Lunes 30 de Junio de 2025

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10 de marzo de 2020

Del alma al cuerpo, el salto del coronavirus que enferma antes de afectar.

"Más alta que la realidad efectiva está la posibilidad." (Heidegger, M.) En tiempos donde se puede generar vida desde un laboratorio, la pandemia de un resfrío fuerte, no tiene pastilla, químico o tratamiento que la detenga, que no sea el aislamiento extremo, el restringir el contacto con el otro, y el uso de barbijo que nos tape la boca para que se nos dificulte el expresar con palabras lo que nos está ocurriendo.

Estupefactos por los números en ascenso de casos en todo el globo, la afección nos golpe fuerte, dado que no es principalmente una causa de muerte, sino más que nada una consecuencia, de como hemos decidido morir desde hace un tiempo a esta parte. 

 

Tal cómo si esa deidad, a la que constituimos otorgándole todo lo que nosotros no somos, cumplimentara, a pies juntillas, nuestros reclamos, se extendió por el globo, con origen en China (último estandarte, devenido y reconvertido, dentro del sistema de consumo) un mal para todos (pan-demos), una suerte de réplica automatizada (como lo es la demo-cracia en su función de sistema de gobierno) de nuestros miedos más reiterativos como inconfesables que se sintetizan en uno sólo (una suerte de significante amo): la relación con el otro. 

 

Gracias, o mediante el coronavirus, tenemos la excusa perfecta, para dejar de ser pueblo (demos), romper con la construcción de ciudadanía, salirnos del “gentío” o de lo colectivo, dislocar incluso lo poco resuelto que puede resultar ser “multitud”, y quedarnos en cuarentena efectiva, en el aislamiento irrestricto, a expensas del artefacto tecnológico que con artificial inteligencia, no se contagiará la enfermedad, pero tampoco nos brindará demasiadas soluciones pese a que depositemos en ella tanto credo y expectativas.  

 

No tener cura, ni remedio (¿acaso la vida la tiene?), es lo menos interesante que puede estar sucediendo en el presente contexto, donde lo obvio parece difuso o difuminado. 

 

La viralización tan soñada y buscada en las redes sociales, de nuestras acciones, a las que dotamos de condiciones de genialidad, cuando no son más que vanas y vagas expresividades de vidas aburridas y habladas por dispositivos que nos dictan sus pautas de existencia para que las repliquemos, sin ton ni son, se nos hizo carne, como en los sueños dorados de las películas de súper héroes, como sí se tratase de la zaga olvidada de un Titán de la mitología Griega, aguardamos con lo natural, como irracional, de la fe, el momento en donde los males caen vencidos. 

 

Sin embargo, en el mientras tanto o en el aquí y ahora, el otro es el enemigo, sin necesidad de que estornude, que tosa o que sea migrante, que piense políticamente de tal o cual manera. 

 

Ya nuestra enfermedad, está tan avanzada, que nos ponemos barbijo para que se nos imposibilite la comunicación, en caso de que aún queden, rebeldes, que pretendan comunicarse, a riesgo de resfriarse, resfrío que no tiene, cura, remedio, ni tratamiento, le dejaremos a la palabra escrita, el testimonio de lo previamente pensado, pese a saber que, ya muy pocos leen, porque nos hemos encargado de detonarnos esa posibilidad, esa vía, ese pharmakon, que tal vez podría ser el punto de fuga para que nos curemos o sanemos como seres humanos.

 

La gravedad se manifiesta, en extremo, cuando se resfría el mercado, cuando la producción se detiene y pese a que esto podría ser bueno, por razones ecológicas y de sustentabilidad, lo cierto es que el número al detenerse, nos genera mayor ansiedad, nos exalta en el paroxismo agonal de no tolerar la incertidumbre natural, de que poder hacer con nuestras vidas, sí se nos reduce nuestra posibilidad de “compra”. 

 

La letalidad vinculada al no poder respirar, parece el final de un cuento de Borges. En “Funes el memorioso”, la acción se inicia en la Banda Oriental (como el coronavirus que se inicia en Oriente), el protagonista, un hombre enfermo que decide vivir aislado, en cuarentena o sin contacto con los otros, desarrolla o pretende desarrollar, todo un sistema epistemológico, sin que nada pueda ser olvidado. Finalmente muere, de una congestión pulmonar. 

 

Borges mata al protagonista de su cuento, en verdad cuando, tras plagarlo de prodigios, le espeta, “sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. 

 

No es casual, ni tampoco alocado, desquiciado o fuera de lugar, que un virus nos cause tanto daño en todos los órdenes que creamos y a los que nos aferramos.      

 

Cuando, motivados por el sentir, volvamos a olvidar diferencias, es decir a pensar, estaremos más fortalecidos ante los virus y demás amenazas, que están programados para afectar productos en serie o seriados, dispositivos automatizados, anulados en creatividad y resiliencia, sólo optimizados para ver en el otro a un rival a vencer, a un enemigo a quién no saludar y con el que no se debe intercambiar nada.    

 

La realidad efectiva es que cada vez nos asemejamos más a este humano que diseña sus propios venenos para ratificarse en sus demencias, y la posibilidad de que volvamos a las fuentes de lo humano o que viremos hacia ella, parece cada vez más una fantasía escrita o un paraíso lejano, de esos que nos prometemos que tendremos una vez que se nos haya pasado el resfriado. 

 

 

Francisco Tomás González Cabañas. 

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