ANÁLISIS
29 de febrero de 2020
Nuestra pobre concepción de la justicia.
En caso de que padezcamos algún daño, seguramente, por más que no nos demos cuenta o no lo reconozcamos, preferiremos el llamado a las Erinias, la venganza antes que la pena pública o que la ejemplaridad de la norma general aplicada, lo que podría acercarse al gran otro social, o lo que nos devuelve cómo posibilidad de justicia.
Lo personal como hecho político, la democracia que exige la destitución de lo colectivo (nos hace optar, entre nombres, predefinidos por sobre partidos o ideas) y el sistema como forma que nos determina, nos arrojan a la libre competencia, al juego de mercado, en donde tenemos que hacer prevalecer, nuestro derecho por sobre el del otro. La letra fría de la ley, de esa que anida, mediante sus hacedores, tutelando la voluntad del pueblo, creando el principio de soberanía (Marsilio de Padua) y más luego, haciendo efectivo el pacto social, dividiendo entre partes, a representantes y representados, sólo se hace efectiva y manifiesta en una dimensión simbólica, tal como todo poder, que opera en tal esfera, ámbito o plano.
Lo real, en su expresión o traducción de lo cotidiano, no se condice con ello. Tal como afirmara J. Derrida, en su texto “Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad”, la justicia se torna “una experiencia de lo imposible”.
Los jerarcas, como todos los que habitan en el olimpo, deben mostrar y hacer, sutilmente, ostensible, los privilegios de la posición (en nombre y declamación de la igualdad claro esta). Es una cuestión física, no de tiempo, es decir ocupan un lugar, tal vez hasta sus respectivas muertes, pero no ha sido, ni será siempre de este modo, de esta manera, tal como entendemos, sentimos o conceptualizamos la dimensión de lo justo o la justicia en su sentido lato o en su significante amo.
Desde nuestra condición de pobres, espirituales y/o materiales (no son ambas condiciones necesariamente excluyentes) no nos queda más que señalar que la situación de la justicia, como poder, es sumamente injusta, de una inequidad superlativa y acendrada en un reservorio de privilegios y suntuosidades, que la transforman en lo excedentario de nuestros valores, ambiciones y horizontes de lo democrático y republicano.
Es un deber, para quién quiera seducir a la plebe, señalarle que la responsabilidad está situada en ese olimpo, que comparte el mismo político (pero a diferencia del jerarca judicial, al primero lo pone, con el voto, la gente, pueblo o ciudadano, al otro lo unge el sistema, siempre cuestionado) pero del que puede bajar por orden popular, y mediante el cuál, la institucionalidad es y no puede dejar de ser tal.
Cómo si fuese un arcano, en su función de paradiástole, “como vox populi, vox dei” la justica conlleva en su propia constitución como poder del estado, su condición imposible, irreal e impostada, de “independiente” del resto de los poderes (y por sobre todo del poder político) e incluso, la excedieron desde lo teórico propinándole la regulación o la función del republicano como matemático contrapeso.
La justicia es lo otro a lo que respondemos, de allí que posea una autoridad innata, que opera desde nuestra individualidad, sin que tenga que intervenir a priori, la fuerza de la acción. La justicia es la forma en que queremos y pretendemos que se nos exija y que se nos reconozca.
No necesitamos saber, cómo, de qué manera, y bajo que presupuestos, trabajan los funcionarios del poder judicial, vayamos a todas y cada una de nuestras redes sociales, allí está la respuesta, de lo que pretendemos y de lo que estamos haciendo con ese otro y en tal ejercicio, generamos nuestra pobre concepción de lo justo o la justicia.
Sólo queremos que nos saluden, que nos gratifiquen, que nos reconozcan, que nos congratulen, con palabras, con “emojis”, con “gifts”, con aplausos sin sonido, con besos ateridos.
Bloqueamos, eliminamos y en el mejor de los casos, explicamos que no queremos una palabra de otro, disonante, un contrapunto, otra perspectiva, le preguntaremos que sí es una crítica constructiva, que ha construido el que osa, romper esa armonía, símil a la paz de los cementerios, buscamos ese silencio que nos acaricie para simular la falta, no de algo, sino de todo, en la espectralidad o condición fantasmagórica en la que nos hemos convertido, para y por, no ponerle el cuerpo, a la existencia, que también es dolor, como disenso, y la posibilidad cierta de ser indagados, criticados y cuestionados.
Sí uno de los mayores problemas de salud, de quiénes no tienen el problema de otra gran mayoría como lo es que no alcance para comer, consiste en la forma de alimentarse, o en no caer en el exceso, en la acumulación, de azúcares o grasas, se debieran encender las alarmas, dado que esa glotonería, esa repetición del goce malicioso, lo llevamos a todos los planos de nuestras existencias, paradojalmente fantasmales (engordamos el cuerpo, para enfermarlo, porque en verdad ya lo hemos destruido, no lo sentimos).
Llamamos familia, o le damos el valor supremo del código amistoso, al que nos sigue, al que nos vitorea, nos “urrea”, nos acompaña y apaña, mientras mas de estos especímenes de estos acumulemos, más creeremos felices sentirnos, en un mundo que nos ofrece una noción de lo justo o de la justicia, en aquel mundo supraterreno, porque muchos de los héroes de lo divino, han sido víctimas incluso del sistema que hemos determinado para otorgar a cada uno lo suyo, y otros incluso, prometen paraísos, a los que aquí mismo cometan ciertos crímenes (así lo han expresado, ciertos intérpretes al menos) y para todos, ecuánimemente, será el perdón que alcancemos, por más que cometamos la acción terrenal que fuere.
Sí alcanzara con la palabra, así fuese de la máxima autoridad política, reforzándola incluso con un proyecto, elaborado por sus colaboradores y que obtenga el apoyo y consenso de los otros moradores del espacio político e institucional que fuese, sí alcanzara con que cobren tanto o cuanto, o reduzcan y eliminen sus absurdos como licenciados privilegios, sí alcanzara tan sólo con que, puedas leer esto como otros textos, y otorgar tus pensamientos, por más que estemos o no de acuerdo, y en tal caso, someter tales diferencias a un tercero, pero no será en breve tiempo, al menos.
No nos aguantamos, ni toleramos al otro, ni en la vida real, ni en la virtual, ni en el trabajo, ni en el hogar, ni en edén, ni en el cementerio (los entierros en donde compartimos el espacio en común con los otros muertos, esta dando paso al hacernos ceniza, donde nos disolvemos en nuestra individualidad o individuación post mortem).
Imposible que pretendamos y por ende que tengamos, una justicia en donde se considere al otro con la posibilidad cierta de ser un igual, en responsabilidades y derechos.
Sí no fuese por la esperanza, tendríamos derecho a afirmar, que no nos merecemos mucho más que tribunales de la venganza, que nos digan quiénes son los malos y los buenos, total, cada cierto tiempo, votamos para optar merced a un sistema que se dice y reconoce, como el menos malo pero no por ello el mejor, ni mucho menos el más justo o atinado para nuestros deseos o aspiraciones.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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