Viernes 29 de Marzo de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

24 de junio de 2020

La perspectiva jurídica o pseudo legalista, a fuerza de la excepcionalidad sanitaria, está matando la política y a sus integrantes, los ciudadanos.

La irrupción de la pandemia, generó por sobre todo el certificado de defunción de las ideologías y de las perspectivas geopolíticas. Tanto en oriente todo, como en occidente completo, de izquierda a derecha, pasando por el centro, la respuesta ante el Covid, fue única, absoluta y totalitaria. Lavado de manos, aislamiento y distancia social. Represión, vía normativa, de quiénes, por alguna razón, se corrieron un ápice de las respuestas unívocas y medievales, emitidas desde el poder.

Supresión absoluta de la libertad de expresión de manifestar, una posición distinta y distintiva. Mediante la utilización del concepto de “fake news” y su correlato informal a modo de escrache social o “bullyng”, el tapabocas para evitar la propagación del virus, pasa a convertirse en un bozal en donde se hace palmaria la falta de las garantías mínimas para la continuidad de un estado democrático. La supuesta consecución del bien jurídico mayor, entroniza el concepto de lo colectivo, avasallando lo individual, siempre desde una perspectiva falaz y perniciosa. Sí fuese cierto que los gobiernos, debieran priorizar los aspectos urgentes e importantes que afectan a la mayor cantidad de población durante mucho tiempo, tendrían que haber ejecutado programas y proyectos, para paliar o mitigar la pobreza y la marginalidad en lugares como desde donde esto se escribe. Sabemos por experiencia continúa o por historicidad que esto nunca fue así. Hacen uso de esta maniobra, porque el problema principal que genera el virus, no es como se quiere hacer creer el mal directo a todos y cada uno de los ciudadanos. El virus, genera principalmente un problema para los gobiernos que quedaron desnudos al estar evidenciados en su falta de capacidad de respuesta ante lo que acontece y que para ello, se han propuesto y ganaron el derecho como el deber a gobernar. 

No se trata de arremeter contra los abogados, dado que son los únicos que se han reservado para sí la integración, en lugares jerárquicos, de un poder del estado (el judicial) sin que nadie osare cuestionarle esto mismo o que ninguna otra facción profesional, pretenda para sí alambrar en forma taxativa y normativa la integración de otro poder del estado (lo podrían hacer los politólogos, que dicho sea de paso tienen más de la mitad de materias de estudio iguales a las de un abogado, es decir son abogados teóricos, sin ejercer o abogados políticos), pero la constitución de ciertos resortes de nuestra institucionalidad democrática, se debe a esta sobre presencia de hombres y mujeres formados en derecho que habitan el mundo del poder público. El ejemplo de la cuestión electoral es contundente y evidente, pero en verdad, la problemática es subyacente.

Desde hace décadas que en esta parte del mundo, las familias que consideran (dado que los hijos no deciden hasta bien entrado los 30) que sus descendientes deben formar parte de la política (sea como una suerte de herencia, porque sus padres integran tal poder) los envían a estudiar abogacía, desde hace algunos años, ciencias políticas, que como dijimos comparte en más del 50% la plantilla curricular de lo que el politólogo  estudiara, transformándose en una suerte de abogado político, abogado teórico o abogado no litigante. 

Esta concepción se acendro, culturalmente, bajo lo que el dramaturgo uruguayo, Florencio Sánchez con precisión meridiana narró en la inmortal obra “Mi hijo el dotor”. 

A tal punto hemos quedado con los viejos paradigmas, que datan de más de cien años, que tanto los clases bajas, medias como altas, por motivos, distintos (los de arriba saben que tienen garantizado el acceso al poder, los otros, peronismo mediante, tienen la expectativa que tal vez lo puedan lograr) pretenden doctorarse, básicamente en derecho.

Podríamos hacer un capítulo aparte, que en verdad no sería tan aparte, dado que explica este fenómeno, acerca de lo que ocurre con los médicos o galenos, que son la otra gran matrícula, histórica y actual, es decir que se mantiene, en estos baldíos del norte en donde dios juega a las escondidas con quiénes se dicen sus amigos. 

Como la corporación de los abogados, se avocó a la disputa con la casta militar (usando para ello a los jóvenes idealistas que pensaban que luchaban por un mundo mejor, mientras se comían el viaje de sus vidas) reservándose la atrocidad institucional (insistimos, es dable destacar que nadie cuestione seriamente, como se apropiaron de un poder del estado, cuando ni siquiera la justicia, puede ser entendida, ni a nivel teórico, como independientemente, ni mucho menos aplicada, solo por abogados, que encima, demuestran desde hace años un paupérrimo servicio de justicia) de una parte del estado como botín (de aquí debe provenir, que en la política se muestren acuerdos, escritos de repartos de cargos en áreas del estado, como si esos documentos fuesen ejecutables)  la legitimidad democrática, se fue yendo por la borda.

