Lunes 30 de Junio de 2025

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29 de junio de 2018

Los tabúes de la correntinidad (Primera entrega).

Saber a ciencia cierta cuánto cobra un político, embarcando a todos y cada uno de los que jerárquicamente son tenedores de cuentas sueldos por representar o administrar la cosa pública, es un velo, que atávicamente no se puede correr, desde la soberbia cobardía que se acendra en lo más profundo de nuestra conformación de lo que somos y de cómo nos paramos ante el mundo o nuestra realidad parroquial. Cada tiempo, en fractales o mediante azarosas intervenciones de organismos o cuerpos extraños, la normativa nacional, asoma amenazante, en su capítulo de ética y transparencia, y nos dicen, desde ese afuera, que es tan purificador como diabólico (en esta paradoja se acendra lo del tabú) algunos números, que refieren a lo que cobrarían, o en el ejecutivo o en el legislativo. Con todos los temores a cuestas, y sin atrevernos a transigir con los mismos, asustados por su propia sombra o entidad fantasmagórica, nos queda como sensación que cobran mucho. Sin eco alguno, sin respuesta, mucho menos reconocimiento o voz oficial, ante los tibios titubeos de la sospecha, queda flotando en el aire, cual hedor nauseabundo, que por más que se constituya en un tabú atávico, como en Dinamarca, nos deja la sensación, que por estas tierras, algo viene oliendo mal hace rato, y esto mismo es lo que culturalmente se nos prohíbe que lo expresemos o digamos.

Sobre todo un legislador, no puede, ni debe cobrar poco. No sólo que representan, en grado proporcional, una determinada cantidad de voluntades, que habiendo cedido, pactadamente, sus voluntades, se las ratifican o rectifican años después (la mayoría, en los últimos tiempos, se reeligen, dado que en el poder legislativo, no existe, casi por tradición como por defecto la limitación de reelecciones, como es norma o costumbre en el poder ejecutivo) para que se constituyan, en unidades políticas, sociales y económicas, en entidades o instituciones en sí mismas.  Como un legislador, una vez que arriba a tal espacio de representación, continuará, per se, o mediante, familiar, amigo o entenado político (o incluso sumando o anexando, acrecentando de esta manera poder político), por varios mandatos, se convierte en una suerte de edificio público, que está destinado a resolverle, o intentar (generarle la esperanza o expectativa) hacerlo a su facción, a su grupo, o a la parcela de espacio populoso, que le confirma el sistema proporcional por el cuál fue electo que representa. Como la elección, se realiza cada dos años, el bolsón de ciudadanos que están dentro del saco de cada legislador, debe manifestarse, cotidiana o diariamente. En el caso de que esto no fuera así, no tendría sentido, ni la representación, ni la democracia, tal como la entendemos, en la actualidad.
Es decir, para pasarlo en claro, en limpio o en buen romance. Un legislador, debe ser exigido para pagar las exequias de quién se diga su dirigente, su puntero, su “gente”, como para asistir, económicamente a la fiesta onomástica, de bautismo o de lo que fuere para esa sección de la que es su emergente, su secuencia en formato consecuencial. 
En un ámbito territorial en donde la informalidad es el signo corriente, legítimo por más que no sea legal, no se puede pretender que un legislador cobre como un docente, o como un profesional medio, dado que no representa, principal o primordialmente,  a la ciudadanía para consensuar o propalar proyectos de ley o emitir pedidos de información ante los otros poderes. En los fangos de la informalidad, la pobreza y la marginalidad, requieren de sus representantes, que con sus sueldos holgados, no hagan más que “keynesianismo”, que distribuyan, parte de sus ingentes recursos, en esa pleamar, muchas veces anárquica, en que se transforman, sus propias “gentes”, votantes o el significante más extenso de ciudadanía.
La clase dirigente, debiera rever este tabú atávico. Sí bien como todos, requeriría de la doble acción, de abandonar el lugar de confort que implícita como expresamente, significa, el salirse de lo establecido, de lo totémico y sagrado de lo que viene resultando, desde los tiempos de sus padres, lo cierto es que nada más significativo, vivíficamente y desafiante, que asumir que teniendo tantas posibilidades de hacer mucho, puedan, realmente, hacer algo.
Este hacer, sin duda, debiera ser esto mismo, es decir alejarse de la tontera fáctica de la distribución de preservativos y semillas, en que el sistema pretende fagocitar a los representantes, banalizándolos en estos vodeviles de la estupidez.
El legislador, en tren de su representación, legitima, legal, como ganada en ese día a día fatigoso, en donde distribuye su sueldo o ganancias, tiene que propender a engrandecer la realidad cultural de sus representados, para que tal resultante, luego, le vuelva en brillo, en oropel y en prestigio a ese legislador, que tendrá ganado, como si fuera poco, su espacio, su parcela en la historia grande de esa tierra, a la que circunstancialmente representó, ganándole, a su vez al tiempo, transformándose en inmortal. 
Para todo esto, el legislador no necesitará de dinero, o mejor dicho, necesitará de lo que sabe, de cómo distribuirlo, en todo caso, redefinir sus direccionamientos o las prioridades que está favoreciendo cuando lo hace; tal vez sea tiempo que le dedique más a los que piensan en sus acciones, o en como accionan desde esa representación, desde la que a veces se complica pensar, reflexionar para arribar a una claridad filosófica que nutra de mejores categorías al corpus social de la que es parte esencial y fundante. 

Por Francisco Tomás González Cabañas.
 


 
 

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