Miércoles 18 de Junio de 2025

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30 de junio de 2017

La castración democrática.

“Las historias nos enseñan que debiendo ser las leyes pactos considerados de hombres libres, han sido pactos casuales de una necesidad pasajera; que debiendo ser dictadas por un desapasionado examinador de la naturaleza humana, han sido instrumento de las pasiones de pocos”. ( Beccaria, C. “De los delitos y de las penas”. Alianza Editorial. Madrid. 1980. Pág. 26).

El autor citado, es el continuador de Montesquieu en haber trabajado, diseñado, delineado, el plano de  la necesidad de la existencia del Poder judicial, como una entidad salomónica entre los poderes existentes (que siempre han sido dos, sea en formato como los actuales de ejecutivo y representativo o de gobernantes y gobernados). La actualidad de la cita no demuestra tanto la genialidad de Beccaria, sino más que nada que tuvo éxito en su empresa, en su cometido, no así razón en lo teleológico.

Es decir, tenemos poder judicial, hemos aprobado, bajo tales argumentos y algunos otros más, esa necesidad arquetípica de la tríada, pero no arribamos a nada bueno, en cuanto a sus propósitos o finalidades. No tenemos una sociedad mejor, ni tampoco más justa, independientemente de lo que creamos en relación al significado o significante de justicia. Esta última afirmación tal vez no la podamos sostener, ni argumental, ni racional, ni estadística ni metodológica o científicamente, sin embargo, es producto, de la luminosidad más altruista que pueda tener un ser humano; su intuición. Esta reverberación auténtica de llevar el deseo natural, a algo más allá, es decir a la denuncia de no cumplimentación del mismo (es que acaso ¿no tenemos derecho a ambicionar un mundo mejor, por más que tengamos el mejor de los mundos posibles a decir de Leibniz?) es ni más ni menos que actuar en nuestro pleno derecho, en uso de nuestras facultades más amplias, en vistas de nuestras palmarias manifestaciones de lo que somos en el aquí y ahora de la humanidad.

La fundamentación, siempre encuentra un punto que es performativo, es decir que se reduce a una petición de principios, a un supuesto, a un substrato, a un momento cero o iniciático. Sea este un dios todopoderoso, un misterioso arrojo existencial, una explosión cósmica o lo que rayos fuere, como la advocación de una intuición que luego se sostendrá con la acción de mantenerla, sea incluso en una primera etapa por el uso de cierta fuerza instintiva  y más luego, de estos dos pasos, el tercero de la argumentación, de la racionalidad, de la ley.

Esta norma, que es en términos psicoanalíticos, la presencia ordenadora o irrumpidora del padre, para abortar la posibilidad de incesto entre una madre y un hijo, necesita la contundencia de la penalidad para reprimir los intentos de tal latrocinio o en verdad para realzar su poder simbólico de evitar la violación, que sería, siguiendo en tal plano simbólico, la violación al contrato social.

 Y de esto se trata precisamente, tal como lo expresaba Beccaria siglos atrás. Las leyes siguen siendo patrimonio de las pasiones de pocos. En su caso lo expresó, para destacar la necesidad de la construcción del Poder Judicial y por sobre todo con ello, evitar que las torturas siguieran siendo públicas como hasta en el momento de escribir lo que escribió.

Es decir lo que puede impulsarnos a señalar esto mismo, que venimos señalando desde que lo democrático es democrático, cualquier tipo de desajuste, de incomodidad, de hybris social, no es más que la búsqueda que cambie algún aspecto puntual, especifico, apocado, nunca nos hemos aventurado a cambiarlo todo, porque de alguna manera, nos contenta el saber que el poder siempre será para pocos. Por lo único que luchamos es por estar dentro de ese selecto grupo de pocos que manejen las reglas de juego.  Hacemos uso de todo lo que esté a nuestro alcance para ello; desde lo más a mano (usar a los que nunca estarán en tal espacio de privilegio, es decir los  pobres, los marginales, tutelarlos, ejercer una suerte de padrinazgo sobre ellos, representándolos en sus necesidades e inquietudes) hasta lo más perverso, por ejemplo esto, convencernos de que está bien, que es correcto, que nos mintamos entre los que podemos pensar algo al respecto de lo público y  decirnos que somos tipos ejemplares, y por sobre todo democráticos que nos respetaremos en la estipulación de las reglas de juego.

Habernos planteado la necesidad de que todos seamos iguales ante la ley, cuando no lo éramos en su mera formalidad, es la muestra cabal y palmaria de lo que afirmamos. Siglos después, tras contar con tal formalidad, de estar considerados bajo la unificación normativa de que somos todos iguales, peleamos, para que eso se cumplimentara y como no lo hemos logrado, entonces pensamos en penalidades para quiénes no cumplen aspectos de esos acuerdos, pactos o contratos, de imposible cumplimiento.

Claro que tales penalidades, son para quiénes, transgreden la normativa vigente en sus detalles, en sus cuitas menores, en sus reductos mínimos de trascendencia modesta.

Las líneas basales que sostienen la estructura, mediante la cual funciona nuestro pensamiento y de allí, la reproducción en la arena social, o colectiva, es ni más ni menos que la demostración más contundente y efectiva de que somos tan ajenos a nuestra propia humanidad que hemos inventado la muerte.

Somos la única especie que posee conciencia de esto mismo, y negamos que esto sea un disvalor, proponiéndolo como un valor. Es decir, todas las teorías o la mayoría de ellas, sostienen que conocer de nuestra finitud, es signo de algo bueno, llámese evolución, pensamiento abstracto, sensibilidad religiosa, reconocimiento de nuestros límites o lo que fuere.

Sin embargo, la muerte no es tal. La muerte sucede porque no somos capaces de aceptar hasta qué punto podemos ir más allá de los que nos imponemos nosotros mismos. La muerte es la comprobación de que no superamos el complejo de castración. En términos actuales, y en modo político, sería; salir de la democracia, democráticamente, para ser más democráticos.

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

 

 

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