Dos horas en Lavapiés, Territorio Comanche
Hace año y pico, en plena cuarentena dura, como yo la llamo, hice
una incursión casi prohibida en Lavapiés, Territorio Comanche. El barrio de
Lavapiés, declarado por entonces el más cool de Europa (con la protesta de
muchos de sus vecinos, entre ellos Lucía Etxeberría), puede que fuera en
aquel momento uno de los lugares más sospechosos del planeta. O, al
menos, eso es lo que parecía a juzgar por la cantidad de coches de policía,
de la secreta y de la manifiesta, que circulaban por sus callejuelas
estrechujas. Había yo quedado con un amigo a las cinco de esa tarde en los
aledaños de la plaza Nelson Mandela, y según me he planté ahí me pidieron
explicaciones varias parejas de tipos de paisano con la placa en la mano.
Estoy tan verde en todo que nunca había visto una placa de policía fuera del
cine, y eso que mis dos abuelos fueron policías, uno de ellos nada menos
que comisario en El puerto de Santa María…
Mi amigo, que se acababa de estrenar como tal tras ser alumno mío tan
solo quince días atrás, me contó que, como él es bangladeshí, los agentes y
los coches le paraban cada diez pasos que daba por el que prácticamente
era y sigue siendo su barrio (lleva un pub multiculturalista propio y muy cerca
de este su padre regenta una frutería). Este chico, más espabilado que
Ulises el astuto cursando Bachillerato en Ítaca, administraba por esos pagos
un banco de alimentos para el cual había conseguido un buen dinero del
gobierno y de donantes variados. Fue allí a ayudarle, por tratar de ser un
profesor ejemplar, oh, bendita ilusión, y porque me pillaba muy cerca de
casa, a decir verdad. Yo soy de natural cobarde, pero cuando alguno de mis
hijos se parece demasiado a mi le digo que el término que le corresponde es
“prudente”, para que así lo siga siendo. La verdad es que no he di un palo al
agua aquella tarde, como era de esperar, de modo que me puse en plan
Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo. Pero eso no era
Barrio Sésamo, ojalá, era, como digo, Lavapiés entero pasándolo mal,
pasándolas canutas, pasando aprietos y pasando estrecheces, y no sólo por
el tamaño de la mayoría de sus calles. Sólo estuve dos horas, charlando,
yendo de un lado a otro, con mascarilla quirúrgica y guantes de pitufo, pero
dos horas profundas y turbias como la laguna negra…
Había una periodista de verdad, amiga de mi amigo desde que eran
niños, y cuando ella preguntaba yo pegaba la oreja. La oreja la puedes pegar
donde quieras porque hasta el momento no consta a las autoridades
sanitarias que sea orificio de contagio, lo cual es un alivio, porque es la única
entrada inocente que nos resta entre las del SIDA y las de esta gripe
homicida y trotamundos. La periodista pedía permiso antes de hacer una
foto, pero pocos de los concurrentes se lo daban. El almacén, un banco de
alimentos esmirriado y oscuro, estaba repleto de gente repartiendo maná, y
fuera esperaban los beneficiarios de todas las etnias, colores y tipología de
necesidades desesperadas. Había un hombre hispanoafricano, por así
decirlo, que no tomaba ninguna precaución y que decía que tenía seiscientas
bocas que alimentar; un chico mudo que iba descalzo que corrió a coger
unas cajas que un portero iba a tirar como inservibles, pero lo
suficientemente hábil como para comunicar con gestos simpáticos y
expresivos -a la manera de un Harpo del melting pot de Lavapiés- que lo que
más le importaba era alimentarse, no calzarse. Otra persona había que decía
en inglés que él era polaco y que se había quedado atrapado en Madrid
porque había perdido su cartera, pero al que costaba mucho creer, y de
hecho agarraba fuerte sus dos bolsas de víveres y no se prestaba a mayores
entrevistas. Y recuerdo también una chica del barrio que no quería ser
fotografiada por la periodista, cuando a lo que venía es a donar una bolsa de
comida, también sin protección alguna, como si lo de disfrazarse de camillero
fuese para barrios mejores, esos donde la gente desde siempre y
espontáneamente ha decidido siempre guardar una distancia social….
