Jueves 26 de Diciembre de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

9 de abril de 2020

El principio Ubuntu (“yo soy porque nosotros somos”) y la resignificación de lo humano.

Así como no elegimos ni el cuerpo, ni el lugar, ni el tiempo en el que somos arrojados a la existencia, o nacemos, tampoco elegimos, cuando creemos hacerlo o cuando nos dicen que lo hacemos. Ni mucho menos podemos elegir que podrá suceder o no, fronteras fuera de nuestra propia individualidad, por más que esta sea la trampa seductora de lo imposible de lo colectivo. La cuestión con la elección, como si fuese un tema sencillo en sí mismo, no es tanto eso mismo que creemos elegir, o que nos dicen que elegimos, sino todo lo otro que dejamos de hacer o que no hicimos al estar dedicando tiempo y esfuerzo a la supuesta elección. El ejemplo es contundente. En vez de estar leyendo estas líneas, usted podría estar haciendo una inimaginable lista de cosas que deja de hacer al creer que toma una decisión determinada en un momento dado. En el mismo tiempo que creemos que no sucede nada, en los viejos términos, previo al confinamiento, el mundo nos demuestra, mediante el resto de sus especies, todo eso otro que va sucediendo (animales en movimiento, paisajes en claro) mediante nuestro no-movimiento.

La respuesta automática, estertórea como venal, puede ser el simplismo de creer que por tanto no deberíamos hacer nada. No está muy lejos de lo que proponían los cínicos y sus derivados actuales que podrían englobarse en los que propalan el adagio del “lo que sucede, conviene”. Sin embargo, el proceder, aquí propuesto, invita a un abordaje desde otra perspectiva. La pretensión a la posibilidad de elegir, es de alguna manera, irrenunciable. Independientemente de que podamos o no conseguir tal cometido, el de creer que podemos finalmente elegir, lo radicalmente imprescindible es que nos movamos hacia ello, es decir que nos conduzcamos hacia un sentido, sin hesitar. La cuestión pasa entonces, en definir, en qué momento nos conduciremos a tal lugar en busca de atrapar la posibilidad de elección, que es ni más ni menos que la traducción final a nuestra razón última de ser humano; vivir la experiencia plena de la libertad, por más que para esto tengamos que restringirnos en lo elemental (como el trasladarnos, cuando nos presentan la colusión de derechos ante crisis sanitarias, en un sistema conceptual occidental que se aprovecha de la plenitud apofántica que establece y propone). 

El entramado simbólico de este montaje escenográfico en donde creemos que elegimos, es precisamente en nuestra institucionalidad política, que sí de algo carece es de capacidad de elección. Por esta razón y en virtud de alardear, de vituperar la ausencia, para ponerla en términos verbales o semánticos, es que nos decimos,  nos convencemos de habernos dado una suerte de elección democrática, en donde elegiríamos no sólo a nuestros gobernantes, sino que además, elegiríamos que tendrán ellos que hacer una vez dentro del gobierno.

Sí de algo nos sirven las tragedias comunes y compartidas, es para confirmar que las respuestas, mecanismos y reacciones, son iguales en todas partes, unificados en el entramado de que no pueden contra un mal que vienen se pudo haber previsto o morigerado su capacidad de daño.  

Los que salgamos indenmes o menos afectados, nos deberíamos de una vez y para siempre, poner en cuestión precisamente el valor de lo político y de cómo nos propone lo que supuestamente elegimos. 

Como sabemos, creemos saber o cualquier dato de la realidad lo ungirá como irrefutable, ninguno de cada uno de nosotros, ha elegido, ni elegirá, ni podremos hacerlo, a nuestros gobernantes, mucho menos, que tendrían que llegar a hacer una vez, que ciertos de ellos, lleguen (por vías, razones y motivos distintos pero que no están asociados directa o excluyentemente con la elección que nos hacen creer como determinante) al dominio del poder, de la administración de la cosa pública, en donde, como expresábamos, no han resuelto, en caso alguno la gravosa desigualdad, injusticia social y daño progresivo y posiblemente irremontable, del medio ambiente en el cuál deberíamos seguir viviendo bajo otras condiciones o en otro medio ambiente como para continuar con nuestra existencia. 

