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  • 20º

ANÁLISIS

17 de septiembre de 2017

Avanzamos hacia una democracia sin elecciones.

No deberíamos sorprendernos tanto, dado que en la historia moderna (puede que en la historia en general) no existen demasiados antecedentes acerca de habernos propuestos como sociedad, qué clase, tipo, forma de gobierno adoptar, mediante elecciones. Es decir la cultura de la convocatoria a elegir, se produce desde el advenimiento de lo democrático, que llegó mediante el acabose de lo totalitario, de la reducción a cenizas de un sistema híper-verticalista que colapsó, en gran parte, mediante el ataque, también por medios violentos, de grupos que se definían o que proponían lo democrático, que finalmente nos continúa amparando como eje rector de nuestras vidas públicas.

En las diferentes latitudes, que por lo general conviven dentro del sintagma de Occidental, la democracia se acrecentó, se fortaleció, se galvanizó, mediante elecciones que acendraban el ejercicio cívico de la ciudadanía que creía, a ciencia cierta o positivamente, que estaba eligiendo algo que tenía mucho que ver con su destino político. Lenta y progresivamente, la tensión, la aporía, la tirantez arquetípica entre las nociones-conceptos de libertad y seguridad, al no ser asimiladas, tratadas, incorporadas como el desafío, por antonomasia, de la cosa, de la cuestión pública, derivó en que se precise, se necesite de un sanctasanctórum, de un fetiche simbólico, que nos protegiera, socialmente de aquella incapacidad de poder afrontar nuestros límites y temores.

Cómo percibíamos, sobre todo en otras democracias, hasta llegar a las nuestras, a las de cada uno de los que nos decimos occidentales, que eligiendo no elegíamos, y no pudimos hacernos cargo de tal tensión, del desafío público de adentrarnos en esa problemática, profusa y profunda que nos pudiera haber conducido a desatar el nudo gordiano, nos amparamos en la inercia, en el amparo, falso, de la sensación, acomodaticia del símbolo, lo sacralizamos, lo deificamos, lo constituimos en fetiche.

Democracia paso a ser lo electoral, la elección. Pero el rito en sí mismo, el traslado del plano real, con parada en el imaginario y destino actual al simbólico. El costo, es que hemos banalizado la acción de elegir, dado que ni votando, ni en la gimnasia democrática a la que nos hemos acostumbrado, elegimos, solamente, repetimos, vana y vacuamente, el ritual que nada tiene que ver ni con decisiones comunitarias o por ende con políticas públicas.

Existen cientos de trabajos que destacan, casi como experiencias cotidianas, referidas a las múltiples causas  por las que eligiendo, y valga la redundancia mediante elecciones a nuestros representantes, dejamos de elegir, tal vez, el que concite un mayor grado de uniformidad de explicaciones es que habiéndolo supeditado todo a una elección, como ciudadanos, hemos abandonado y nos hemos preocupado muy poco por ello, o lo hemos hecho exprofeso, la posibilidad de elegir. Nos empezó a dar igual, nos la sudaba, que al fin de cuentas los elegidos no eligieran nada concerniente  a lo público, es decir a lo político, que además fuesen siempre los mismos, constituyéndose en grupo, clase o facción, que se granjearan ganancias siderales de las que no podrían haber alcanzado mediante cualquier otro medio laboral, que finalmente, asistiéramos casi, en desgano, o en una suerte de eutanasia progresiva, a sostener lo democrático, cómo idea, como abstracción, como paraguas protector de ciertos comportamientos, bajo el ritual de elecciones que no eligen nada.

 La ruptura de la armonía deviene finalmente, como en una cinta de Moebius, en un lugar anterior, que parecería el mismo, pero que sin embargo, no lo es. Para dejarlo en claro, todo aquello que beneficiaba y que constituyó, esa misma constitución fue el primer beneficio, a la clase política, a la facción de representadores, ahora empieza a perjudicarlo en grado sumo. Las elecciones que no eligen, que no definen política, ni nada, sino que simplemente se realizan como simbología diletante de aspiraciones fetichistas y que antes beneficiaban a esos pocos, constituidos en políticos, ahora amenaza con devorarlos, con llevárselos puestos.

Podríamos dar muchísimos ejemplos, en cada aldea que se precie de democrática existirá alguna referencia que hable acerca de la dificultad de contar los votos, de resolver la elección misma, o que esta simple operación o traducción matemática no se manifieste en la realidad. En el país Americano de mayor tradición democrática, no gobierna quién obtuviera la mayor cantidad de voluntades para conducir los destinos de tal país. En el resto del continente, por la aparatosidad en que transformaron lo electoral, por la pobreza que lo democrático no sólo no redujo sino que acrecentó, las elecciones se constituyen en festivales orgiásticos del uso al pobre, al marginal, la cosificación de las necesidades más básicas se cuentan una a una, para ver que facción ha juntado al menos una más que la otra para hacerse con el botín del gobierno.

 Europa tampoco escapa a la problematización de lo electoral en lo democrático en términos de haberla convertido en tal fetiche. El dispositivo que hubieron de encontrar, llamado democracia participativa o directa, cae como réplica, indubitablemente.

Independientemente de la cantidad de veces que se vote, no pasa por esa cantidad de veces de votar, ni de los términos de la votación, el que podamos elegir, cuestiones políticas. Esto es precisamente el eje de los debates actuales que se dan por los distintos referéndums en el viejo continente.

Aproximase, como respuesta, que va tomando fuerza, desde lo teórico, para lo que se multiplican encuentros, foros, en donde personalidades de reconocida trayectoria internacional, empiezan a dar el visto bueno a que se incorpore (otros dicen se sustituya) el azar, la suerte, el sorteo, para que mediante tal ucase, tal designio de la diosa fortuna, constituyamos a nuestros representantes políticos, podamos resolver la gran cuestión de sí verdaderamente elegimos en política, haciendo interceder, expresa y acabadamente al azar.

Tal vez una democracia en donde la suerte elija (en términos académicos demarquía o estococracia), por sobre el condicionamiento del pobre que por su pobreza que la política no ayudó a mitigar tampoco elige, por sobre el ciudadano que timado por el sistema electoral que  tampoco elige, haciéndolo creer que sí, finalmente podamos valorar no sólo la posibilidad de elegir, sino lo democrático, que es una elección, pero por sobre todo, mucho más que ella misma.

 

 

  

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