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  • 20º

ANÁLISIS

5 de enero de 2017

“El padre de familia es el gran criminal del siglo” y lo democrático su juez encubridor.

La frase entrecomillada pertenece a Hanna Arendt y lógicamente la autora lo referenciaba al siglo que le toco vivir, al recientemente transcurrido. El agregado es nuestro y bien podría señalar el correlato, o más que nada la explicación de que nos sucede en nuestro período, que en parte, arrastra la irresolución de la criminalidad señalada por Arendt. La figura patriarcal como cómplice pasivo, ante las vejaciones de lesa humanidad, arguyendo la persecución de las gestas menores de mantener la supuesta seguridad del entorno privado, permitieron los campos de concentración, desandaría con profusión, como criterio y tino la autora. Algunas décadas después, desde una perspectiva de género, podrían aumentar la argumentación señalando que este tipo de criminal, promueve y alienta también, una noción comunitaria, totalmente desigual, como sectaria y por ende antidemocrática, de segregacionismo a la mujer, condenándola a un rol pasivo o secundario, imponiéndoles incluso, a las heroínas que no aceptan esto, de algún modo, una penalidad física (figura de feminicidio) que en algunos casos, luego de cometido busca ser solapado o naturalizado en una suerte de disputa contracultural o de contrapoder. Quienes consideran que la lucha por tener un mundo mejor, puede ser trabajado, desde esta posición de resignificar tanto la semántica de la codificación (de la patria a la matria, de la fraternidad a la sororidad) como la resignificación conceptual de toda la arqueología misma del sistema (dando por sentado que este responde a patrones mera o expresamente machistas) tienen además de una menuda labor, todo un horizonte cierto de proceder bastante claro respecto al futuro.

No es nuestro caso. Sobre todo, porque tal como lo expresamos en el título del artículo, consideramos que aún quedan cuestiones pendientes, tanto del criminal como de su pecador.

El juicio colectivo, apenas que pudo haber comenzado con “Eichmann en Jerusalén” (título de una de las obras más difundidas de Arendt), pero decididamente no terminó, sigue su curso, o debería seguirlo y esto es precisamente nuestro cometido. Señalar no sólo que la justicia tardía no es justicia, sino que para tal demora, gravosa y agravante para la condición humana, se necesita la figura de un juez (por ponerlo en términos metafóricos) encubridor.

Sin duda y no necesariamente uno debe pertenecer a un género, o hablar desde el sexismo que muchas veces se propone, la democracia actuó encubriendo a la figura del criminal, que esconde su proceder delictivo en las formas bien parecidas o socialmente aceptadas del padre de familia.

La democracia, procede de la misma manera. Esconde sus formas, maneras y metodologías totalitarias, en la perversidad engañosa de una aprobación, condicionada, por supuestas mayorías libres, que periódicamente, legitiman a un grupúsculo de privilegiados, que a gusto y piacere,  a diestra y siniestra, demuestran la condición líquida, difuminada de las leyes, que casualmente (en este ardid centra su energía nodal lo democrático, en que las reglas de juego parezcan de dominio público, cuando en verdad lo central se escribe en tamaño micro para los pocos que cuentan con lupas para detectarlo) siempre los benefician, perjudicando, por lógica a las mayorías que votan a sus victimarios.

La tipología del delito que comete para con su sociedad, podría entenderse como continuado (delitos que se ejecutan por medio de varias acciones, cada una de las cuales importa una forma análoga de violar la ley) o tal vez corresponda a otras tipificaciones existentes o a crearse (en algún otro desarrollo teórico hemos propuesto la figura penal del “democraticidio”) de todas maneras, no es nuestro campo el de la penalidad, sino el del señalamiento, claro, prístino y contundente, acerca un diagnóstico cultural del que no podemos prescindir en caso de que queramos, desde el lugar que fuese, modificar algo, con el fin altruista o no que fuere.

Retomando las consideraciones de Arendt,  una de las conceptualizaciones más deslumbrantes a la que arriba es la consideración de la “banalidad del mal”. Una suerte de justificación o de prescindencia de libertad, en la que muchos jerarcas nazis se escondieron, se agazaparon, para no reconocerse en la monstruosidad e inhumanidad de sus propios actos. Para evitar esta lógica de escalas, de gradaciones, estimamos, es que la autora llega a la genial conclusión de que el gran criminal, es además y no en verdad, el padre de familia, el modelo cultural entronizado. El encuentro de este límite de responsabilidad es el que permite señalar que más arriba no se puede apuntar, y que en definitiva, todos por acción u omisión fuimos y seguimos siendo responsables.

La complicidad democrática, para nuestra consideración, se evidencia en que cobija al criminal  en todas y cada una de sus acciones, sin que medie límite alguno en la consecución de las violaciones a la ley, que en este caso, serían a la propia condición humana (otro título de otra obra reconocida de Arendt).

Así como para Lévi-Strauss la prohibición del incesto es el único fenómeno que tiene una dimensión cultural como natural,  nosotros creemos que nuestra humanidad al menos debería entender como límite de su auto-vulneración lo que expresa Pedro Casaldáliga (candidato a Premio Nobel de la Paz, obispo emérito de São Felix, místico, poeta, uno de los líderes de la teología de la liberación y una figura internacional en la defensa de los Derechos Humanos) “Todo es relativo, menos Dios y el hambre”. Prescindamos del rol de sacerdote de Pedro, hasta su máximo pastor, el Papa Francisco, lo señala como la cuestión principal a resolver, la del hambre, la pobreza o la marginalidad.

Una democracia que se precie de tal, sea tal o no esconda, complicemente, al asesino del siglo anterior, a decir de Arendt, trabajaría en post de combatir la pobreza. La no realización de esto mismo, y hasta su perversa aquiescencia (la de declamar que se trabaja para erradicarla) no hace más que confirmar el gravoso encubrimiento que perpetra lo democrático, ante su figura cultural-simbólica, denunciada siglos atrás como el gran criminal de la condición humana.   

“Sólo en el firme fundamento de la inexorable desesperación puede en adelante construirse con seguridad la morada del alma”. (Russell, B.)

 

 

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