LITERATURA
19 de octubre de 2022
Max Brod, autor de "El proceso"
Por Óscar Sánchez
Y yo iré a Dresde fingiendo obligación y visitaré el jardín zoológico ¡que es donde debiera estar!
Franz Kafka a Max Brod, 22 Julio de 19121
Tú le das a uno de nuestros adolescentes actuales a leer esa salvajada del canon de la Literatura Universal e incuestionable obra de genio que es En la colonia penitenciaria, que no le lleva más de un hora terminárselo, y os aseguro que lo disfruta. Te dirá que es una rallada, que Kafka estaba de la olla, pero quedará inscrito en su cabeza como por efecto del propio aparato que se describe en el relato. Y eso que fue escrito antes de tener lugar los peores episodios de la Primera Guerra Mundial. Desde luego que Franz Kafka estaba de la olla, de eso no cabe duda, lo que ocurre es que no todos los que están de la olla son Edgar Poe, Nathaniel Hawthorne o Franz Kafka. Un adolescente de esos a los que los sociólogos gustan de adjetivar con una letra o un rasgo, la o el que sea, mira dentro del abismo kafkiano como se mira un lugar terrible pero familiar. Las cosas que ven a diario en Tiktok -y en cifras de a millar la hora- no son ni un ápice menos dementes, tan sólo más breves y menos profundas. Yo no sé, realmente, qué les hemos hecho, qué les ha hecho nuestra cultura y nuestros medios de desinformación, como el robusto padre de Kafka jamás hubiera entendido el retorcimiento mental de su escuálido hijo, pero de alguna manera les hemos entenebrecido el alma. Eso no significa, creo, que estén impedidos de ser felices, todo lo contrario. Precisamente porque lo ven todo tan negro, cada momento de tontería pura les sabe a gloria, y no pedirán mucho más -estoy hablando aquí de los que conozco, clase más bien trabajadora, no de esos energúmenos niños de papá del colegio mayor Elías Ahúja. Es como si los hijos de la civilización occidental en el s. XXI (y es significativo que en El castillo el enigmático mandamás al que jamás K. conocerá se llama West-West, así, en inglés, si no recuerdo mal), aquella civilización que presume de haber expuesto a la luz pública sus propios mecanismos de legitimación científica y política, se estuviesen hundiendo sin resistencia en esas tinieblas cuyo corazón aterrorizó tanto a Joseph Conrad. Si así fuera, Franz Kafka sería su más joven y lucido tatarabuelo e intérprete. En la escritura de Kafka, toda libertad deviene mecanismo, toda esperanza una trampa y toda peripecia un callejón sin salida...
Cuando tenía ventipocos años leí la biografía que Max Brod publicó sobre su amigo Kafka en 1937, con la que se inaugura, según escribe Milan Kundera en Los testamentos traicionados, la “kafkología”, es decir, el discurso cuasi-nigromántico gracias al cual la crítica ha hecho del propio Franz Kafka un “Kafka kafkologizado”. El fundador de la kafkología fue este Max Brod, un personaje considerablemente ambiguo, ya que salvó la obra de Kafka de la destrucción a la que el mismo interesado la había destinado2 (algo que le valió a Brod la dura reprobación de Walter Benjamin), aunque a cambio de vender al mundo la imagen de un Kafka teratológico, nihilista y maldito, algo que ya había ocurrido antes con la obra de Poe de mano de su pérfido albacea, Ruffus Griswold. La diferencia entre ambos casos es que Poe sí había publicado en vida, mientras que Kafka no, y que Brod no era pérfido, pero sí un petulante insufrible, a juzgar al menos por su trabajo más conocido. En su biografía de Kafka da a entender que todo lo que hizo de grande o de pequeño su amigo fue por iniciativa suya, de manera que el ensalzamiento que practicaba sobre Kafka le pudiera ser en gran medida atribuido a él, que fue también escritor y no malo. Capítulo tras capítulo, página tras página Brod pinta a Kafka como un individuo indeciso y vacilante, lo que sin duda fue, al que la mano amiga de Brod guía cariñosamente por los senderos de la vida y de la literatura. Así, Brod se presenta como el evangelista de Kafka, al mismo tiempo que su Juan el Bautista y su Pablo de Tarso. No habría memoria de Kafka en el mundo de no ser por el providencial Brod, así como no hubiera existido el cristianismo de no ser por la campaña propagandística paulina. Ambas afirmaciones son ciertas, pero la contribución de Brod está en realidad no poco lastrada por su propio autobombo y por las manipulaciones y amputaciones que realizó sobre los manuscritos de su amigo fallecido. Se ve que a Brod el Kafka más humorístico y liviano no le gustaba, o al menos pensaba que por esa vía lawrencesterniana, por así decirlo, no se escalaba a la cumbre de la inmortalidad, así que podó algunos pasajes para él dudosos (es célebre la extirpación de unos párrafos dedicados a un intento seducción homoerótica en El proceso) y retocó otros, a fin de hacer del praguense esa suerte de fantasma de la ópera amargo y triste que es como le reconocemos hoy, como si Kafka fuera el propio Gregor Samsa, como si un hedor a insecto quemado saliera de todas sus páginas...
