En tiempos de crisis urge reeditar el consejo para la consolidación de la democracia.
De la democracia deliberativa, como propuesta filosófica de Carlos Santiago Nino a la democracia desiderativa que proponemos casi cuatro décadas después.
En los frecuentes análisis y estudios, que desde distintos campos y saberes se realizan acerca de la democracia, uno de los menos frecuentados por los distintos especialistas —y, con ello, menos difundido por los medios de comunicación—, es el de la democracia deliberativa. Sí bien esta surge como un complemento de la democracia representativa clásica, de acuerdo a sus más notables investigadores, induce a un retorno a las primeras fuentes (las griegas) o nos dirige a las experiencias democráticas más concelebradas (cantonas, suizas); pero, de todas maneras, va al choque, se confronta con el sistema de mayorías en el que no pocas veces se reduce este idea a la idea de democracia representativa tradicional (o, incluso, a sus variaciones, las que destacan, promueven o avalan la confrontación democrática, siempre por instauración de mayorías). Autores como Habermas, Rawls y Nino son paradigmáticos en este resumen de constructivismo epistemológico, que apunta a una suerte de dotación de valores, de recarga de conceptos, con el fin de que esto transforme, para bien, a la sociedad. La democracia representativa de nuestro último tiempo ha sido siempre estipulada por el voto obligatorio o condicionado, e incentivada por la inoperancia de su clase dirigente. Lo más destacable es, sin duda, el nuevo esfuerzo por dota de un valor desiderativo a un sistema que nos tiene cautivos, encantados, seducidos, sometidos bajo su único poder.
Postulados, sostenidos por fragores argumentales y por extensos campos de conceptos, caerán, finalmente, en el ámbito emocional, en donde impactarán de lleno en las fuerzas contundentes de lo democrático y en las expectativas que generan en todos y en cada uno de los que la vivencian, pese a que la estén padeciendo. Esto tiene como única razón demostrar que la democracia, en definitiva, es una cuestión de fe, un dogma que se defiende, más que con el corazón, con el deseo de que todo vaya bien o mejor.
La visión de democracia deliberativa que promulgamos, la que, en parte, se construye a partir de Habermas y se complementa con la doctrina de Nino, se define como el conjunto de axiomas, principios y reglas, que rigen y delinean el proceso por medio del cual un grupo de personas libres, iguales y racionales participan de manera imparcial en la toma colectiva de las decisiones que habrán de afectarles, previo el desarrollo de un proceso argumentativo llevado a cabo en un foro público institucionalizado o no, provisto de una adecuada y suficiente información y limitado por un marco temporal o definitivo...La democracia deliberativa necesita, para su funcionamiento, de la participación activa de todos los ciudadanos en la toma de las decisiones que habrán de afectarles; sin embargo, difiere de esta forma de democracia en que la participación ciudadana es un elemento necesario, más no suficiente para su puesta en marcha. De tal manera, es imprescindible para la democracia deliberativa que el ciudadano no solamente manifieste su voluntad mediante el voto directo, el referéndum o la revocatoria del mandato, sino que exprese, públicamente y con anterioridad, al momento de la toma de decisiones, los motivos por los cuales adopta una determinada decisión política, argumentando, concienzudamente, frente a los demás conciudadanos y replicando a las justificaciones dadas por los otros en un foro público al que asiste en condiciones de libertad e igualdad… La democracia deliberativa se encamina a tornar de forma más deliberativa y racional los espacios institucionales para la toma de decisiones; pretende crear nuevos escenarios para la discusión y el debate, al tiempo que pretende sustentar la toma de decisiones gubernamentales en las necesidades y soluciones surgidas a partir de las deliberaciones adelantadas, de manera no institucional, por los ciudadanos colectivamente organizados (Yebrail Haddad Linero, La democracia deliberativa. Perspectiva crítica).
Existen dos tipos de teorías democráticas: la primera, considera inalterables los intereses de las personas. Considera que la democracia debería funcionar para resolver conflictos de intereses. Lo general sacrifica a los intereses personales. La segunda, postula que los intereses de las personas pueden ser transformados y que la función de la democracia es transformar dichos intereses, pero con base en los valores morales.
