Martes 8 de Octubre de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

20 de julio de 2018

El partido político de la pobreza.

La teoría política clásica, sacraliza dentro de las experiencias democráticas representativas, la figura del partido político, dado que a partir de los mismos, mediante los mismos, a instancias de los mismos, los gobernantes, ven impedida, su natural ambición de no incardinarse en los limitantes que implica una institucionalidad democrática, de pretender exonerarse de sí mismos y abrazar con ello, prácticas totalitarias y despóticas, a los únicos efectos de saciar instintos, petulantes de poder, que los situarían en los márgenes de la civilidad tal como lo entendemos, o la pretendemos. Los partidos políticos, además de ser las fronteras naturales en donde se desanda el desasosiego de la posibilidad democrática, son los hogares donde siempre retorna el mariscador, el sitio de referencia, en donde, al final del día, el salvaje, domestica sus furias indómitas y las transige en el devenir de la posibilidad como realidad. El partido político, se constituye en la catedral espiritual, en donde se referencian, tanto los crédulos como los incrédulos de toda comunidad que se precie de tal, la granja donde el rebaño, construye su pastor más que por azar, por necesidad.

En términos pragmáticos, el partido político, es el ámbito natural en donde surgen los candidatos, llamados por ello pre-candidatos, el paso previo, la instancia, anterior y obligada en donde los que después pretendan seducir a la ciudadanía, deben presentar sus credenciales mínimas, básicas y esenciales. El partido político opera, como alter ego, del candidato, luego consagrado funcionario y gobernante, dado que es el sitio en donde naturalmente, debe, al final del día, dar cuenta de sus actos, haciéndose cargo de sus acciones como de sus omisiones. El terreno de lo público, mediatizado por lo mediático y a lo que podrá más luego, penalizar la justicia, no es sino la instancia institucional, más no así la política. Esta diatriba es donde laberínticamente se encuentran nuestras democracias occidentales. Al haberse reducido lo partidocrático, al haberse evaporado su razón de ser, su ética como su estética, se suplió esta funcionalidad, fundamental e indispensable, por la pública institucionalizada. Como el gobernante o funcionario, ya no da razones a sus partidarios, a su partido, sino que lo hace a una ciudadanía, desinteresada, mediante los medios que paga con fondos públicos, litiga contra el otro poder, el judicial, del que forma o conforma, casi siempre desde las sombras. El partido al haberse minimizado a un rol simbólico, a una presencia fantasmagórica, a un cumplimiento liminar de lo normativo, no hace más que manifestarse en su estado febril, que nos anoticia de la enfermedad del cuerpo democrático.

Todas las argucias teóricas e ideológicas no hacen más que contribuir con la dolencia a la que hacemos referencia. Los partidos, ya no deben, ejercer, o pretender siquiera, representación o referencia desde consideraciones teoréticas en el mundo inobjetable, como totalitario, del número, de la cifra, que no es más que multiplicación y acumulación. Descomunal, serie seriada en que nos abstraemos de nuestra condición de lo humano, mediante el señalarnos por intermedio de codificaciones que varían del cero  al nueve, acumulándose o apilándose, como queriendo significar algo más de lo que significan; nada.

Los partidos políticos, deben ser recuperados, de acuerdo a la lógica que nos impera. No debiéramos seguir pretendiendo salir de un laberinto que no tiene salida. No habrá más, partido político alguno, que desde la libertad que pueda proponer, represente otra cosa que no sea la realidad económica de cada uno de sus posibles representados.

Esta será la relación más honesta, como taxativa que podremos tener entre representantes y representados en nuestros sistemas democráticos, mediante la institucionalidad de los partidos políticos. Cada cual, deberá representar solo desde lo que puede contener y sostener, que es ni más ni menos que una cifra, un número, como todo en nuestro devenir humano.

Los partidos políticos, deben reconvenirse bajo está lógica, a lo sumo podrán existir, real o auténticamente, tres. El partido de los pobres o de los que no tienen, el partido de los que algo tienen y el partido de los que le sobran.  Hablamos desde la economía conceptual que se propone. Es decir en su viaje a la realización, el partido que pretenda representar a los pobres, podrá verse multiplicado en varias posiciones y hasta incluso, ser instado por partidarios de ricos, para socavar el interés de los pobres. Todo esto será plausible como válido, no se busca ni pretende, el imposible de anular las tensiones de lo político y por ende de sus viscosidades. Lo que se anhela, es simplemente, y valga la redundancia, simplificar la representación o la representatividad, respetando o redefiniendo la lógica de los partidos.

Que vote cada quién, ya será cosa, de la libertad política que debiera existir en cada una de las aldeas democráticas que se precien de tal. Lo que no puede o no debe continuar es pretender que la ciudadanía elija en elecciones que no significan nada, pues los partidos se desvirtuaron en su constitución como en su razón de ser.

La única manera de tratar la pobreza es limitarla en su exorbitancia en su inhumana excentricidad. La pobreza constituye una nación de pobres, más allá de territorios y fronteras, la pobreza se ha segmentado, se estableció como cupo de una porción de la totalidad de las experiencias humanas, en donde habita como estado de excepción, más como estado que como excepción. Por el partido de los pobres, debiéramos votar, los que pretendamos eliminarla o combatirla, o al menos tener la democrática posibilidad, de que exista tal cosa, el partido que sólo y única o primordialmente, represente, la pobreza como para pretender combatirla o erradicarla, mediante el voto, a través del sufragio, de un sobre o un papel, ingresando a una urna, tal como un alimento podría o debería ingresar en los desesperados estómagos de un hambriento sin que esto sea o represente un derecho o una novedad, sino una obviedad cotidiana, una imagen, democrática, de todos los días.   

“Tomando las tesis de origen corporativo, se denuncia el anacronismo de la representación partidista y claman por una representación de los intereses  oficialmente reconocida por la Constitución” (Aron, R. “Ensayo sobre las libertades”. Alianza Editorial. 1966. Madrid. Pág. 176).   

Por Francisco Tomás González Cabañas.

 

 

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