10 de abril de 2022

La Educación Telemática o la Foto del Fin del Mundo

"Pon la huella de tu pie en la nieve del andén junto a la huella del pájaro", Peter Handke, Ensayo sobre el día logrado

La 

 

Soy profesor de Valores éticos en la Enseñanza media, y a menudo, cuando entro en una clase, las chicas están haciéndose trenzas unas a otras (yo lo llamo “salón de belleza”), los chicos atizándose amistosamente como chimpancés, grupitos mixtos jugando a las cartas (yo lo llamo “la timba”, y les engaño susurrándoles que mejor que nadie les vea, porque están prohibidísmos los juegos de azar en una institución pública, no vaya a ser que se estén jugando dinero...), y las parejas fundiéndose furtivamente en el pasillo, a las que hay que encarecer a separarse como un policia del franquismo en un baile de pueblo. Una vez, en una guardia, una alumna me enseñó a hacer una trenza de tres mechones entreverados con otra alumna de ejemplo, pero se me olvidó a los cinco minutos de salir de clase. Para poner vídeos, también los profesores echamos mano del alumnado, pues siempre hay un técnico o técnica gratuito nombrado por la clase para esos menesteres que lo sabe hacer todo y que es como Superman: solventa el problema y se vuelve a su asiento sin esperar a que le dés las gracias. No obstante, yo le doy las gracias y le digo al resto del grupo que se lo agradezcan también. Luego hay otros alumnos que, según llegas, y antes de que pases lista, se empeñan en que oigas una canción o veas un vídeo casi con toda seguridad malísimo, pero con el que ellos llevan varios días flipándolo. De modo que hay muchas cosas que los profesores viejunos no tenemos la más remota idea de cómo hacer, o siquiera de que existen, y esa algarabía de críos con granos, incontinencia verbal y que nos sacan media cabeza nos enseñan. En los debates no, en los debates no suelen tener nada original que decir, más o menos todos opinan lo mismo y, excepto los recientes casos de infectados por coronavox, siempre es algo que muestra buena voluntad, tolerancia y respeto por la manías e idiosincrasias de los demás. En realidad, todos los profesores podríamos dar sin apenas dificultad la asignatura del colega de al lado, el reto no está ahí, el reto está en que te caigan bien los adolescentes, y, si esa condición se da, entonces lo mismo puedes hablarles de la aceleración de los graves que de los Derechos Humanos, que son cosas, ambas, nunca seguras y fijas en el acervo humano, al contrario de lo que parece, y por eso hay que insistir en ellas curso tras curso, verso a verso, golpe a golpe, hasta que nos odien o les odiemos, o todo a la vez, pero sin cejar en que tales teorías o modelos se transmitan, y no que pueda suceder que la Cultura Humana consista en que tenga la última palabra el autotune de un reguetonero dequeista que firma con una X.

 

Es verdad, también, que frecuentemente los adolescentes son el mismo adolescente, como en un cuento de Borges. Te hacen las mismas bromas de vago que va de jeta que te han hecho un millón de veces, pretextan las misma trolas a sus defecciones que han pretextado siempre, y en general están tan llenos de vida y entusiasmo que son tan egoístas como los dioses olímpicos. Gajes del oficio. Al igual que a quien le gustan las bandas de jevi metal no querría jamás que surgiese una nueva banda exitosa de ese palo que tocase el trombón eléctrico en vez de la guitarra eléctrica, o que luciesen las trenzas de mis alumnas en vez de greñas al viento, el profesor debe ser alguien que disfrute con las minúsculas variaciones de la repetición, a la manera de Deleuze antes de irse al Lado Oscuro Psicoanalítico, y si no más vale que cambie de profesión o de categoría funcionarial. Porque incluso los escasos, pero embriagadores -tenerlos en clase, oirlos participar y leer sus cosas es como un oasis de las Mil Noches y Una Noche- alumnos brillantes e interesados por el estudio también se fabrican en serie, y se parecen todos bastante, como si también vinieran vertidos de un molde, aunque sea de un molde exclusivo y de edición limitada. Nada de esto, claro, lo enseñan en una oposición, y menos todavía en ese Master caro e interminable con el que los pedagogos hacen su agosto vomitando a los futuros maestros su puré terminológico (los pedagogos son, desde luego, la peste, pero es que además su propia existencia está sometida a lo que yo llamo “la paradoja de la pedagogía”, y que consistiría en que, si de verdad es cierto que se puede aprender a enseñar o aprender a aprender, el propio pedagogo tiene que haber aprendido de un pedagogo anterior, y, como está remisión no puede encadenarse hasta el infinito, tiene necesariamente que haber existido un Primer Pedagogo que aprendiese por sí mismo, con lo cual es posible aprender o enseñar sin el auxilio de un pedagogo, y por tanto todos los eslabones ulteriores son superfluos, falsarios y finalmente hueros...)