La plaza llamada Nelson Mandela de Lavapiés es como un valle de
hormigón encajonado entre edificios, lo cual no obsta para que habitualmente
hierva de gente ganduleando, tocando instrumentos o disfrutando del sol. No
se podría decir que no había nadie por ahí, aquella tarde, incluso había tiendas abiertas, con el visto bueno de la policía, y gente caminando por la
calle, algunos haciendo las rutas de siempre, algunos mosqueados contigo
sólo por mirarles. Hablamos con un hombre estrafalario que había querido
salir en las fotos y que nos mostró el permiso psiquiátrico del que gozaba
para salir de paseo un rato largo cada día, lo cual da que pensar sobre la
esquizofrenia normativa generada por esta pandemia. Por un lado, las calles
tomadas por los cuerpos y fuerzas de seguridad de verdad te hacían pensar
en que nos íbamos al cuerno, que la alerta era muy grave, que lo siguiente
sería la noche eterna y la lluvia ácida de Blade runner, pero por otro lado un
paisano cualquiera obtenía salvoconducto para perderse por las calles
durante tres horas al día y aquí paz y después gloria. La policía, no obstante,
no le daba mucho crédito, según nos contó, y se pasaba su certificado
médico por el Código Penal, de modo que cuando se topaban con él le
denunciaban y le multaban igualmente. Casi estaba yo por darles la razón, a
los agentes de la ley, aunque lo que no entendía bien es porque ellos, los
“maderos” (expresión de toda la vida de Dios, con todo respeto la escribo),
iban ambos o bien muy pegaditos patrullando por la calles, o bien de piloto y
copiloto en los coches, como Starsky y Hutch, contraviniendo sus propias
normas. Pero así estábamos todos a la sazón, también las autoridades
competentes, grandes y pequeñas: en el dilema entre pasarnos de largo y
quedarnos cortos, no actuar o sobreactuar…
La plaza de Lavapiés propiamente dicha, la de los manteros, la UNED,
esos bares usualmente muy repletos y con gran profundidad de campo, el
antro “El botas” de rockeros que cierra bien entrada la madrugada y donde
nunca ponen nada audible que conozcas, el parque infantil de colores
vistosos y las terrazas de los restaurantes hindúes, todo eso andaba
enteramente tomado por la Guardia Real, ¡la Guardia Real!, que resulta que
son unos militares con boina a los que no había visto en mi vida, como a la
placa real de los policías de verdad. Sólo que la Guardia Real se diría que
son todo placa, son como una placa andante, unos airgamboys perfecta e
inmaculadamente uniformados a los que hay que obedecer o en caso
contrario irse de maquis al monte. Les dijimos, temerosos, que éramos
buenos chicos, que realizábamos una tarea de reparto y no de reparto de
estupefacientes o multas, precisamente, así que nos dejaron pasar, no sin
antes advertirnos acerca de la distancia de seguridad que debíamos guardar
también entre nosotros, eso que justamente ellos no hacían.
En realidad, todos estábamos muy pendientes de la distancia de
seguridad, de puro canguelo, desde el principio, todo el santo rato, fue lo
primero que me dijo mi amigo al acercarme esa tarde a él:, precisamente que
no me acercase a él, y menos en mi caso, “que ya tienes cierta edad”, como
me dijo enseguida sin tener en cuenta el respeto debido a su profesor –lo
cual le agradezco. Los Hermanos Coen se quedaron muy, muy cortos en
aquella película suya: no que sea el país, su país, el que no esté ya hecho
para viejos, sino que de repente fue el planeta entero el que amenazaba y
amedrentaba a todos los viejos… Sin embargo, los viejos se cuidaban, mira
por dónde. Todos los viejos que vi aquel día de mi casi ilegítima incursión a la
zona centro de Madrid como si aquello fuese Beirut y yo Arturo Pérez
Reverte en sus años mozos de corresponsal de guerra, llevaban guantes y
mascarillas, no importaba la calidad y eficacia real de las mismas, mientras
que los jóvenes no, ni uno. A los jóvenes les protegían sus tatuajes, su
juventud, su chulería y unos espléndidos anticuerpos que para sí los querría
Amancio Ortega.