Que Kafka tuvo un carácter algo distinto -distinto a como lo retrata, por ejemplo, el dibujante underground Robert Crumb- lo atestigua su correspondencia, de la que he tratado de dar una muestra en epígrafe. Naturalmente, es imposible vivir en el dolor y la desesperación constantes, como el propio Kafka escribió en una ocasión. Como decimos en España, no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista. Lo que aquejaba a Kafka no era exactamente pesimismo, lo suyo estaba más allá del optimismo y el pesimismo3, aunque precisamente cuando conoció a Brod fue tras una conferencia de éste sobre Schopenhauer. Creo que sería mejor denominarlo con la expresión de Nietzsche, der Geist der Schwere, el “espíritu de la pesantez” (Así habló Zaratustra, págs. 268 y sigs.), según el cual el hombre llega a abusar de “demasiadas pesadas palabras ajenas y demasiados pesados valores ajenos”, pero también “algunas cosas propias son una carga pesada”. Esa carga, en Kafka, fue ante todo la de su padre4, pero también la de su trabajo en una compañía de seguros en la que se emitían constantemente partes de lesiones horrendas y, claro, la de su propia cabeza atormentada. El espíritu de pesantez, según Nietzsche, se manifiesta en que “en el interior del hombre hay cosas nauseabundas y viscosas, cosas semejantes a la ostra”, y esa ostra se cerró sobre Franz Kafka gran parte de su vida, pero no sin permitir una rendija por la que entrase la luz. La crítica a la burocracia ya la había realizado Dickens en Casa Desolada, y no creo que Kafka lo ignorase. Por otro lado, me parece que tenía razón Hans Mayer cuando decía en su historia de la literatura alemana contemporánea que Kafka había suprimido enteramente la psicología en sus novelas y cuentos, propinando un cierto corte de mangas a la novela decimonónica. Los personajes de Kafka, en efecto, no sólo a menudo no tienen nombre, es que ni siquiera tienen espesor psicológico -excepto, tal vez, el artista del trapecio, pero incluso este es una pura abstracción doliente y deseante. A decir verdad, el tono de Kafka no se parece a nada ni a nadie anterior a él5, es un novum absoluto, quizá como mucho se podría apreciar una semejanza con los cuentos renacentistas, esos que narraban hambre, miedo nocturno, niños perdidos y brujas despiadadas, y que también conocieron su propio Brod, pero esta vez para edulzarlos.
El 7 de agosto de 2016 un juez dictaminaba que Eva Hoffe, hija de la secretaria personal de Brod, debía entregar todo el legado de éste a la Biblioteca Nacional de Israel, la cual podría dotar a los textos de Kafka de “una adecuada resurrección literaria”. Esa transferencia se culminó en agosto de 2018, de modo que sólo ahora, tantas décadas después, estamos en condiciones de traducir y editar la obra kafkiana en su totalidad lejos de las garras de su “descubridor”. Como dijera el propio Franz en una de sus frases más enigmáticas la historia de los hombres es un instante entre dos pasos de un caminante...
1 Cartas a Max Brod (1904-1924), Madrid, Grijalbo Mondadori, 1992, traducción de Pablo Diener-Ojeda.
2 “Mi última petición. Todo lo que dejo atrás (...) en forma de cuadernos, manuscritos, cartas, borradores, etcétera, deberá incinerarse sin leerse y hasta la última página”. Según parece, ya diez años atrás, Kafka, enfermo por una fiebre pulmonar de la cual no sabía si terminaría de recuperarse, escribió a su amigo que los únicos relatos que le debían sobrevivir eran La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural y Un artista del hambre.
3 Excelentemente analizado en su vertiente cultural por George Simmel en los siguientes términos: “Los libros que niegan todo el atractivo de la vida han demostrado tener el mayor de los atractivos para un público enorme. Ha sido precisamente la filosofía del desagrado de la vida la que ha sabido agradar a los vivos hasta el punto de convertirse en un entretenimiento, y de imponer su marca a toda la literatura de nuestra época. Es una ironía peculiar, y típica precisamente de los procesos psicológicos, el hecho de que cuando el pesimismo nos niega todos los encantos de la vida, por lo menos haya uno, el encanto del propio pesimismo, que parece sobrevivirles como risueño heredero” (1888); “El deleite en el propio dolor, la obstinación concupiscente en todos y cada uno de los pesares, el esfuerzo por hablar tanto como se pueda (ante los demás y ante uno mismo) de cada uno de nuestros fracasos, hallan su expresión cabal integrándose en una visión general pesimista. La ausencia de actividad que caracteriza a todo pesimismo (dado que toda ocupación enérgica descansa, si no quiere ser absurda, sobre una base más o menos optimista) se corresponde completamente con este gozo pesimista frente al sufrimiento subjetivo” (1900), editado en Sequitur en 2017, en traducción de Fernando García Mendívil.
4 Ignoro si la Carta al padre ha sido, además de rapiñada por el Psicoanálisis, analizada por el feminismo en orden a establecer las caracteriología más básica del patriarcado moderno, pero desde luego allí tienen un verdadero filón.
5 No me atrevo a caracterizarlo por mí mismo tras leer las dos páginas realmente brillantes que le dedican Martín de Riquer y Jose María Valverde en su excelente y nunca bien ponderada Historia de la Literatura Universal de 1959.
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