Las críticas que se realizan a la dimensión de la democracia deliberativa están en sintonía con la confrontación o la complementariedad de la que, precisamente, surge.Es decir, le responden desde una continuidad dialógica, en un supuesto debate dado acerca de las posibilidades de lo democrático, aceptando o tomando el postulado, o la objeción planteada por lo deliberativo.
Veamos la siguiente crítica que se desprende del libro del autor Julio Montero, titulado La concepción de la democracia deliberativa de C. Nino: ¿populismo moral o elitismo epistemológico?: los rasgos que comparten todas las concepciones de la democracia deliberativa, desarrolladas en los últimos años, son: el de rechazar la idea de que la vida política se reduce a una mera confrontación entre grupos rivales que persiguen intereses facciosos o sectoriales y el de sostener la necesidad de alcanzar un punto de vista del bien común, mediante un debate público en el que todos los ciudadanos tengan el mismo derecho a exponer y defender propuestas surgidas de sus propias necesidades. Puesto que este ideal político requiere que todos los ciudadanos dispongan de las condiciones necesarias para hacer valer sus puntos de vista, quienes defienden una concepción de la democracia deliberativa se enfrentan a un serio dilema que puede formularse de este modo: por un lado, en una democracia deliberativa, la totalidad de las normas públicas deben ser el resultado de una deliberación entre personas iguales, orientada a establecer el bien común; por el otro, para que esta deliberación tenga lugar, es necesaria la existencia previa de ciertos derechos que regulen la relación entre los ciudadanos, al menos en los aspectos concernientes al debate democrático. Dicho con otras palabras, el problema en una democracia deliberativa es que, si una norma sólo adquiere validez luego de un debate público en el que la totalidad de las cuestiones están abiertas a la discusión, no se puede explicar la legitimidad de los derechos sobre los que se sostendría la deliberación democrática
La democracia solo puede ser entendida como un deseo, una cuestión de fe, sacralizada en su versatilidad de asimilar todo en cuanto lo rechaza. Referencia y diferencia, unicidad y multiplicidad; la inversión de lo metodológico: de lo general a lo particular. Todos y cada uno de los axiomas, al igual que las razones fundadas e infundadas que se quieran proponer, caerán rendidas ante la noción desiderativa de lo democrático. La democracia es expectativa: no puede ser plenamente concretada, ya que, en tal caso, se transformaría en un absolutismo totalitario. En nuestra modernidad, el sujeto de la democracia es el individuo. Así ocurre desde la composición de los contratos sociales, que unificaron todas y cada una de las expectativas de los suscribientes en una voluntad mayor o estado, y que —mediante una representatividad— administra o ejerce ese poder que ha sido previamente legado, extendiendo y renovando las expectativas cada cierto tiempo, llamando a sufragio y a elecciones para que se elija a quienes representen la administración de esa cesión de derechos cívicos y políticos. Pero la democracia debe fundamentarse en la condición estadística en la que se circunscriba el individuo. Hay que asumir la realidad para que, a partir de ella, se construya la expectativa, que es su razón de ser. De lo contrario, en caso de continuar generando expectativas ante la mera convocatoria de elecciones para renovar representantes, la legitimidad del sistema siempre estará riesgosamente en cuestión, pudiendo, alguna vez, considerarse el retorno de algún tipo de absolutismo.
La sujeción de lo democrático a la condición en la que este sumida una determinada cantidad de hombres, garantizará que la expectativa no sea siempre una abstracción, sino que esté supeditada a un resultado, a un determinado logro, concreto y específico. Lo democrático no perdería su razón dinámica de generar expectativas y no nadaría en el inmenso océano de la abstracción. Al disponer de un eje representativo, estaríamos logrando una modificación sustancial e inusitada. Aunque todo el andamiaje político continúe con sus estructuras, deberá plantearse formas y maneras: cómo lograra el cometido que lo impulsa a buscar una nueva definición de democracia; bajo qué proyectos y propuestas logrará reducir el número de pobres en sus respectivas comunidades para, subsiguientemente, proponer —en todos y en cada uno de los campos en que el colectivo ciudadano se vea amenazado— un plan de vida. Sus planteos serán sometidos a la consideración pública durante elecciones, tal como hasta ahora, pero con una modificación nodal y sustancial: cambiar el sujeto de lo democrático e instaurar el voto compensatorio para gestar la democracia desiderativa.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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