Jueves 28 de Marzo de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

3 de enero de 2018

La necesidad que tenemos de que las palabras se correspondan con los hechos.

El Senador Provincial, otrora gobernador de la Provincia, realizó todo un apostolado de “ser una persona que cumple con la palabra empeñada”, desprendió a partir de tal axioma su defensa de los valores, de la vida y de la “correntinidad”. Abrevando en este cóctel que empatizo de lleno con el correntino de ley, como con el caté, no se amilano cuando tuvo que ser, impiadoso con sus rivales de turno, a los que, previo ninguneo, tampoco se ruborizo al gozarlos y tratarlos con sorna y sarcasmo. No se trata de un recuerdo para llenar los espacios que igualmente no se llenaran ante las palabras que sí algo de divertido y desafiante tienen, es que nadie sabe cómo finalmente se traducirán en la realidad, sino del problema real e inmediato que tienen todos y cada uno de los que tras las elecciones, están haciendo sus primeros pasos en el manejo del poder; cumplir lo prometido con cada quién antes de que fueran lo que ahora son y de las miles de formas y maneras que tienen, precisamente de preguntarse ¿Por qué cumplir con cada coma de promesas empeñadas, si no alcanzara para todos y sí así fuera, siempre tendré quiénes me digan que no he cumplido?.

“La explicación no es solamente el arma atontadora de los pedagogos sino el vínculo mismo del orden social. Quien dice orden dice distribución de rangos. La puesta en rangos supone explicación, ficción distribuidora y justificadora de una desigualdad que no tiene otra razón que su ser” (Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Buenos Aires: Libros del Zorzal: Pág. 148. Año 2007).

Tener que explicar por ende, el decurso del poder, es precisamente hacer lo que ellos no hacen (los que lo detentan) brindar, cobijar de palabras los hechos, independientemente de cuáles sean estos, para dotarlos de cierta lógica para que sean soportables para los que los llevan a cabo y para los que lo padecen.

Thomas Hobbes describe a las personas como siendo por naturaleza enteramente egoístas o desprovistas de auténticos sentimientos de simpatía, benevolencia o sociabilidad. Cada individuo está preocupado exclusivamente en la gratificación de sus deseos personales, y la medida de la propia felicidad es el éxito alcanzado en mantener un flujo continuo de gratificaciones. Hobbes llama poder al medio para alcanzar el objeto del deseo. Él sostiene que en un estado natural, los individuos son aproximadamente iguales en sus poderes físicos y mentales. Bajo estas condiciones, la competencia intensa elimina virtualmente todas las posibilidades de que los individuos alcancen la felicidad, y lo que es más serio, amenaza su propia supervivencia.

Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres (Leviatán, Cap. XVIII).

Maquiavelo alecciona al gobernante que convendría ser amado y temido , pero como esto resulta muy difícil, es mejor ser temido, debido a que los hombres tienen menos miedo de ofender al que aman, pues el amor está mantenido por un vínculo que debido a la naturaleza mala y despiadada del hombre se rompe, pero al temor se mantiene por el miedo al castigo. Acerca de las promesas y el guardar la palabra dada, Maquiavelo dice que no es necesario mantenerla cuando este cumplimiento se vuelve en su contra. Hay otras dos características que un gobernante de poseer, que son la astucia de la zorra y la fuerza del león. La astucia para saber reconocer las trampas y la fuerza para alejar a los enemigos.

 

Con el establecimiento de la comunidad a través del contrato social, Hobbes dice que se dan las condiciones necesarias y suficientes para que se haga presente la moralidad. Lo que sea que vaya de acuerdo con la ley del soberano es correcto, mientras que lo que se desvía de ella es incorrecto. Hobbes establece por tanto la autoridad civil y la ley como el fundamento de la moral. Él argumenta que la moral requiere autoridad social, la cual debe estar en las manos del soberano. La voluntad de un poder soberano cuya autoridad es absoluta e indivisible constituye la única ley por la cual el comportamiento humano puede ser regulado apropiadamente. La moralidad, entonces, se basa en la ley –la ley del soberano absoluto–. Sólo con la institución de un gobierno que pueda premiar las acciones correctas y castigar las incorrectas es posible la conducta moral. Sin una autoridad civil, sería tonto y peligroso seguir los preceptos morales, mientras con ella, la moralidad se convierte en un “dictado de la razón”. En último análisis, actuamos correctamente sólo porque ello conduce a la seguridad individual, y la primera condición de la seguridad es el poder civil absoluto.

