21 de mayo de 2024

Asociación ilícita.

No es casual que el presidente argentino Javier Milei, entrevistado hace unos meses por un medio italiano, afirmó, para sorpresa de propios y extraños “De hecho, el Estado es una asociación criminal donde un conjunto de políticos se pone de acuerdo y utilizan el monopolio de la riqueza para robar recursos del sector privado”.

El Jesuita Paul Valadier, en su obra en relación al filósofo que anatematizo la muerte de Dios (Nietzsche), expresó una sentencia, mucho más contundente y categórica acerca del todopoderoso, más precisamente, del suyo y del nuestro (por más que adhiramos religiosamente o no, nuestra pertenencia cultural es indiscernible al dogma); “El dios Cristiano deja morir a su Hijo sin morir él”. Sí nos detenemos un segundo en la expresión, sin pasión ni caristia, concluiremos, racional y atinadamente que el genio maligno planteado hipotéticamente por Descartes, tal vez debiera ser rescatado del olvido religioso al que fuera sometido, y replanteado incluso, como reemplazo fidedigno del propio dios. Sólo nuestro principio de placer nos hace pretender que tanto el más allá, como el próximo segundo, sea mejores de lo que nos ha sucedido, o al menos nunca sean peores de lo ya vivido. 

 
No es casual que el presidente argentino Javier Milei, entrevistado hace unos meses por un medio italiano, afirmó, para sorpresa de propios y extraños “De hecho, el Estado es una asociación criminal donde un conjunto de políticos se pone de acuerdo y utilizan el monopolio de la riqueza para robar recursos del sector privado”. 
 
La definición conceptual del líder argentino, fenómeno barrial que predica sus convicciones y que es tan escuchado fronteras dentro y fuera de nuestro país, amerita un análisis menos coyuntural del que se le brinda. Alejado de los sesgos de su propia singularidad a la que tiene derecho a echar mano, y de la que tanto se prenden tanto críticos cómo fanáticos. 
 
El nodo de la batalla conceptual que brinda Javier Milei, siquiera es económica, incluso a su pesar o pasar. 
 
El nacimiento de la contradicción se suscita, cuando nos dejamos iluminar por la razón, oscureciendo deseos y expectativas, el bosquejo de esa verdad ineluctable nos resulta insoportable e intolerable. Acudimos al deseo, puro e inimputable de que algo bueno nos suceda, y que eso, obviamente, por la naturaleza de nuestra imperfección, tenga que tener una entidad que nos supere y trascienda. Para convencernos de este procedimiento de autoengaño que nos protege de las garras de lo incierto a lo que hemos sido arrojados, socializamos la creencia, la transformamos en colectiva, la dogmatizamos, para hacerla aún más férrea y convincente. Lo que no habíamos advertido, es que producto del consumo compulsivo de este opiáceo existencial, de esta cura para la náusea, devenimos en delincuentes sociales. Nos agrupamos con el único fin de violentar las leyes naturales como las convencionales, las que creamos, a los efectos de vulnerarlas y adquirir felicidad, tras el cometido de la transgresión.

Nuestra institucionalidad política, es una clara y cabal muestra de lo expresado. Es precisamente en este campo en donde el comportamiento individual, para tolerar nuestras limitaciones, se constituye como colectivo. Refrendamos en nuestra construcción democrática occidental de los últimos años, un proceder, que a ciencia cierta sabemos que será tramposo, que no se corresponderá con aquello por lo que decimos que iremos, sino en ese amague, en ese paso de trapisonda, es en donde encontramos la seguridad y la defensa ante la infelicidad que nos produciría estar al desnudo ante la posibilidad de verdad. El crear, esas institucionalidades, que señalamos como fundamentales para un estado de derecho democrático, para vaciarlas de sentido, anatematizarlas, amputarlas, y vejarlas, condicionando aquello por lo que nos proclamamos republicanos; la libertad política, coartada o cercenada, por quiénes ilegítimamente dicen representarnos. El orden establecido, que dice garantizarse, mediante instrumentos normativos y participación ciudadana, controlada o limitada, tiene como fin, casi en forma inversamente proporcional, aquello que dice defender o promocionar.
 
El caso argentino, actual, es evidente. Un ordenamiento jurídico propuesto por un ejecutivo votado mayoritariamente, no puede verse obstaculizado por un senador, votado hace cinco años y cuyo ingreso se haya dado, probable y posiblemente, bajo el manto de una lista sábana (por más corta que fuese, sábana al fin) sobre un electorado con casi la mitad de los suyos en la opresión de la libertad que significa estar debajo de la pobreza. Menos aún, y en el caso de que supere el escollo, en la mesa de nogal de un alto tribunal, que determine, bajo una aristocracia "constitucionalista" sí es aplicable o no, aquello propuesto por el ejecutivo votado, ratificado por el legislativo, también ungido por voluntad popular y dependiendo de estos jueces que fueron electos por la cofradía sectaria de lo menos democrático del sistema político. 

En definitiva no hacemos más que replicar el accionar individual. A nivel social, las asociaciones ilícitas, por las que optamos que gobiernen nuestro desgobierno, son, antes que nada y primordialmente, facciones tendientes a hacernos creer que trabajaran por aquello que nunca conseguirán. Reconocer que esto es lo que deseamos, podría constituirse, tal vez, en el único acto de libertad política, al que podamos aspirar. El sabernos y asumirnos como seres deseosos de ser engañados, táctica como estratégicamente, podría otorgarnos una sensación de placer, difícil de cuantificar.

Precisamente, esta es la razón por la cual en forma íntegra, la asociación ilícita está normalizada, aceptada socialmente y formar parte de alguna de ellas, es a lo máximo que podamos aspirar, porque tiene como destino, como finalidad, el defendernos de esta vida, el ocultarnos de los látigos de ese cruel genio maligno que antes que sufrir que él, eligió hacer torturar a su hijo, para que entendamos que es lo que puede pretender para nosotros, por más que nosotros, ilícita como antinaturalmente nos hayamos inventado aquello de que lo hizo para demostrarnos su amor incondicional e infinito. Creemos lo que queremos creer, no lo que es. Como la democracia que nos representa en la proverbialidad de nuestras miserias, en la refulgencia de nuestras asociaciones para transgredir, cuando no delinquir.  
 
Javier Milei, con respecto a lo que hemos transformado la noción de estado, tiene razón. Además de contar con la legitimidad institucional, se esfuerza, a su modo y manera, de hacerse entender. 
 
De nuestra comprensión dependerá si continuamos bajo la égida de asociaciones ilícitas, travestidas de dispositivos institucionales, o sí nos hacemos cargo de que haremos a partir de que nos desprendamos de tales reductos en dónde descansan nuestras esperanzas libertarias y por ende democráticas. 
 
Por Francisco Tomás González Cabañas. 
 
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