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ANÁLISIS

27 de abril de 2018

Votar con hambre o violando la prohibición del incesto.

La imagen, sintética como simbólica de lo democrático, es la urna, la caja, el cesto, su ranura, apertura, pliegue, donde cada cierto tiempo, penetramos con el sufragio, inoculamos el voto, en tal espacio y acabamos, terminamos, por lo general en el goce que se confunde con placer, extasiados por haber cumplido el mandato, lo dimanado por los mandantes o por sus leyes, creyendo que en verdad, estamos eligiendo, libremente y sin condicionamientos.

Repetimos, replicamos, reiteramos, lo que nos trajo al mundo, esta experiencia de haber sido expulsados del útero, para que algunas puedan, años después, tener, vulva mediante, el suyo propio, para que germine dentro, la perspectiva de lo humano desde ese otro lugar y otros, tengamos la ventura, o desventura, de ser los germinadores, los inoculadores, que seriados y en serie, transitamos, copiosamente, una y otra vez por lo mismo, por la turgencia, la erección, es decir la candidatura, la elección, lo electoral, la potencia, para luego en el encuentro carnal, lo íntimo que luego será público (dando por cierto el apotegma de que “lo personal es político”) en la jornada electoral, en la fiesta cívica que devino de las festividades dionisiacas, para luego transformarse en bacanales, más luego en las ruedas orgiásticas de las que ahora traducimos, el conteo no de hombres, mujeres, clímax, posiciones, u orgasmos, sino de cantidad de votos, prevalencias de uno sobre otros, imposiciones, supuestamente consensuadas, de un poder que acaba en lo público, que al haber cosificado y sacralizado la vulva, la deja allí, aterida, banalizada, a merced de que la tratemos solamente mediante nuestra faz instintiva, que lo único que tengamos que hacer frente ella, sea ultrajarla, mediante el falo en que se transforma el voto, la elección, lo electoral, en definitiva lo democrático.

Desacatamos la ley cultural, prevalente en occidente, de prohibición del incesto. En el orden simbólico, estamos violando a nuestra madre, a la tierra, a la generadora de lo humano, a la que hace que nuestro padre, la ley, tenga sentido de ser respetado. En el afán, de lograr una identidad, nos identificamos con una serie de conductas, que nos sitúan en los márgenes de lo humano, en su faz más deleznable como indeseada, entendiendo que pueda existir algo propio en lo que fluye en nuestras estructuras, ya socavadas, por tantas manifestaciones, que hacen síntomas varios, a los que no damos ningún artículo ni por los que nos despiertan ningún tipo de preocupación o atención.

Alelados por la contundencia de la imagen de lo pornográfico, es decir por invertir la noción o la conceptualización de lo privado por lo público, en tal giro copernicano radica, la estupefacción que nos puede generar, aquello de como lo que hacemos puertas adentro se exhibe, en la plaza cotidiana, en la interfaz que iguala sea en la timidez como respuesta, en el aburrimiento, en el entusiasmo o en la indignación. Sucede, ocurre, acontece, que casi todos, pasamos por todos esos estados descriptos y otros tantos más, ante el acto que luego depara el ser fecundado.

Necesitábamos institucionalizar, y no culparnos o sancionarnos, por nuestra goce ante lo pornográfico, ante la  contundencia de ese goce de los otros, que lo creíamos nuestro, pero que nunca será tal, y de allí, que establecimos lo democrático, en su sentido unívoco, de qué solo es, en tanto y en cuanto, este allí, una urna, un cesto, un depositario, que oficie de vulva, para que depositemos el voto, el polvo, la energía, que excede nuestra humanidad, pero que nos hace tal y cosificando, al punto de sacralizarlo y sin importarnos, que en tal acto, estemos derribando nuestra propia noción occidental, de prohibición del incesto, gocemos penetrando a nuestra madre, que abierta, a disposición, sacrifica su dignidad, para que en tal dislate, nos creamos normales, racionales, democráticos en su sentido más  confuso, esquivo, perverso y pervertido, como el que sostenemos en nuestros sistemas institucionales.

De otra manera no nos explicamos, ni podríamos convivir en lo cotidiano, con las cantidades industriales, exponenciales, de seres humanos, a los que sometemos a los márgenes de lo humano, en nombre de esa orgía de la que sólo unos pocos participamos, exigiendo que sólo aquellos destinados a verla, se contenten, sean compensados, con el turno electoral, con la penetración pública, a la que son invitados a que participen, para que violen a su madre, en nombre de lo democrático.

Impávidos, ateridos quizá por lo demencial que puede resultar la experiencia pública, es decir lo político, del desandar de lo humano, es que precisamente, generamos, construimos e invitamos a que se celebren estas “mea culpas de la vulva”, a que nos despabilemos de lo siniestro en que podemos estar terminándonos de convertir, para finalmente ser automatizados y replicados, sin posibilidad de reflexión o crítica, inteligencia artificial mediante.

La democracia no puede seguir significando, la violación simbólica a una mujer que es ni más ni menos que nuestra madre. No podemos seguir siendo parte de una orgía organizada, para que naturalicemos el goce perverso de no tener constitución de lo otro, de haber eliminado ya no al sujeto, sino a nuestra propia posibilidad de pensar.

Ultrajando, es decir emitiendo a tientas y a locas el voto, sacralizando lo democrático en esa univocidad enfermiza de lo electoral, no hacemos más que apuntarnos, no ya una posibilidad, la potencia, sino una parte de lo que somos, enajenarnos de algo constitutivo nuestro, el pensar, el reflexionar, que siempre implica algo más allá de nuestras narices y de nuestras necesidades primitivas, como instintivas.

Esta mutilación, justifica, la locura socialmente aceptada de violar (una madre jamás daría consentimiento de tener sexo con sus hijos) en público a la progenitora, festejando tal orgía, situándola, en el sumun de lo siniestro, como una fiesta de la que se da cada tanto y de la que tendríamos que orgullecernos.

Debemos reparar en todo de lo que nos estamos privando, por creer que la democracia sólo se justifica en tal acto, incestuoso y del que hemos deconstruido para presentarlo y representarlo como la panacea de lo racional, en una fundamentación donde subyacen las posibilidades más probas de lo humano.

La muestra que exhorta este pensamiento crítico, desde la conceptualización de la vulva, no quiere, pretende, ni declama nada en particular, nada más lejos de imponer, inducir o señalar un sendero, por donde se exploren, lo que deba ser explorado.

No se promueve ninguna supresión, prohibición, sustitución o cambio de nada en particular, ni de todo en general.

Creemos que lo democrático, puede ser algo más que la ruptura de la prohibición del incesto, su legalización, su propalación y su aceptación institucionalizada.

Creemos estar equivocados, y dado que morir es volver a la vulva en general, a la gran vulva madre  y no la especifica de la que venimos, queremos vivir mediante la palabra razonada, mediante la reflexión y su conjunción con incentivar una emoción o una reacción desde otro lugar, de allí que propongamos pensar, mostrándote una vulva, para que nos llamemos la atención y para que el silencio, no sea el síntoma del callar una situación indeseada como lo puede ser el tolerar la violación pública y sistemática de someter a millones al hambre y la desnutrición.

 Por Francisco Tomás González Cabañas.-

 

 

 

    

 

 

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