 

Los gobernantes, en el imaginario ser respetuosos con la palabra empeñada, lo hacen para la doble función de ser amados y temidos, superando los consejos de Maquiavelo. Amados por los benefactores directos (es decir a los que nombran, designan, aconchaban en el estado, tal como lo prometieron en campaña) y al unísono, temidos tanto por los que se creen con derecho de recibir tal gracia (tantos otros que trabajaron políticamente tanto o más que los premiados) como los que nunca tuvieron algo que ver si quiera con las promesas. Con los que esperan, los que son bastardeados por la expectativa no pueden hacer ni mucho menos decir nada, sí a otros les llegó, probable y posiblemente a ellos también les llegue (por más que no suceda claro está, el poder o los que están en el siempre encontraran razones para no cumplir, precisamente que no existe razón para cumplir) y finalmente a los que están del otro lado (opositores) el tener enfrente quiénes supuestamente pueden hacer lo que ellos no hacen (cumplir con la palabra) les genera pavor.

Finalmente, en el concepto del porque eligen a unos por sobre otros (en el aconchabamiento), además de los aspectos subjetivos y de conveniencia práctica, podemos arriesgar un principio general:

La política de los tiempos actuales, sobre todo en el ámbito de la administración del poder, exige por parte de los hombres y mujeres de los líderes a cargo, que estén formados o comprometidos en lo que técnicamente se llama “educación por competencias”. 

En la educación por competencias, el conocimiento como tal deja de ser el objetivo central del proceso educativo, y pasa a jugar un papel secundario, dándose prioridad a las técnicas, las cuales pasan de medios, para convertirse en el objetivo prioritario de la educación. Eso es lo que está detrás del famoso slogan de: “saber hacer”.

“La educación por competencias se carga de un plumazo todo lo que en la educación procuraba la “comprensión” de la realidad, al calificarlo como “saberes muertos”, sin valor (ni de mercado, ni moral). De manera que es más importante, para las competencias, que el estudiante sea capaz de manipular un “data-show”, a que haya comprendido cabalmente los conceptos centrales de las ciencias naturales y sociales” (http://joaquimprats.blogspot.com.ar/)  

Para ponerlo en términos prácticos, además de los más fieles (que por lo general son los más próximos al líder) se paga, en enconchaba, a los que tienen más funcionalidad, más rapidez y eficiencia en obedecer, en llevar a cabo las ordenes, para que las palabras desde la política, signifiquen cosas, o las mismas cosas, que el líder, expone ante su audiencia y hace dimanar de los medios a los que paga o estimula para que den a publicidad sus actos.

 

“He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay descripción del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. “El mundo –escribe David Hume- es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es la obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ha se ha muerto” (Dialogues Concerning Natural Religión, V.1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, el secreto diccionario de Dios. La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios” (Borges, J. L. “El idioma analítico de John Wilkins).

Deberían saber, lo saben, lo que ocurre es que no reparan en ello, con la debida atención y concentración. Maquiavelo, como Borges y como todos los citados, se dedicaban al arte de las palabras. El tratar de corresponder la palabra empeñada con la realidad, es decir hacer de cuenta que tal cosa es posible, para la mayor cantidad de gente, en el espacio de tiempo más extendido posible, es la principal tarea y objetivo de la política y del político. Más allá de todas las formas y maneras que tienen de hacer valer el poder que cobijan, una sola no podrían dejar pasar inadvertida; con los que escriben nunca conviene tener un saldo pendiente o inconcluso; el poder va y viene (como su traducibilidad material, el dinero) las palabras siempre quedan y hasta se graban mucho más allá del tiempo y de las circunstancias, porque con las palabras, y gracias a los que trabajamos con ellas, significan cosas, todas y cada una de las cosas.

  

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