Viernes 29 de Marzo de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

30 de marzo de 2016

La fisura fundamental que abre nuevos horizontes.

Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político, en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos miembros de un Municipio. Pues si esas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio es en lo que de veras vivimos, ¿Para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unirnos en grupos artificiales, empiezan por desunirnos en nuestras realidades autenticas?. Por Carlos Coria García.

El tiempo es sabio. Hace tiempo largo venimos abogando por una cosmovisión del mundo social diferente, una fisura socio-política que ponga en el tapete la abreviatura que nos muestra la realidad en términos de vida democrática. Sin resignarnos seguimos en el sendero de sostener que democracia y representación no son la misma cosa ni por asomo. Si bien han sido astutos en confundir ambos términos para llevar agua al molino propio, el antagonismo entre los términos no es un descubrimiento nuevo, lo sostuvieron desde siempre los pensadores que supieron instalar los modelos de gobierno. La nota particular es que solo se tomaron fragmentos de las construcciones teóricas, censurando lo no conveniente para la arquitectura del sometimiento.

Lo interesante de entender y aprehender estas diferencias contundentes es que nos puede permitir una mejor relación social, sabiendo construir futuro abiertos, sin restricciones de tinte divinos. Entre los más reconocidos en la historia de las ideas nos avisaron hace mucho de las notas que diferencian claramente a la democracia de la representación. Así, refiriéndose a la representación Hobbes nos advierte que dicha delegación es total; sin embargo, no se convierte en una democracia: su resultado sirve, al contrario, para investir al monarca de un poder absoluto. Por su parte Locke enseña que, la delegación está condicionada: el pueblo no acepta deshacerse de su soberanía más que a cambio de garantías que tienen que ver con los derechos fundamentales y con las libertades individuales. La soberanía popular permanece suspendida en tanto que los gobernantes respetan los términos del contrato. Y por fin, es Rousseau quien coloca la frutilla a la torta y establece la exigencia democrática como antagónica a cualquier régimen representativo. Para él, el pueblo no hace un contrato con el soberano; sus relaciones dependen exclusivamente de la ley. El príncipe sólo es el ejecutante de la voluntad del pueblo, que se mantiene como el único titular del poder legislativo. Tampoco está investido del poder que pertenece a la voluntad general; es más bien el pueblo quien gobierna a través de él. El razonamiento de Rousseau es muy simple: si el pueblo está representado, son sus representantes quienes detentan el poder, en cuyo caso ya no es soberano. El pueblo soberano es un «ser colectivo» que no podría estar representado más que por él mismo. Renunciar a su soberanía sería tanto como renunciar a su libertad, es decir, a destruirse a sí mismo. Tan pronto como el pueblo elige a sus representantes, se vuelve esclavo, no es nada.

 

La cuestión viene a colación de la urticaria que les genera a los miembros de la legislatura correntina cuando el verdadero “soberano”, quebrando la idea amanerada de creer que son ellos los únicos autorizados a legislar para el pueblo, marca la cancha y les presenta proyectos legislativos, que socaban su divinidad y pone al pueblo de pie y en el lugar que le fuera usurpado por una banda que se arroga una calidad que no tiene, no va tener, ni puede tenerla por la sola y excluyente razón que avala, protege y hace nacer la democracia que es el pueblo decidiendo y pensando su futuro.

 

Los legisladores, quedan tiesos y pálidos cuando el soberano rompe el blindaje que los protege y fisura la vieja idea y recupera su soberanía, su libertad y su esencia misma, el soberano es el pueblo y es el pueblo el único capaz de representarse, el único capaz de liberarse del yugo de la superflua representación. No se entiende el por qué de tanto temor cuando las iniciativas provienen desde la democracia misma, si un pueblo no puede al menos elegir y proponer como desarrollarse no es un pueblo, es una manada.

 

Estamos en presencia de una fisura fundamental que nos constriñe de manera fatal a despertar o seguir perteneciendo a una democracia onírica.

 

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