Yolanda Díaz y la Fuerza del Amor
"Sólo con quien te ama puedes mostrarte débil sin provocar una reacción de poder", Theodor Adorno, Mínima moralia.
Ayer acudí a la presentación en Madrid de la plataforma “Sumar” encabezada por Yolanda Díaz, y efectivamente sumamos muchos congregantes, sumamos unos cuantos mitineros y sumamos bastantes grados de calor, del humano y también del otro. Lo que menos me gustó, en el sentido de sonarme regular y ponerme la mosca detrás de la oreja, fueron precisamente las muchas alusiones que se hicieron al cariño, sobre todo de parte de nuestra apreciada protagonista, que por cierto vestía de rosa. Lo comprendo, comprendo que si lo que pretende es una movilización a gran escala que cambie (lo del “cambio” también se mencionó a menudo, el cambio como tal es el único y verdadero lema que subyace a toda campaña electoral desde el principio de los tiempos, sea el candidat@ un reaccionario troglodita o un/a progresista flower-power) nada menos que el aspecto y el talante político-social de toda Europa y por extensión de la biosfera haya que apelar a los sentimientos, pero resulta un tanto peligroso. Sin emoción e ilusión no consigues mantener a mucha gente unida en un proyecto común durante el tiempo necesario, eso es completamente cierto, pero echando mano de la emoción e ilusión pones en marcha, te guste o no, el mecanismo schmittiano -por Carl Schmitt, el jurista y politólogo nazi- del antagonismo entre “ellos” y “nosotros”, “amigos” y “enemigos”. Cuando a un colectivo lo que le une no es el interés, o simplemente unas prácticas consuetudinarias, sino una suerte de energía emocional emanada de un líder carismático, es facilísimo que todo disidente pase a ser en un abrir y cerrar de ojos un traidor, y que las polémicas internas que sin duda van a generarse en el futuro se conviertan en una verdadera caza de brujas. El amor y la revolución son dos tremendas realidades que tienen algo en común, y es que empiezan siempre con las mejores intenciones posibles y terminan frecuentemente en un baño de sangre, psíquica o roja como el pasado político de Yolanda. Ahora imaginemos al amor y la revolución amalgamados, una revolución por amor o un amor revolucionario, y lo que obtendremos será la fórmula antropológica de la nitroglicerina política montada en una maldita montaña rusa... ¿O qué ha ocurrido, si no, cuando en el pasado se ha apelado al “amor a la patria y a Dios” o a la “fe en la victoria”, o a, por ejemplo, la “confianza plena en el partido”? Pues que justo después venían las purgas...
También es cierto, por otro lado, que hemos interiorizado hasta tal punto la teoría de las emociones del liberalismo económico que ya no creemos lo más mínimo en nosotros mismos, cuando ni el propio Adam Smith era tan cenizo como lo somos en la actualidad. De hecho, Smith escribió un libro con ese tema, y en su retrato no salíamos tan feos como nos vemos hoy. Sin embargo, Adam Smith no vivía en un planeta en que cada día los carburantes de los coches de todo el mundo consumen 400 años de biomasa terrestre, o sea, cuatro siglos de bosques, y, cuando él escribía, en África no se espichaba a diario y a mansalva por guerras, hambrunas, dengue, paludismo, tifus, malaria, ébola, y mañana, con la peor suerte imaginable, covid-23. El amor como argamasa política es muy delicado, pero tenemos retos tan serios por delante que algo de esperanza habrá que tener en el género humano, a pesar de todo, precisamente porque ya no nos podemos permitir dar la razón a cognitivistas, evolucionistas, trashumanistas, ideólogos neoliberales y guionistas de teleseries y no queda otro lugar o subterfugio a que agarrarse. Parece claro que no nos va a abrir paso la tecnología, ni la mano invisible, ni el capitalismo, ni el comunismo, ni el decrecimiento, ni el aceleracionismo, ni la teoría Gaia, ni el pastafarismo ni Dios en su Eterna Gloria: o lo hacemos o no lo hacemos, y no hacerlo no parece una opción, ni siquiera para los antinatalistas (https://hyperbole.es/2019/09/anti-el-anti-natalismo/), a los que, por cierto, no vimos recibir al virus como una bendición ni toserse unos a otros. A día de hoy, hasta el más desinformado o analfabeto ha captado ya lo que significa “globalización” y la responsabilidad que ello implica, digan lo que digan los populismos de derechas. El amor tal como lo concibe Yolanda Díaz es un amor gregario, nacido tanto de la esperanza como de la necesidad. En la tradición de ese gran oportunista pero también gran genio de la movilización espiritual que fue Pablo de Tarso amor significa ágape en griego y charitas en latín, nada que ver con los sentimientos y menos todavía con el amor romántico de pareja. Charitas, “caridad”, es el amor en tanto que pone en marcha obras y presta servicios mutuos en una comunidad. Esto ya nos suena a chino -con perdón- hoy, porque nos han educado en una cultura en la que ayudar es de pringados o de filántropos que buscan desgravar, y porque incluso la Epístola a los corintios de San Pablo ha sido convertida en runrún de bodas. Pero pongámonos solemnes y oigámoslo entero (hago la misma trampa que hace la Iglesia Católica en sus liturgias, dejando el vocablo “amor” donde debería decir caridad, o, en términos de la Revolución Francesa, fraternidad, o, contemporáneamente, solidaridad):
Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.
