ACTUALIDAD
2 de marzo de 2018
Sobre la servidumbre voluntaria.
¿Si un tirano es solo un hombre y sus súbditos son muchos ¿por qué consienten ellos su propia esclavitud?
Étienne de La Boétie no es un tipo común. Es el autor del Discurso sobre la servidumbre voluntaria, un panfleto de pocas páginas donde analiza una de las cuestiones más importantes —y más olvidadas— en la vida de todos: ¿por qué las personas aguantan situaciones humillantes y obedecen normas no escritas y convenciones que son injustas? Para ser exactos, la pregunta de La Boétie es: ¿Si un tirano es solo un hombre y sus súbditos son muchos ¿por qué consienten ellos su propia esclavitud? Corría el año 1548 y La Boétie tenía apenas dieciocho años cuando escribió esto.
Precursor de la resistencia no violenta y de la desobediencia civil en tiempos tan inclementes y duros como fueron mediados del siglo XVI —un tiempo donde en Francia, entonces el país más civilizado del mundo, el hambre, las enfermedades y la vívida presencia de la muerte cotidiana en la familia y en la calle era moneda corriente, donde se exigía por la fuerza lealtad y sumisión ciega a las autoridades administrativas, políticas, sociales y religiosas del pueblo, de la provincia, de la nación y, por supuesto, al mismo rey—, La Boétie es un hombre que da un paso adelante, que se atreve a pensar por sí mismo, que asume, con todas sus consecuencias, que es dueño de sus acciones y equivocaciones. Es una persona que cuestiona el conformismo y la obediencia. Así de simple, y así de revolucionario. Un vicio para el cual ningún término no puede ser hallado lo suficientemente ruin, de cuya naturaleza se reniega y al que nuestras lenguas rehúsan mencionar. Es el vicio de la servidumbre voluntaria, sentencia.
Un ojo clínico el de La Boétie. Para este francés nacido en Sarlat-La Caneda, no muy lejos de Burdeos, la causa principal y el secreto de la dominación, el apoyo y la base de toda tiranía es el soborno institucionalizado mediante el cual millones de personas son empleadas en puestos públicos. Otras fórmulas en el juego del ejercicio férreo del poder que ya apuntaba en el siglo XVI nuestro pensador político favorito son «el monopolio de la información y el control de la prensa. A ello se suman los juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, bestias extrañas, medallas, cuadros y tales narcóticos, burdos señuelos que no hacen otra cosa que llevarnos de cabeza hacia la esclavitud. De esta manera, ayer, hoy y siempre, muchas personas, rendidas ante el marasmo de diferentes y tontunos asuntos, no se percatan de su condición de inminente defunción en vida.
Una sospecha importante: La Boétie señalaba a la costumbre como la principal explicación natural a esta servidumbre voluntaria. Y debe tener razón. Decía Píndaro que, al final, si hilamos fino, nos damos cuenta de que la costumbre es reina emperadora del mundo. Es cierto que no podemos no vivir una vida cotidiana —todos tenemos una y ni el más original y excéntrico puede escaparse— pero no está escrito en ningún lado que los quehaceres diarios, aunque sean una condición para la existencia, deban ser, necesariamente, un asunto tedioso. Todos sabemos que la vida es, la mayoría de las veces, un entramado enloquecido de afanes y rutinas, pero hay que reflexionar sobre ella —examinarla, pensarla— para no dejarnos ahogar por la monotonía y olvidar lo interesante que puede llegar a ser el combate por vivir como queremos y no ser súbditos sucesivos de la familia, el trabajo, la nación, los amigos, las sucesivas parejas, las convenciones sociales y culturales, los gobiernos locales, provinciales, nacionales e internacionales y demás etcéteras.
Recordemos algo que, probablemente, hemos olvidado en el camino: tal y como apunta La Boétie, la reflexión, la observación, los libros y la enseñanza, más que cualquier otra cosa, realmente «brindan el juicio para comprender la propia naturaleza de la tiranía y aborrecerla. Pongámonos a ello otra vez. De nuevo, como cuando éramos turbios adolescentes a solas en nuestro cuarto, pensemos cómo vivir, con nosotros mismos y con los demás, sin miedo al ridículo, sin pensar en las mofas y los chistes tristes de los amigos. Ni que sea para pasar el rato.
