Jueves 28 de Marzo de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

29 de mayo de 2018

La democracia no cree en la democracia.

Así como, de acuerdo a Cristina Calcagnini para “caracterizar el inconsciente freudiano habría una fórmula: Dios no cree en Dios, que es lo mismo que decir hay inconsciente”, las generales de la ley le corresponderían a nuestras democracias representativas a las que podríamos comprender en sus abismales filtraciones, en sus siderales vacíos, al adolecer ésta de la convicción de creer en sí misma, que sería lo mismo que decir que hay un pueblo a la deriva, desguarnecido, empobrecido, asediado por problemáticas indignantes e inhumanas, privado de una institucionalidad que lo ordene, bajo parámetros en los que se consensue un acuerdo que dote de sentido a esa voluntad general con posibilidades de firmar un contrato social que se defina, semántica como conceptualmente: de democrático.

“La ley misma no llega quizá, no nos llega, sino transgrediendo la figura de toda representación posible. Cosa difícil de concebir, como es difícil de concebir cualquier cosa que esté más allá de la representación, pero que obliga quizás a pensar completamente de otro modo”. (Derrida, J. “La deconstrucción en las fronteras de la filosofía”. Paidós. 1989. Buenos Aires. Pág. 122).

Esto mismo que parece orillar la obviedad de una tautología, es sin embargo lo que en cada aldea que se define como democrática, sucede cotidianamente. Queremos creer en la democracia, más no así en quiénes la representan. Esta dislocación del  sentido de lo político, nos define en cuanto a nuestra paradojal, como palmaria, contradicción, que más que tal, se transforma en una contracción.

Contracción es un término clave. Gramaticalmente es cuando la pronunciación de dos palabras origina una palabra nueva. Clínicamente es el trabajo de parto que alumbrará más luego el nacimiento o la posibilidad de que este se dé.

Arriesgaremos en afirmar que en nuestra contracción democrática, dos fuerzas antagónicas, sin ánimo de anteponerse una por sobre otra, pero en la obligación de convivir armónicamente, se azuzan, cuando no se trenzan en una disputa sin cuartel y sin final.   

Nos gobiernan en nombre nuestro (del pueblo, de la ciudadanía, garantizándonos libertad de expresión y libertad electoral o de voto, elección u opción condicionada) sin que podamos hacer otra cosa que delegar en nombres concretos tal poder. Caemos en la representación y desde ese momento dejamos de creer en la idea de lo democrático en su estado puro. Hasta los propios representantes, dejan de creer en el sistema que los ungió, como, concomitantemente, en sí mismos. Retomando aquello de Freud que definió lo inconsciente (dios descreyendo de sí mismo), nuestra transgresión (en la salida a la representación, que plantea Derrida) no es lineal, directa u obvia (de único camino). De ser así, viviríamos en estados revolucionarios permanentes, en las reconversiones del orden establecido, a cada rato o de seguido. Sin embargo, nos transgredimos, al montarnos en un teatro de operaciones (que ya es una representación de la realidad) en donde hacemos de cuenta que creemos en lo que no creemos. Vivimos en las interfaces de medios de comunicación, de la virtualidad de redes sociales, que nos alimentan, contumazmente de qué racionalmente, es imposible creer en los representantes de lo democrático (los políticos), cuando en verdad, no creemos en la democracia, ni como forma, ni como valor, apenas lo sostenemos como símbolo de aquello que transgredimos, procaz como permanentemente.   

 Tal como veremos en la cita de Habermas, que recuerda una reflexión de Marcuse, sí actuásemos con lógica, raciocinio, y dentro de los marcos legales de la institucionalidad democrática, tendríamos que hacer uso del siguiente derecho, en nombre de la democracia: “Apelar al derecho a la resistencia es apelar a una ley superior, que tiene validez universal, esto es, que trasciende el derecho y el privilegio autodefinidos de un grupo particular. Y existe realmente una estrecha conexión entre el derecho a la resistencia y la ley natural…Si apelamos al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a abolir la explotación y la opresión, no estamos hablando de los intereses de un grupo especial, autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden demostrarse como derechos universales”. (Habermas, J. “La psique al termidor y el renacimiento de la subjetividad rebelde”. Simposio Marzo 1980).

No nos afecta, no nos asusta, ni tampoco nos rebela, la pobreza, la marginalidad o todo de lo que nos priva lo democrático. Nos quedamos, con la transgresión de hacer de cuenta que creemos, en eso mismo (en la democracia como expresión de un sistema que nos integre, que nos respete, que establezca prioridades para los que se encuentren relegados en relación a los que no) en que no creemos, dejándonos, normativamente, la posibilidad, de que nunca usaremos, de elegir otro sistema que no sea el democrático, por la falla de este en su integralidad y no en su conformación (adjudicar la culpa o responsabilidad a la casta, la clase o la política).

La palabra representa un concepto, una idea, finalmente, una aspiración, un deseo. Los cambios, las modificaciones, no se logran desde lo nominal, desde la denominación de una cosa por otra, que finalmente nos siga significando lo mismo, por el ruido de un significante que suene distinto.

Cuando, tengamos la posibilidad que la contracción democrática, nos depare en el entendimiento de que la transgresión, como salida, la subversión como instancia superadora o complementaria, la revolución del sentido a decir de la poeta Alejandra Pizarnik, nos conmueva en la humana comprensión de  que “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” recién en tal contexto podríamos animarnos a creer que deseamos habitar bajo principios democráticos, en el mientras tanto, hacemos de cuenta, actuamos tal convencimiento, y a veces nos sale bien, la actuación, y otras no, tan solo esto es lo que define el público, como el votante, con su aplauso, como con su voto, a sabiendas, sin que lo que lo reconozcamos abiertamente, que asistimos a una teatralización de la vida real o de una supuesta verdad representada, como democrática.   

Por Francisco Tomás González Cabañas.-

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