Lo que explotó por los aires en el 2001 (como síntoma la escasa participación y la impugnación de voto) vino a tratar de reconstituirse por intermedio de famosos, deportistas o cantantes.

Como ese remedio, fue tan sólo un placebo, un leve mitigar de un dolor, que no resolvió la cuestión de fondo, se usa muy espaciadamente o no tanto en una supuesta época de furor que se vendió como la crotoxina para hacerle frente al cáncer. 

Por esto mismo, la otra doctoración, o el verdadero doctor, en pueblos con valores de siglos decimonónicos, pertenece a un linaje que le da sensibilidad, cientificismo y seriedad. Ideal para que luego de años de logros profesionales, ingresen por la puerta grande de la política, para que con sus delantales blancos limpien el barro de la política.

Aún los médicos no se dieron cuenta (en realidad cuando quisieron discutir el poder de enserio, Favaloro, o tomaron los mismos atajos que los políticos, Borocotó, terminaron muy mal en Argentina) que son un instrumento, son el bisturí, que están usando los políticos, para seguir administrando  el poder, en este caso curarlo.

El problema, que los políticos difícilmente puedan ver (una de las razones es porque aborrecen el psicoanálisis, básicamente porque los humaniza, los desacraliza del manto sagrado y protector del poder) es que están programados, chipiados, u organizados mentalmente, por la estructura jurídica-normativa, con el que se forma un abogado.

El abogado, precisamente, procura, litiga, defiende, actúa casi insidiosamente ante una estructura de la que quiere obtener un resultado, mediante una excusa como lo justo. Es decir el abogado, persigue algo, por definición, que al político, poco o nada le debería interesar; la justicia. La justicia en todo caso, debe ser un reservorio para dios, como realidad, como ilusión o como religión, pero nunca como finalidad, menos para un político.

En este absurdo del que todos somos víctimas, de que nuestros políticos, busquen justicia, y para ello, se enreden y nos enreden, en los laberintos kafkianos de las instituciones, pretendiendo un resultado (aquí se consolida la razón instrumental de este desaguisado, esta perspectiva se hibrida con lo que propone el sistema ultra-resultadista del producto o la sentencia en este caso), mediante la conformación de leyes incumplibles, que cuando son violadas, justamente, son mal penadas o nuevamente violadas, esta vez justamente, en el instar de la penalidad, la política, se retira, se oculta, se olvida.

¿Y cuál puede ser la respuesta de un político con formación jurídica? Leyes, proyectos de leyes, cambio de leyes, revisión del ordenamiento jurídico para ordenar la civilidad política.  A esto se le suma la participación de la comunicación, que se pretende sabedora de las leyes, y que sin esa formación, comunica, bajo sus intereses, lo que considera a una población que termina consumiendo, lo actual y obvio: Las leyes no sirven para nada y los políticos tampoco. Nosotros, lejos de creer esto o lo otro, decimos que las leyes sirven en tanto y en cuanto estén al servicio de una lógica de pensamiento, de un funcionamiento conceptual, que imprima un político, más allá de su formación profesional.

Un político, puede pretender la felicidad de su pueblo, la igualdad, la inclusión, la libertad; la justicia, sin embargo,  es una finalidad que no ha generado buenos resultados al ser perseguida, dado que no le pertenece a la órbita de la política tal persecución, esta es la gran y grave confusión que le brinda la perspectiva jurídica o del abogado a la política (que dicho sea de paso, sí los abogados realmente pretendieran justicia, que primero dejen de tener exclusividad en la formación e integración de un poder del estado y que luego adornen mejor tal relato).

La política, o los políticos, deben desembarazarse o prescindir de esta perspectiva que no ha contribuido en nada positivo a la comunidad, siquiera en una supuesta búsqueda de justicia. Que fracasa rutilantemente ahora, mediante la pandemia, que convoca a los científicos, a los dueños de la verdad de nuestros cuerpos, a los médicos, que sin vacunas ni remedios, nos reiteran las conocidas recomendaciones medievales, obstruyendo la posibilidad de que nos encarguemos de todas las otras problemáticas que nos afectan como humanos (todas las otras enfermedades, desocupación, crisis económica, salud psicológica y emocional). La política, debe ver en la historia, donde nació la perspectiva democrática que los hombres que mejor contribuyeron a ella (es decir a la constitución de una cultura como de hecho la fue la Griega) han sido, los filósofos, los pensadores; no lo decimos nosotros, lo dijo Platón (como tantas otras cosas) en su obra (tan importante como otras) que se dio en llamar “La república”. Como tantas otras culturas, es decir el humano mismo que nos precede, sorteó pandemias, modificó normas y todo lo imaginado, pero lo único que no cambió, ni cambia, ni cambiará, pero a lo que en tiempos aciagos, debemos darle precisamente más lugar es al pensamiento, a la reflexión y al trabajo con los conceptos. 

 

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

  

 

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