El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto.
Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí.
En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande todas es el amor.
Es un gran pasaje, oratoriamente hablando. Sólo se menciona a Dios una vez, y de modo muy retórico. Por lo demás, casi se burla de los profetas de la Biblia, niega que la caridad consista en beneficencia, relativiza la fe como virtud del creyente y, desde luego, se cisca en los filósofos de la época –cuando menciona la “ciencia”… Pero lo mejor, para mí, es cuando insinúa que el egoísmo, la competitividad, el sentirse irreconciliablemente distinto a los demás o superior a ellos son “cosas de niños”. Todo el ethos del neoliberalismo es simplemente pueril, no se puede formular una crítica mayor. Pablo escribió esta carta por motivos políticos, que para él eran indistinguibles de los religiosos, y seguramente en promoción de su propio liderazgo, ya que se había colado entre los apóstoles sin haber conocido a Jesús. Curiosamente, el país más religioso de Occidente, que es Estados Unidos y no Polonia o Italia, la única nación del mundo desarrollado en la que nadie puede llegar ni a alcalde de su pueblo si no menciona al Creador tres veces por discurso, siempre se ha pasado la Carta a los corintios por la Reserva Federal. Nadie puede conocer el futuro, nadie, ni aunque cuente con cinco tomos de gráficas, estadísticas, prognosis y futurologías varias. A Hitler sus asesores especialistas en brujería le decían que el Reich duraría mil años, y los médicos a Keith Richards que si seguía a ese ritmo no llegaría a los cuarenta. Jamás alcanzaremos “lo perfecto”, como escribía Pablo, punto desde el cual cesará definitivamente lo imperfecto. Lo perfecto existe, pero durante un instante efímero, que se marcha enseguida, en el que la chic@ que te gusta te dice que sí, confirmas que tu hijo es una buena persona, Pedja Mijatovic mete gol en la final de la Champion´s League (es lo único que recuerdo épico de fútbol; Pedja ahora está volcado en un hijo enfermo), Bach toca el Aria de las Variaciones Goldberg, a Einstein se le ocurre la Relatividad General imaginando a un hombre cayendo al vacío y la gente sale a los balcones a aplaudir a los profesionales que tal vez dentro de un mes les apliquen “medicina de guerra”, cosas así. Adorno no tenía razón, como no la solía tener en mi opinión nunca, y es tristemente factible que quien te ama trate de dominarte. Pero, en fin, tal vez ayer, en su homilía, Yolanda Díaz, preñada de virtud, tuviese algo de razón, además de mucho corazón, al señalar que el amor en tiempos de emergencia histórica, climática y humanitaria no es más que intentar convertir el nihilismo en cooperación y trabajo y la histeria colectiva en Historia colectiva, pero a sabiendas de que nada es seguro, y de que lo mismo mañana nos matamos porque tu camarada de al lado no estuvo a la altura de las locas expectativas que pusiste sobre él...
Ya veremos, que dijo un ciego. Entre tanto, a sumar, sí, porque en la actual situación de peligro (no existe, en efecto, un “plan...et B”) cualquier otra alternativa sería, como decía Pablo, “cosa de niños”.
Por Óscar Sánchez.
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