A lo que vamos, es que por intermedio de esta interfaz, de este maquinación representativa, por esta cuestión de fe, en que hemos transformado el engaño para hacernos tolerable el vivir, vamos camino al acabose en todos sus términos, en su sentido lato. Ya no nos queda ni tiempo, ni posibilidad de que sigamos pensando en los términos en los que pensábamos, sin que abandonemos la perspectiva engañosa de seguir haciendo de cuenta que elegimos algo, cuando en verdad no lo podemos hacer. Reconocer el límite de lo político, es lo único que nos posibilitara que sigamos teniendo política, como dimensión o conceptualización de lo humano.

A esto llamamos “La africanización democrática”. En un primer momento o estadio, pues, como veremos no debemos salir de tal Africanización, sino simple y complejamente, resignificarla. El continente en donde más grotescamente (para un observador, para un habitante de allí sería espeluznantemente) la configuración de la farsa de la elección se constituye en un ardid, de mal ropaje, de calidad baja y en grado de miserabilidad, es en África. Sin embargo, todas las aldeas que aplican el manto ocultador de lo democrático, padecen de diferentes manifestaciones de este africanismo irredento. País, provincia, municipio, ciudad, alcaldía, pueblo u organización que se precie de elegir a sus gobernantes, mediante elecciones, no deja de haber constituido una casta, en donde o se eternizan en el poder, o lo comparten con familiares, amigos y facciones ad hoc, con formalismos, más o formalismos menos, una vez en el gobierno o en el poder, tampoco eligen nada, simplemente ejecutan ordenes, aprietan botones de un sistema que va en piloto automático. Si quiera en los tiempos de campaña, de lo electoral, en el ritual en que han transformado las elecciones, eligen, ni sus discursos, ni sus ropas, ni sus gestos, ni sus acciones. Todo está definido de ante mano, para que en forma salvífica, ante tanta imposibilidad de elegir algo, se cree la farsa de lo electoral, en donde personas que no tienen la posibilidad de hacer sinapsis neuronal, son perversamente dispuestas a que elijan lo que en verdad no eligen ni elegirán. 

Poner en blanco sobre negro, de allí la necesidad de expresarlo en su acepción negativa que damos (en verdad que nos es dada desde la occidentalidad)  a la caracterización de la Africanidad pero a la que, desde la deconstrucción o decolonialidad que pretendemos hacer, volvemos con la idea, de Africanizarnos en un sentido auténtico, real o digno, para que podamos seguir teniendo no ya democracia, política, o mundo, sino humanidad. 

Todo lo que se observa, en su cruel nitidez, acerca de lo erróneo que resulta el que nos sigamos conduciendo bajo la lógica del autoengaño de no reconocer que ciertas cosas no elegimos, se pueden apreciar en África con mayor claridad, pese a que en todas las aldeas tengamos síntomas que nos hablan de la misma problemática. 

Para volver, para re africanizarnos, o re humanizarnos, debemos partir de la base de un principio africano, Ubuntu de la lengua Xhosa que dice: “Yo soy porque nosotros somos”El tener la noción, clara, concisa y contundente de nuestra existencia, a partir de una noción de cuerpo, colectiva, es lo que nos permitirá comprender de la necesidad de que lo indescifrable del destino, del azar, de la fortuna, tiene que ser el eje rector para que de tanto en tanto, tengamos representaciones concretas y reales que conduzcan nuestros destinos políticos, a sabiendas que mediante la vara impredecible del azar, cualquiera que forme parte de la comunidad, tendrá que estar preparado, formado, y dispuesto para gobernar, con la contundencia en su mente, en su corazón y en el espíritu que es en cuanto existe un nosotros que nos hace posible/s.

Por Francisco Tomás González Cabañas.-

 

 

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