10 de octubre de 2021

Vida de perro.

Debido a la pandemia de covid-19 nos vimos orillados a dar clases en línea, para evitar el riesgo de contagio. En el ciclo anterior encargaba una tarea por semana, pero en este nuevo ciclo no quise poner a trabajar en exceso a los estudiantes (y por supuesto a mí, calificando montañas de tareas), pero influenciado sobre todo por los libros El derecho a la pereza del yerno incómodo de Marx, Paul Lafargue, El progreso improductivo del prolífico literato mexicano Gabriel Zaid y La abolición del trabajo del activista estadounidense Bob Black (seudónimo).

Creí conveniente introducir mi curso con una alarmante llamada de atención ante los peligros de esta última fase del capitalismo que nos está llevando a la Sexta Extinción, con el cambio climático, la emisión de metano por la industria cárnica, los monocultivos, los plásticos desechables y los combustibles fósiles, siguiendo evidentemente el libro El Capitaloceno, una historia radical del cambio climático del veracruzano Francisco Serratos. Pensé que esto concientizaría a los estudiantes sobre lo perjudicial de nuestras nociones de progreso y desarrollo, acompañadas de unas pequeñas dosis del libro Cenit y ocaso (materiales para una crítica de la ideología del progreso) del activista español Miguel Amorós. 

    Le daba mayor peso a la argumentación y la reflexión de los estudiantes, pero ellos insistían en enviar tareas y más actividades a mi correo electrónico al punto de saturar mi bandeja de entrada, haciendo más difícil revisar los correos prioritarios del Colegio y de la dirección de la escuela, la parte burocrática del ejercicio docente. Se me ocurrió asustar a los estudiantes con restarles un punto de su calificación final si seguían enviando trabajos y tareas, un intento de persuasión psicológica. Sin embargo, la consecuencia de ello fue que terminaron quejándose con la directora del plantel, la cual me hizo llamar. Les parecía insostenible que en lugar de subir puntos por entregar más trabajos y tareas, por cumplir más, les bajara la calificación, iba contra los parámetros acostumbrados de evaluación. ¿Cómo es posible que a los que más cumplen con labores escolares les vaya mal y los que nada hagan estén bien?

    Tenía entonces que argumentar a mi favor empleando sustentos teóricos, porque el camino a seguir por mi razonamiento era el siguiente. Si el filósofo de la universidad de Harvard, John Gray, en su libro El silencio de los animales, sobre el progreso y otros mitos modernos, señala que nuestra idea occidental de progreso proviene del cristianismo y no del posterior desenvolvimiento de la ciencia, que además es un mito de la modernidad, entonces de Max Weber, con su ya clásico La ética protestante y el espíritu del capitalismo, retomé la asociación del protestantismo con el esfuerzo arduo y duro en el trabajo para alcanzar el éxito en la vida, y que el capitalismo hizo suyo con la idea de que el crecimiento económico está bien visto por Dios. Pero con los textos con los que introduje a los estudiantes a mi curso seguí la dirección de que el capitalismo nos conduce a la destrucción del planeta: la explotación de los recursos naturales, la extinción de la vida y, en nuestro caso, a la sobre-explotación de nosotros mismos pensando que así alcanzaremos el éxito, un guiño obvio al artículo “Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose” del filósofo sudcoreano Byung-Chul Han. 

    He ahí los elementos para confrontar las ideas de progreso y desarrollo que el racionalismo del siglo XVII ayudó a constituirse y que desembocaron en el chip que llevamos dentro de progresar al infinito (nunca detener nuestro progreso), sin considerar la capacidad de los recursos naturales ni de nuestras fuerzas, porque el Dios cristiano así lo quiso. Y a su vez, Gabriel Zaid nos hace ver que los estudios superiores son producto de esta noción de progreso. Entonces, si estaba tratando de demostrarles lo nocivo y perjudicial del progreso a los estudiantes, tenía que sancionar a los que trabajan más, que hacían tareas que ni siquiera habíamos pedido. Tenía que desmenuzarles este razonamiento y hacerlo digerible para ellos, para lo cual busqué un término que comprendieran. Usé la palabra ñoñear, que en México se usa para designar al trabajo arduo y excesivo en la escuela. ¿Qué elementos les estaba dando a las nuevas generaciones para enfrentar el mundo de hoy?