 

Una vez vi una foto en Facebook que había puesto mi amigo Pelayo. Consistía en un aula vacía, arrasada, con nombres de chavales en la pizarra y las sillas y pupitres destrozados. No recuerdo con qué intención la había subido ahí Pelayo, pero sí que yo escribí un comentario que decía: El fin del mundo. Me pareció el título perfecto de la imagen, que podéis ver sobre estas líneas, cuya autora es Edna O´Flaherty, y eso que aquel intercambio del todo trivial tuvo lugar hace años, mucho antes de la actual pandemia. Ahora, con la pandemia, es más Fin del Mundo que nunca. La educación ha sido desde el mismísimo origen del cosmos el territorio a conquistar por las diferentes facciones políticas. Si los paramecios unicelulares tuvieran la menor estructura social, aunque fuera la mínima, como en el delirio anarcocapitalista, lo primero que harían sería asegurarse de que los siguientes parameciitos recien meiotizados (o lo que sea, que yo también he sido alumno distraído y pasota) reciben las instrucciones suficientes como para ser lo que el jefe paramecial de turno les ordene. Los anarquistas pusieron una gran fe en la educación, sobre todo en España, los bolcheviques de la Revolución Permanente también, sobre todo en Rusia y Alemania, y, en todos las naciones, lo primero que ha hecho el clero de cualquier confesión ha sido asegurarse de que podía disponer de los cerebros de los niños desde muy pequeños para taponarlos con su peculiar cieno, más o menos el mismo en todo el mundo. Creemos que quien pueda intervenir en la educación es quien puede redireccionar el futuro, y eso ha sido bastante verdad durante milenios, al menos hasta que se inventó la radio, e inmediatamente después, su Mr. Hyde, la televisión -la televisión se relaciona con la previa radio como los gremlins malos con los buenos: al principio nos pareció muy mona, pero luego comenzamos a darla de comer después de medianoche...

 

Incluso los grandes bancos parecen interesadísimos en la enseñanza últimamente. No hay día que no mire la portada digital de El País -también miro Público, donde no sucede- que no haya un malhadado pedagogo o alguién relativo a la pedagogia (uno o dos distintos cada día) dando buenistas, sanos y estólidos consejos patrocinados por el BBVA acerca de la mejor manera de preparar a nuestros hijos para los enormes cambios que nos aguardan en el porvenir. Y sí que eran enormes, sí, a partir de ya, en esta crisis en la que estamos instalados como en el ojo de un huracán, viendo todo moverse a gran velocidad alrededor pero sin sentir aun el efecto del viento. Hemos tenido que llevar todos mascarilla, como en China, hablar con gestos, como en la Bolsa, hacer cola para el papel higiénico, como en la URSS, y casi pedir permiso para reproducirnos, como en Esparta. Ahora, para colmo, achecha un atolladero energético de proporciones siderales. Es imposible saber si tales giros abruptos del destino nos van a conducir a un nuevo autoritarismo o a una mayor libertad, a sacudirnos por fin viejas cadenas internas o a forjar otras nuevas, a afrontar de una vez el reto ecológico o a darlo definitivamente por perdido. Pero una cosa es segura, o al menos para mi. Si las predicciones de esos presuntos expertos que anuncian que la escuela va a cambiar y que vayamos acostumbrándonos a la idea de que la enseñanza ya nunca será igual, tienen un ápice, aunque sea de pura casualidad, de razón en lo que dicen, entonces sí que estamos perdidos. La perspectiva de estudiantes de Bachillerato o de Universidad recibiendo en sus casas clases on-line es aterradora, anti-humana, distópica, pero si lo piensas respecto a Primaria y Secundaria dan ganas de echarse a llorar. A mi no me costaría dar clases a una webcam, se me da bien armar un discurso seguido y más o menos artículado o improvisado durante cincuenta minutos, y además no tendría que mandar callar y todo esa murga, pero... ¿cómo adivinaría la reacción de mis oyentes, a los que no veo? Y aunque me los pusieran en una esquina de la pantalla, como hacen en los programas de gremlinvisión ahora, cada uno en su celdilla optica, ¿qué sería del salón de belleza, de la timba, de los chimpancés, de los rollitos en el pasillo, de los chistes malos en clase, del tío que se duerme en su pupitre, de la chica que mira el móvil, del morito que trata de adaptarse, del chinillo que te mira sin todavía comprender ni jota, del dominicano ligón, del “yo no he sido” peor actuado de la tierra, de las peleas en serio que se quedan en nada, de la que o el que tiene que salir a tomar el aire con una amig@ porque está llorando y “luego te cuento qué ha pasado, profe”...?

 

La educación telemática, o algo a medio camino de eso, es una pesadilla incivil, una catástrofe humana cebándose en los más jóvenes. Bastante era ya que todos nos hubiéramos sacado amigos virtuales en las redes sociales a lo que jamás hemos visto, eso, bueno, hasta puede tener su gracia, pero una escuela-sin-escuela es una broma pesada. Miren detenidamente la foto que he llamado de El fin del Mundo. Hay que ser muy inconsciente para decir que la escuela es una modalidad de la prisión, como los foucaultianos o los propios adolescentes, pero hay que ser además insensible para no ver en esa imagen el apocalipsis más terrible imaginable. Un montón de caras sonrientes mirándose en una sofisticada pantalla mientras que las aulas retornan a la naturaleza virgen es la barbarie disfrazada de innovación formativa. Aunque fuera cierto que con ello se acabara con modos y maneras de instrucción mostrencas y obsoletas, también lo sería que ya ningún maestro mediría su huella junto a la huella de su aprendiz...

 

 


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