Visitamos, después, un habitáculo angosto e interminable, como el túnel
subterráneo de un topo, donde estaban escondidos ocho inmigrantes de
distintas zonas de África que debían pasarse el día ahí angustiados a
sabiendas de que no tenían papeles, de lo cual ya estarían tan hartos como
acostumbrados, pero tampoco comida. No conseguí vislumbrar nada del
interior del tabuco, pero se me ocurrió pensar, desde mi fortuita condición de
blanco español algo tiznado, que tiene que ser embarazoso que se te vea el
tercermundismo en la piel y a todas horas y en todas partes, y pensé también
que, incluso en esas desfavorables circunstancias de encierro e
incertidumbre, podía uno apostarse el cuello a que aquellos hombres
desgraciadamente debían seguir prefiriendo Madrid con covid a su países de
origen sin covid….
La periodista y yo, al final, hicimos por fin algo que no fuera mirar,
anotar mentalmente y radiografiar sociológicamente el famoso barrio de
Madrid convertido en Territorio Comanche. Subimos por una calle empinada
con algo de carga, bricks de leche, zumo y utilidades así, nada que invitase a
montar una Fiesta Salvaje del Fin del Mundo. A mitad de camino, me paré,
falto de resuello. La chica se ofreció a llevar mi alforja, y yo le expliqué, no
por orgullo machito, lo juro (mi amigo en cambio sí, mi amigo y ex alumno iba
de inmunidad cuasiparlamentaria a todas partes, indestructible él), que es por
un pequeño enfisema que tengo, que me sirve de termostato inquietante de
los esfuerzos excesivos. Ella, sin querer, se echó un paso para atrás, como
por reflejo. Por supuesto, le aclare que los enfisemas no son contagiosos,
que había que ganárselos a pulso, pero ese mes de abril de 2020 estábamos
todos histéricos, hasta los intrépidos cronistas de la Villa y Corte, y pocas
experiencias son tan desagradables, creedme, como tener dificultades para
respirar. A los asesinos psicópatas de las películas americanas lo que más
les gusta en la vida es estrangular a su víctima mirándole a los ojos, como a
“Eddie el danés” en Muerte entre las flores, o aquella terrible escena de
Casta invencible en la que Paul Newman tiene que presenciar como un
amigo se ahoga lentamente por la crecida del río. Evitad asfixiaros, de
verdad, no tiene ni un pelo de gracia, lo he probado personalmente en mis
tiempo de fumador impenitente y medio tonto y es tan divertido como meter
los dedos en un enchufe de la salita de estar.
Al regresar a casa, me encontré una avenida muy ancha, y cuesta
abajo, totalmente vacía. Los semáforos cambiaban de señal para nadie en
absoluto. Era, literalmente, como la escena inicial del Abre los ojos de
Alejandro Amenábar. El parque de Peñuelas quedaba a mi derecha mientras
caminaba, y estaba desértico, como mi cuenta corriente a fin de mes. Pero
como siempre suele estar desértico tampoco me impresionó demasiado. El
supermercado abierto, como un granero de reserva para los supervivientes
zombis del Primer Mundo. Los hospitales, según todo el mundo contaba,
eran un campo de batalla, pero no podíamos verlos, sólo presentirlos como
se presiente que te has dejado un grifo del agua abierto antes de salir. Como
en la novela de John Irving que hicieron película, Las reglas de la casa de la
sidra, los sanitarios realizaban a la vez la obra de Dios, que consistía en
salvar a los que se pudiera, pero también, inevitablemente, la obra del
Diablo, que fue practicar lo que se llama “medicina de guerra”. Entre tanto,
Lavapiés, mi amigo Rabi y sus amigos mayores que él, hicieron efectivo
aquel día y muchos de los siguientes “el amor en los tiempos del virus”, distribuyendo bienestar digestivo por ese barrio antaño tan cool, como si fuera Navidad -“Covidad”…- y ellos los pajes del los Reyes Magos…
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