    Desde la historia de la cultura occidental siempre miramos de nuevo al mundo griego antiguo, con la esperanza de encontrar soluciones del pasado a problemas nuevos. Para buscar propuestas recurrí a los filósofos cínicos en el libro La secta del perro del humanista español Carlos García Gual porque: «para el cínico la civilización no es una tragedia, es un absurdo». De uno de sus exponentes, Diógenes de Sinope alias El Perro, se decía que «era un pacifista, y como buen observador de la naturaleza no se hacía muchas ilusiones sobre la marcha del progreso». El nombre de cínicos, con el que se les designaba a estos filósofos, proviene de la palabra griega kynismós y esta a su vez de kyon, que significa can, perro. Y en la Grecia antigua (aún hoy día) decirle perro a alguien era un insulto, porque el perro es un animal impúdico, es decir, desvergonzado, y por eso Diógenes lo adoptó como apodo. 

Esta secta de filósofos rechazaba el estado de cosas en el que se encontraba la cultura y la civilización griega de su tiempo, como hoy, llena de máscaras hipócritas, ausencia de libertad de palabra, alabanzas falsas a los tiranos, una represión autoritaria y una democracia en decadencia, la población se dejaba llevar por la alienación, la manipulación y una vida que perseguía el lujo y la obtención fácil de riqueza. Las ciudades griegas habían dejado de ser aquellas comunidades libres y auto-suficientes en donde la libertad les permitía a sus ciudadanos tomar sus propias decisiones. Para enfrentar esta situación, los perros se expresaban a través de gestos y respuestas sarcásticas a cuestiones cotidianas, frases y actitudes jocosas que buscaban provocar la risa o el rechazo. Al igual que los perros, que no tenemos evidencia de que crean en Dios, no se esforzaban por trabajar mucho, porque el trabajo excesivo causa alienación y sumisión, y tarde que temprano nos orilla al deseo de poseer mayores riquezas y lujo, a consumir más, por eso practicaban la austeridad como medio de vida. 

Volviendo al principio, Francisco Serratos y Miguel Amorós llegan a la misma conclusión por caminos distintos: es urgente buscar modelos «para que todo el mundo viva mejor con menos» y así revertir la huella ecológica de nuestra civilización capitalista sobre el planeta. La postura cínica nos sirve porque se opone a las convenciones de la civilización, al ser éstas aceptadas por costumbre y comodidad, en lugar de ser puestas a debate y cuestionar si realmente nos hacen bien a la humanidad y al planeta (¿nos sirve hacer tantas tareas a lo loco?). El problema es que «el cínico se dirige al individuo consciente y no a la masa», y de ahí que muchos no comprendan los gestos satíricos de desdeñar a quienes trabajan mucho. En El Capitaloceno, Serratos afirma que el sistema no requiere simplemente una arregladita, unas cuantas reformas institucionales y ecológicas, porque con la circunstancia ambiental de extinción de la vida el cambio debe ser radical. Pero la masa no puede dejar este “estilo de vida imperial” y difícilmente sobrevivirá si se ve orillada a llevar una vida de perro, en la que muchas personas caen por las sequías, inundaciones, creciente inflación o bancarrotas económicas (ahora con la pandemia por covid), en las que pierden todo. 

Carlos García Gual adelanta el hecho de que «vivimos en una sociedad abierta y permisiva [y por otro lado, tan cerrada y vigilante] que cuenta con todos los medios [instrumentos del poder diría Foucault] para marginar al provocador y ahogar cualquier protesta» en contra de este sistema capitalista, el mismo que amenaza la vida en la Tierra. De momento fue casi imposible convencer a los estudiantes de que realizar monótonamente muchas tareas los llevará al éxito, tampoco de que esta idea (mito) del progreso nos hace bien, mucho menos felices. Obviamente no le dije todo esto a la directora, me reí y le dije que había sido una broma, en realidad era un falso silogismo pero no creo que me entendiera. De todos modos les restaré un punto de calificación a los ñoños y espero que no me despidan del trabajo, porque me vería orillado a vivir una vida de perro, al fin y al cabo, las clases media y alta de los países de primer mundo dejan mayor huella ecológica y son las responsables de una mayor emisión de contaminantes que un simple vagabundo del tercer mundo. 

Por Raúl Andrés Pillo Vázquez Barrón.


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