguimos por dentro del significante de lo humano, como el ser privilegiado, con la posibilidad y la aplicabilidad de tener una vida digna a expensas de la indignidad de los demás. No de quiénes anteceden al movimiento, la razón o en función de que deben o se aprestan a una experiencia del viajar. No es lo mismo el que lógicamente precisa un donación de órganos para continuar con su vida, que aquel que desea trasplantarse un pulmón solo para seguir fumando. 
Redefinirnos como sujetos, desde la noción del adentro, es la conjetura, que infatigablemente, ofrecemos, mediante nuestra metodología de la “inseminación”. Nuestro método Jericó rodea la afirmación o la sentencia que no es viaje sino huída, que no es el derecho individual sino dejamos en claro cómo lo hacemos o porqué ganamos lo que nos permite tal gasto y al otro no. Escudados en un mercado ficticio del que no participan, los crotos por lo general son los que viven de los recursos públicos o el común por supuestamente haber hecho o hacer algo con respecto a ese conjunto, que cada vez es menos numeroso y más problemático. 
Es dable destacar, por no decir, imprescindible, que comprendamos o que seamos permeables a pensar, que las crisis que enfrentamos no son exclusivamente atribuibles a cuestiones económicas, financieras, sanitarias, militares o incluso sociales, políticas o semánticas. Enfrentamos un problema de índole filosófico. Y lo único que no podemos hacer ante esto es irnos, huir o viajar, porque habitar es una forma de pensar y por tanto de construir el espacio. 

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

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