31 de octubre de 2022

El resto de la idea, Francisco J. Fernández, Círculo Rojo

Por Óscar Sánchez

 

En el caos no hay error.

Cara o cruz, Radio Futura

 

 

 

Francisco J. Fernández es muy coqueto. Como autor, quiero decir. Escribe sus reflexiones en un estilo cuidadísimo, que no es menos personal por ser de una pulcritud gramatical y léxica superlativa. Es ese tipo de pensador al que vas conociendo conforme avanzas en sus libros, aunque se diría -pero se engaña a sí mismo si lo cree así, en mi opinión- que procura guardar una distancia crítica y profiláctica respecto de los temas que trata, como si fuera un Bertolt Brecht de la exposición filosófica. Recuerda a un texto poco conocido de Walter Benjamin recogido en el libro Imágenes que piensan, concretamente el artículo titulado El arte de la escritura, que cito un tanto por extenso para volver enseguida a mi tema, como un MacArthur de la reseña...

 

El que es buen escritor nunca dice más de lo que piensa. Y esto es muy importante. Pues el decir no es solo darle su expresión al pensamiento, sino otorgarle su realización. Y así, caminar no es ya tan solo expresión del deseo de alcanzar una meta, sino su propia realización. De qué tipo concreto sea la realización de que se trata, si le hará justicia estrictamente a la meta fijada o se perderá en la exuberancia del deseo, depende ya del entrenamiento de aquel que se encuentra de camino. Y cuanto más disciplinada sea y más evite la realización de movimientos que sean tambaleantes y superfluos, más se satisfará toda actitud corporal consigo misma, como más adecuado será también su uso.

Porque al mal escritor se le ocurren siempre muchas cosas, y se entrega a ellas justamente como el mal corredor, que no se halla instruido en el secreto de los movimientos, flojos o briosos, de sus miembros. Pero precisamente por lo mismo, nunca puede decir sobria y justamente lo que piensa. El talento que es propio del buen escritor consiste en ofrecer a través de su estilo al pensamiento ese mismo espectáculo que un cuerpo que este bien entrenado sin duda nos ofrece. Nunca dice más de lo pensado. Y por eso mismo su escritura no es un beneficio para él mismo, sino solamente para aquello que él quiere decir.

 

Porque además de coqueto Francisco J. Fernández es pudoroso. Como filósofo, quiero decir. Da la sensación de que no hay cosa que más le irrite en este mundo, dentro del campo de su especialidad, que esa presión que siempre se cierne sobre los filósofos acerca de la posible “utilidad” -en un sentido moderno- o “aplicabilidad” -en un sentido más cínico, propiamente contemporáneo- de sus pesquisas. Nadie pregunta a un violinista para qué sirve ser un virtuoso del violín, por no hablar ahora del fútbol o del toreo. Asímismo, resulta, si se mira bien, absurdo el reproche tan habitual a la filosofía de ser un ejercicio de exhibición pedante de conocimientos y deducciones estrictamente endogámicas y autorreferenciales, como si tocar el dicho violín no fuera igualmente autorreferencial, y como si el violinista subido al escenario hubiera de ocultar sus destrezas, adquiridas durante interminables horas de práctica y estudio, a fin de no incomodar la autoestima de su público. Tal vez por eso El resto de la idea, en un espíritu muy de la especulación pura hegeliana a que alude su nombre, encierra un conjunto de ensayos, artículos, reseñas, apéndices, columnas e incluso un diario que funcionan como partidas de ajedrez del autor consigo mismo, para deleite del lector inteligente. El juego del ajedrez es, precisamente, la principal afición de Fernández aparte de la filosofía, y uno diría que en combinación con la filosofía. Ya Aristóteles defendía fieramente la independencia de la filosofía respecto de praxis o poiesis alguna, justamente porque para él la misma filosofía es ya la praxis suprema, y algo muy semejante se puede decir, dando un salto no tan largo en el tiempo pero sí fertilísimo en logros y matizaciones, de Martín Heidegger, para quien el pensar debe ser completamente inútil, en tanto que expresa y prepara el camino de Lo Libre. En El resto de la idea se participa totalmente de este ánimo, a mi modo de ver, pero más bien bajo la metáfora del juego del ajedrez, al que se dedican varios textos (y Fernández había consagrado ya un libro previo tan bien narrado como próximo al lector, El ajedrez de la filosofía, Plaza y Valdés, 2010, a esas prolijas y fascinantes cuestiones). Así, cuando en el artículo El ajedrez de la lengua se medita acerca de la relación entre el uso de la lengua hablada y escrita y el juego de los reyes Fernández nos revela, como de pasada, su actitud ante la ética, desde la cual el lector comprende mejor su renuencia a convertir la filosofía en una suerte de recetario para la vida, que es lo que más vende, así como su indignación ante la proliferación de certámenes donde se convierte al ajedrez en un deporte como otro cualquiera. Tiene lugar en el momento en que se consideran las ilimitadas y sutilísimas estrategias del ajedrez, y hasta qué punto pueden tenerse previstas o no de antemano:

 

Pero es que ahí precisamente donde se encuentra la gracia del asunto: en que es preciso averigüárselas a partir de escasos elementos de juicio, como en la vida, cabría añadir, pues o se cae en un rigorismo excesivo o se acaba por admitir que nuestros principios prácticos han de incluir sus propias excepciones.

 

De manera que lo que llamamos la vida conoce su propia (i)lógica, y esta se deriva más bien de la experiencia que del discurso, como sugería Ludwig Wittgenstein en el Tractatus y escritos inmediatamente posteriores. El resto de la idea es como un cofre del tesoro o un arcón de los de antes donde se guarda con mimo a Leibniz, a Spinoza, a Marilyn Monroe, a Sócrates, al Doctor House, a Ortega y Gasset, a un humilde wáter e incluso al más humilde todavía escribidor que esto suscribe. Los elementos son heteróclitos, pero no se enlazan de modo caótico, porque en el caos no hay error, como escribió tiempo ha Santiago Auserón (licenciado, por cierto, en Filosofía), y por tanto ninguna posibilidad de crítica o discrepancia. Hay que internarse en la “gramática profunda” que configura el cañamazo de la cabeza de Francisco J. Fernández, y desde ahí aprobar sus razones o apostillar algo a ellas. El libro se presta, digamos que ha sido concebido para ello, para forjar una comunidad de los talentos más que para servir para quién sabe qué propósitos que terminan por ser siempre los mismos (es decir: o una presunta revolución, que es el opio de los intelectuales, o una presunta terapia, que es la cantinela de los bestsellers). Como se leía ya en El ajedrez de la filosofía, pág. 155, a propósito de Casablanca, seguramente la película más emblemática de la historia, “el resto de la idea vuela hacia Lisboa entre jirones de niebla africana...”


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