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12 de julio de 2022
"Lo políticamente subversivo tiene dificultades para disimularse".
Responde al ciclo de entrevistas "tres preguntas a filosofers" David Pavón Cuéllar (México). Doctor en psicología por la Universidad de Santiago de Compostela y doctor en filosofía por la Universidad de Ruan. Estudió y enseñó en el departamento de psicoanálisis de la Universidad de París 8. Actualmente es profesor de filosofía y psicología en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Dirige la revista anual electrónica de libre acceso Teoría y Crítica de la Psicología, y es editor asociado de Psychology and Politics International.
¿Es posible pensar desde la singularidad del uno, sea la conciencia, el yo, el cuerpo, los agenciamientos de la partícula elemental o lo que fuere, dada la interacción obligada a la que estamos impelidos, condicionados, sujetos y hasta condenados en lo múltiple o las multiplicidades?
Yo diría que es no sólo posible, sino inevitable. Cada uno de nosotros está condenado a tener ideas únicas y diferentes de las de los demás. Aun cuando se trate de ideas inducidas uniformemente en toda la población, cada uno tan sólo podrá interpretarlas a su modo, refractándolas a través de todo aquello singular que es y que lo distingue de los demás.
No hay dos sujetos iguales que puedan pensar exactamente lo mismo. El mismo pensamiento será en mí algo diferente de lo que es en usted. No pensaremos lo mismo aun cuando lo formulemos con las mismas palabras. El enunciado podrá ser el mismo, pero no su enunciación en la que radica su verdad. En este nivel de la verdad, se piensa materialmente con lo que se es, con lo que se ha vivido, con el sitio que se ocupa en el mundo, y no hay aquí ni sitios iguales ni vidas iguales ni seres iguales.
Nuestras existencias materiales absolutamente diferentes producen conciencias también absolutamente diferentes. Estas conciencias no son atravesadas por ninguna realidad espiritual universal como la soñada por los realistas medievales y los idealistas modernos. El materialismo nos hace reconocer también la diferencia absoluta entre los sujetos y entre sus ideas.
No hay ni dos puntos en el mundo ni dos momentos en la historia que sean idénticos y en los que pueda por ende pensarse bajo las mismas condiciones. La misma estructura social en sí no es la misma para cada una de las posiciones en la estructura. No hay dos posiciones que sean una y en las que pueda pensarse en lo mismo. No hay manera de que dos pensamientos sean constituidos y condicionados exactamente de la misma forma por las multiplicidades con las que se piensa.
¿Cómo cree que es, que debiera ser y que le gustaría que fuera el vínculo entre filosofía y política?
El vínculo es de aparente libertad y exterioridad. Los filósofos creen elucubrar libremente sobre la política desde fuera de ella, como si pudieran estar en su exterior, como si ella fuese algo diferente de ellos. Lo cierto es que la filosofía siempre se mueve en el espacio de la política. Este espacio es un universo. No deja fuera ningún lugar para un metalenguaje filosófico sobre la política. No hay Otro del Otro de la política.
La filosofía suele ser inconscientemente política. Su carácter inconsciente no sólo no le impide tener efectos políticos, sino que a veces hace posible que los tenga. Los efectos así condicionados pueden ser imprevisibles y subversivos, pero tienden a ser lo contrario. Lo común es que desempeñen funciones previsibles de volatilización de lo real, idealización de lo material, justificación de lo absurdo, racionalización de lo irracional.
El inconsciente suele obedecer a las estructuras ideológicas de los poderes dominantes. La omnipresencia de estas estructuras hace que pasen desapercibidas en el campo de la política. De ahí que la filosofía pretendidamente apolítica tenga, como por casualidad, esa particular inclinación hacia los poderes dominantes, dejándose arrastrar por su gravedad como todo lo demás que no parece moverse, que no parece tener una orientación política, simplemente porque su orientación es la hegemónica, porque se deja llevar por la corriente generalizada, porque se mueve al unísono y hacia la misma dirección que todo lo demás.
La dominación es tanto más invisible cuanto más absoluta. La dominación ha sido ya de algún modo subvertida en el punto mismo en el que irrumpe algo políticamente visible. Esta visibilidad política es, por lo tanto, un atributo de la subversión. Lo políticamente subversivo tiene dificultades para disimularse.
Me gustaría que no hubiera disimulación en el vínculo de la filosofía con la política. Mi deseo es, entonces, que tal vínculo se acepte como lo que es: como político y potencialmente subversivo. Además de corresponder a mi deseo, este vínculo responde a un deber tradicional de la filosofía: el de la conciencia.
Pienso que el vínculo de la filosofía con la política debería ser al menos consciente, lo que aquí significa también que sea autoconsciente, pues la filosofía tan sólo puede vincularse conscientemente con la política al reconocerse autoconscientemente en ella. Esta autoconciencia debería estar en el centro mismo del trabajo filosófico. ¿Acaso la filosofía no se ha concebido tradicionalmente como la expresión por excelencia de una autoconciencia definitoria de la cultura humana?
Dada la indignidad de la pobreza y marginalidad que asolan a tantas personas a lo largo y ancho del mundo, ¿no cree que el anclaje simbólico de seguir considerándolos con las mismas responsabilidades y exigencias (políticas) de quienes nada les falta o todo les sobra se constituye en un ariete profundamente antidemocrático y con ello en el deshilachamiento de reconstituir el lazo social?
Estoy de acuerdo. Considero que este ariete deriva de una concepción liberal individualista de la igualdad que sólo resulta compatible con la “sociedad” y con la “democracia” en el sentido burgués de ambos términos. La concepción a la que me refiero es aquella en que los ciudadanos tienen iguales obligaciones y responsabilidades bajo el supuesto ilusorio de que tienen iguales derechos, oportunidades y recursos para cumplir con sus obligaciones y responsabilidades. No se ve lo que les falta, pero tampoco lo que en realidad tienen y que nos falta recíprocamente a quienes los juzgamos, como es el caso de una dolorosa experiencia inmediata de la estructura, un revelador sufrimiento sin mediaciones ideológicas, un conocimiento de cierta verdad irreductible a las posiciones de supuesto saber desde las que los juzgamos.
Desde luego que requerimos de la elaboración del saber, pero como necesitamos también de su fundamento en la verdad. Estos dos componentes de la conciencia de clase resultan imprescindibles y es por esto que los trabajadores intelectuales y los manuales no constituyen forzosamente dos clases, sino que pueden converger en una sola clase. Que se le divida para vencerla tan sólo demuestra que le conviene mantenerse unida, no dividida entre su cabeza y sus manos, pero tampoco pulverizada en sus elementos individuales.
El individualismo hegemónico reaparece en los movimientos pretendidamente contrahegemónicos bajo la forma de la constante evaluación de unos militantes por otros. Al final, entre la base y la cúpula, vemos distribuirse los individuos en una escala de valor en la que se replican las estratificaciones valorativas características de la sociedad capitalista. Cada individuo mercantilizado tiene un valor de cambio justificado ideológicamente, a través de la ideología meritocrática, por su valor de uso, por su mérito individual, por sus recursos para cumplir con sus obligaciones y responsabilidades.
El problema no es tan sólo que los individuos sean mercantilizados y que su valor se determine de modo ideológico. El problema comienza con la pulverización del potente sujeto multitudinario que se ve reducido a sus impotentes partículas individuales. Es en ellas en las que todo falta.
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