PANDEMIA
29 de enero de 2023
Hey, honey, take a walk on the virus side…
Por Óscar Sánchez, hace casi tres años
Vivo en Madrid. Creo. Lo mismo la ciudad entera se ha desjagado de la tierra, como en La Saga/Fuga de JB (¿no había también algo así en Vengadores: la Era de Ultrón?), dejando en su levitación una cortina de arena, y luego ha emprendido la marcha hacia otra latitud más lluviosa, lentamente, para que no nos demos cuenta…. Puesto que se supone que nadie sale de su casa más que para hacer la compra, como los insectos -habréis observados que sólo se aventuran de sus madrigueras o microcosmos para llenar el granero-, nadie se habría asomado al borde para descubrir que volamos. Lo mismo el 11 de mayo estamos sobrevolando el Índico, entre las nubes, en busca de una lengua de tierra que nos acoja en algún enclave tropical del Tercer Mundo, que es donde de todas maneras vamos a terminar si es que hay que escuchar a los cenizos. Seríamos entonces como Dubái, una ciudad entera recién caída del cielo, pero con gente más o menos normal, no con ese sistema de castas que erige una frontera infranqueable entre los jeques multimillonarios que pagan la horterada y los esclavos pakistanís que se la construyen. Bueno, quizá he sido demasiado optimista con respecto a las diferencias en Madrid, pero es que hace tanto que no la veo que ya no recuerdo cómo era, y desde luego en un mes le ha dado tiempo de sobra para casticizar medio planeta. “De Madrid al Cielo” sería por fin real, y eso con Cara-Mascarilla al mando…
Suena inverosímil, de acuerdo, pero más inverosímil todavía lo es pensar que, de verdad, a partir de la medianoche -After midnight…- las calles de Madrid siguen desiertas como una pintura de Giorgio de Chirico, el hermano tonto de Alberto Savinio. Estoy intentado imaginarme la calle del colegio de mis hijos, habitualmente repleta de terrazas incluso en invierno, de esas que tienen estufas como antorchas, y no me encaja ni de coña, eso que se lo trague otro. O sea, que de verdad las saunas de los giocondos están cerradas, los raterillos no salen a darse un voltio, las pobres chicas de la calle Montera llevan un mes descansando y los morlocks que te ofrecían “dexis” en Malasaña están tirando de ahorros del banco… Y yo me llamo Conde Drácula. La idea, sin embargo, resulta excitante. ¿Por qué no darse un paseo por el lado salvaje, enterarse de verdad de lo que ocurre en las galerías sin fin de una capital europea en la noche de los virus vivientes, blandir el móvil, y no apagar la cámara hasta el amanecer? Luego podrías vender la exclusiva a Eduardo Inda bajo nombre supuesto, pongamos Jack el Destripador, y ganar una jodida fortuna haciéndote viral, nunca mejor dicho. Es que aunque en realidad no hubiera nada, pero nada de nada, más que farolas como polifemos ciegos, pavimento regado por el monzón, ventanas como cuadros de luz de Alcalá-Meco, y coches aparcados cogiendo verdín preternatural, merecería la pena grabar la expedición. ¿A quién podrías perjudicar? Te colocas un pañuelo de fugitivo de la ley en la boca, te enfundas una gabardina de neoyorkino en invierno, te ajustas unos guantes como los de Gilda, y si consigues encontrarte con alguien, pegas un salto y profieres con voz profunda: “¡Soy Batman!” (el sueño de tu vida, reconócelo; si eres mujer, género/mujer quiero decir, entonces Catwoman, pero no te sorprenda si cualquier día un friki te hace notar que Selina Kyle era puta…)
Tiene que haber cientos, quizá miles, de exploradores del Madrid-Chirico rondando de madrugada para experimentar qué se sentiría siendo el único superviviente de la detonación de una bomba de Hidrógeno, o cómo sería la noche helada y aterrorizada de Moscú antes de la caída del Muro. Es imposible que los chanchullos no sigan su curso, que los rudos mafiosillos se laven las manos durante veinte segundos, que, en una situación de tedio y tensión como esta, no estén haciendo su agosto los trapicheros. Estoy seguro de que estamos haciendo el pringao, y que hay todo un mundo de depravación, crimen y rocanrol que nos estamos perdiendo por ser tan educados y formalitos. En el centro de España, o en un extremo del subcontinente indio, esto ya no es Madrid, es el Sin Ciy de Frank Miller. Los zombis somos nosotros, encerrados en nuestros hogares, comiéndonos el cerebro: fuera se lo pasan de puta madre los que están vivos de verdad, riéndose del mundo. Debe ser como al final de Abierto hasta el amanecer, un Tarantinada de las genuinas, primordiales, no como lo que hace ahora, cuando Julliete Lewis quiere irse con George Clooney a una ciudad mejicana llamada El Rey. A pesar de lo que acaban de vivir con los vampiros y tal, Clooney da a entender que El Rey es mucho peor, que no es lugar para una chica como ella, la única indemne de su familia, y que él podrá ser un cabrón, pero no un puto cabrón…
Pues eso: no os recomiendo para nada que salgáis una noche de estas, a la hora de los lobos; podré ser un cabrón, pero no un puto cabrón.
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