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  • 20º

ANÁLISIS

15 de septiembre de 2021

Nuestra problemática “Politeía”.

No contamos con una traducción exacta del término griego. Para Aristóteles estaba vinculado a la Constitución, a las reglas del juego o las formas que bajo la ley se distribuían los roles y la participación en el espacio de las polis. Sin embargo han sido muchos los autores griegos que pensaron el fenómeno mucho más allá de las instituciones que se proponían para determinar el conjunto de normas para organizar las sociedades. La “politeía” se constituyó en un significante amo y poderoso, por ende oculto a la luz de los propios gobernantes, representantes y ciudadanos. Tal como la “areté” el conjunto de virtudes y valores en que debían formarse y prepararse los ciudadanos, la “politeía” absorbe las formas declaradas, inexpresadas, disruptivas, disonantes y dislocantes que plasma la dinámica del poder en un período de tiempo en una comunidad dada. Nada puede escapar a la luz de la mirada filosófica, por esta misma razón su ejercicio hubo de ser prohibido, reprimido y continúa siendo caracterizado como poco útil para la sociedad en su conjunto. Cada una de nuestras aldeas contiene una politeía propia que enmarca nuestros espacios en el afuera y que nos constituye en el adentro.

Insertos en el amplio marco del sistema democrático, de la formalidad republicana de ciertas instituciones que así lo dan a entender, en lo cotidiano desandamos un sendero que cada tanto, en ciertos tramos nos pueden sorprender por su composición y por lo que dimanan de tales paisajes. 

 

En el estrago doloso de los inconcebibles números de pobreza y marginalidad, la anestesia que nos permite seguir conectados al respirador, tiene como nombre y apellido lo electoral. Sin tal cánula que nos vincula al dispositivo artificial, la retahíla del lazo social aún en pie se hubiese pulverizado hace tiempo. 

Aquellos que tanto por azar como por necesidad, le escapamos a la indignidad de cómo poder comer a diario, creemos que con tal talismán, todos los problemas públicos o sociales deben ser resueltos en un santiamén. 

Nos creemos con derecho a exigirles a nuestros gobernantes y representantes que resuelvan aspectos que nos pueden generar una dificultad puntual e inmediata. Creemos en la política en la medida que nos brinda un trabajo formal, un aumento de sueldo, una cobertura médica, un centro educativo para nuestros hijos, medicamentos para nuestros abuelos, seguridad para nuestro transitar e infraestructura para actividades de recreación o esparcimiento. La plaza del barrio debe tener juegos para los niños, el césped cortado, encontrarse bien iluminada y un sistema de cámaras de vigilancia para prevenir que suframos un delito o en el caso de padecerlo que el estado se haga presente e intervenga en forma inmediata. En el mejor de los casos, para ello pagamos nuestros impuestos, y por tal contribución, debemos recibir no en la medida de lo que aportamos, sino de lo que exigimos y consideramos.

Los asuntos de la polis, la política, lo dirimimos cumpliendo la obligación de ir a votar y sanseacabó. Los partidos en su gran mayoría son clubes selectos donde el ingreso es libre y gratuito con la concepción perversa que una vez dentro, los mejores sectores sólo están reservados para unos pocos que discrecionalmente arman y desarman los parámetros para ejecutar los derechos de admisión en los que quedan los mismos de siempre y los que acatan a rajatabla sus decisiones.

Nuestra composición pasa a ser de sujetos, desustancializados de nuestra condición de tal. Es decir somos personas en tanto y en cuanto anegamos nuestra posibilidad gregaria o colectiva. Nos convertimos en individualidades zombies, que abortamos nuestra concepción de lo colectivo, a partir de perseguir supuestos deseos propios que no son más que reiteraciones de un goce enfermizo, que obtura al placer y nos condena a lo pernicioso. Hemos disuelto incluso el plano de lo real, de un tiempo a esta parte y pandemia mediante, trasuntamos nuestra errabunda existencia ( o lo que hemos hecho de ella) por las sinuosidades de lo virtual. Las pantallas en donde validamos el erotismo, la estética y la política al ritmo de un me gusta, de un emoji de un simple click, alimentan la abundancia, pantagruélica e inconsistente de nuestra carencia humana. 

El reflejo de lo que vemos es contrafáctico o aspiracional. Es decir no tenemos la posibilidad y en el caso de que la tengamos, no lo toleramos, de ver nuestra “politeía”. 

Preferimos aferrarnos a la sintonía disonante de lo teórico. El gobierno o la oposición, el otro, debiera haber actuado de esta o de aquella manera, porque así nos lo dicen, desde los dispositivos formadores de obediencia y opinión, pero la ausencia está frente nuestro, convive con lo que dejamos de hacer a diario. 

Todos y cada uno de nosotros componemos el corpus político, que mediante los síntomas, señalan las características del espíritu en el que devenimos o constituimos nuestras politeías. 

Es decir, sí habitamos en una comunidad con altos índices de pobreza y marginalidad, y con la herramienta electoral, seguimos ratificando por décadas a quiénes nos gobiernan o representan, entonces no es un problema que lo tengamos como tal, a lo sumo será una cuestión estadística, un lamento poético que como comunidad transformaremos en baile o canción pero no mucho más. 

Lo mismo sí en el barrio más grande, las tensiones políticas se resuelven agitadamente, bajo la lógica de enfrentamientos facciosos o de grupos sectoriales que, ocasionalmente se vinculan para disputarse la distribución de poder con otras bandas con el mismo fin. 

No podemos, en verdad podemos y lo hacemos, ser tan cínicos de pedirles que actúen como nosotros no actuamos, no actuaríamos, ni actuaremos.

No hemos consolidado nuestra noción espiritual de pueblo, por más que tengamos un estado-nación determinado por una república con instituciones regidas por un sistema democrático.

El edificio lo fuimos construyendo sin plano alguno. 

Arriba del escenario, abundan gobernantes y representantes, que no tienen palabras, porque no creen en las mismas, dado que no hay pueblo que las exija, que las demande, que las valore, que las forme, que las trabaje. 

 

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

 

 

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