Según el autor de Discurso sobre la servidumbre voluntaria, la mejor manera de «matar» a un tirano —o, en su defecto, una relación tiránica de cualquier especie y condición— es destruyendo su poder a través de la resistencia no violenta. No les pido que coloquen las manos sobre el tirano para derribarlo, si no simplemente que ya no lo apoyen más, entonces lo verán, como un gran coloso cuyo pedestal ha sido apartado, caer por su propio peso y romperse en pedazos. Esto es: tomad la resolución de no servir y seréis libres. Para La Boétie, la libertad es un bien cuya pérdida para toda persona de honor hace que la vida sea amarga y la muerte un beneficio», ya que «no solo hemos nacido con la libertad, sino también con la pasión por defenderla», hasta el punto de que si la libertad «desapareciese por completo de la tierra, muchas personas la inventarían.
Es interesante reflexionar sobre por qué el amigo Étienne considera la servidumbre voluntaria un vicio y no una virtud, tal y como se han encargado de subrayar durante largos y monótonos siglos las sucesivas religiones del mundo y las convenciones sociales más arraigadas en nuestras carnes. La clave estriba en que, según La Boétie, esta esclavitud contradice, en verdad, nuestra propia naturaleza. Dado que todos tenemos capacidad de razonar, la virtud radica en cultivar tu propia independencia en comunidad. Tal y como ya apuntaba Sócrates tantos siglos atrás: los que han probado la libertad resisten el cautiverio aunque les cueste la vida. Como el griego, el francés huye de la coacción social. Y no duda en afirmar que contra las normas estúpidas solo es posible la rebelión. Hay que ser moralmente autónomo, dueño de tu vida en igualdad con los demás. Al final, está clara la consigna: haz lo que debas. Y, por Dios, huye como de la peste de la insoportable pomposidad del quejica.
Sócrates es el primer pensador que se da cuenta del grave error de la filosofía al desdeñar la vida cotidiana. Es el ejercicio de la libertad en vivo, en constante movimiento, es esa indagación sobre lo que vas a hacer cada día de tu existencia. De lo que se rechaza y de lo que se elige nace el futuro. De lo más banal a lo más importante. Esto es, Sócrates es el primer futurista. Porque te está hablando de tu futuro, y del futuro de todos. Pero no nos engañemos: ejercer esa libertad así, en las calles de Atenas en el año 350 antes de Cristo, en las de Burdeos a mediados del siglo XVI, o en las calles de Gijón, LA, Cochabamba, Nairobi o Nueva Delhi en esta segunda década del siglo XXI no es tan sencillo. Muchos adoran el error descansado del que Sócrates viene a liberarlos, dijo otro filósofo, el francés Vladimir Jankelevicht. A los que presumían de sabios los consideró ignorantes, y en cambio le pareció que los más despreciados tenían una inteligencia superior. Investigó entre políticos, comerciantes y poetas, y se ganó múltiples enemigos. El inmenso socavón en la ética de la obediencia y la conformidad que urdió Sócrates lleva siglos mirándonos asombrado: como ya apuntaba el viejo griego, aún hoy casi nadie sabe lo que hace ni por qué lo hace. Y dejó sentencia —recogida por su alumno aventajado Platón—: la muerte me importa tanto como nada y, en cambio, no cometer acciones injustas o impías es lo más importante para mí. Sí, efectivamente, esta es una vieja noticia, siempre vigente, no siempre comprendida: hay que pelear. Siempre. Por lo que quieres ser tú como persona, por lo que queremos que sea nuestra comunidad.
Étienne de La Boétie tenía un amigo íntimo, un amigo de verdad. Murió entre sus brazos, a los treinta y tres años. Sus últimas palabras fueron para él. Le rogó, le exigió: «Por favor, hazme un sitio, te ruego que me hagas un sitio». Su amigo, durante años, meditó sobre ese fatídico momento y su misteriosa petición. El último, fatal suspiro de La Boétie lo dejó destrozado. Su amigo apuntó: Desde el día en que lo perdí, no hago sino errar y languidecer. Quien esto escribía era Michel de Montaigne, y a La Boétie le dedicó sus magníficos y celebres Ensayos. Pero antes hizo algo aún mejor: siete años después de la muerte de su amigo, interpretando finalmente las palabras del moribundo, sacó el polvo a las pocas hojas que contenía su escrito Discurso sobre la servidumbre voluntaria que circulaban perdidas de mano en mano, lo editó y lo convirtió en el flamante libro que es. Con su gesto, Montaigne acertó de lleno, porque le hizo a La Boétie un sitio en el panteón de la literatura y la filosofía universal: transformó a su amigo, hasta entonces un tipo anónimo, desconocido por todos, un muerto más en un planeta de cadáveres, en un pensador inmortal.
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