5 de octubre de 2021

BLANCO

(Sueño extraño y más bien propio de la locura inherente a los filósofos que el que suscribe tuvo tal cual lo cuenta durmiendo con su hijo mayor en una pequeña construcción blanca emergida del vasto y plano campo de Alicante, un estrellada noche de un verano de estos, por Óscar Sánchez...)

Tuve un sueño que no fue un sueño, citando a Lord Byron. Fue más bien una pesadilla metafísica, en la que yo mismo, el soñador, no estaba presente. Arrancaba en una gran ciudad moderna: no importa cual, todas son iguales. Los pandilleros de los bajos fondos atacaban a la gente por las calles, preferentemente a familias, sin violencia verbal y sin motivo aparente, silenciosos e impasibles. Les mataban uno a uno, de modo aséptico, no recuerdo bien cómo. Luego retiraban los cadáveres, no quedaba ningún resto. Pero pronto dejaba de ser un problema de seguridad pública, porque ocurría también en los domicilios privados. Entraban individuos en las casas y acababan con sus moradores. Los habitantes, naturalmente, se resistían, y tengo la imagen vivida, pese al olvido inevitable del despertar sobresaltado posterior, de un padre con rizos y perilla que clavaba en la cocina de su hogar unas tijeras en el ojo de un invasor. De nada servía: acuden en grupo, y cuando caía alguno, otro le reemplazaba. Quizá mi subconsciente estuviese influido por la temática de los zombis, o de los ultracuerpos, o algo parecido, pese a que pocas veces -eso es lo extraño- me interesan esas películas. El caso es que la invasión se generalizaba. Los silenciosos atacantes cada vez parecían más serios, más formales, más trajeados y más expeditivos. Los medios tradicionales de defensa eran inútiles, porque se multiplicaban. La población normal trataba de escapar de las grandes urbes, pero aeropuertos, muelles y carreteras estaban cada vez más llenas de ellos. Salían de entre la masa de ocupados paseantes e iban a por ti. Como vestían de azafatas, ejecutivos o funcionarios eran imposibles de distinguir del resto y te sorprendían. Jamás dejaban cadáveres, limpiaban el lugar de sus crímenes. Recuerdo especialmente un fotograma onírico de gran angular, en que un muelle futurista contemplado desde un plano cenital retrataba la invasión de las fronteras consumada: cientos de ellos, todos de uniforme blanco, han ocupado, como hormiguitas bien organizadas, las salidas por mar...

Ya que no hay escapatoria, nuevas familias con nuevas caras se ponen en mi sueño a pensar. ¿Cómo funcionan estos neo-zombies atildados, inexpresivos, inmaculados, que hasta parecen mejores que nosotros? Si hallamos la fórmula de su conducta podremos pararlos, como en las películas. Pero todos los defectuosos y pasionales humanos terminan sucumbiendo, primero los más valientes, a continuación todos los demás, sin excepción, implacablemente. Ya digo que cada vez más tienden al blanco, el mundo es cada vez más blanco conforme es más suyo, es casi bonito tanto blanco entre el sol y el mar azules, parece una estampa de marineros americanos felices terminada la Segunda Guerra Mundial. Pero ellos no son felices ni infelices, son simplemente eficaces. De pronto, hay una penúltima familia superviviente que cree advertir el truco y establece tres reglas fundamentales:

1) Los invasores no son cuerpos, son mensajes.

2) Son mensajes que se imponen como reales, a la manera de anuncios de tabaco o de otras marcas en los que las víctimas son convertidas inmediatamente en consumidores y portadoras de la marca. La marca pasa a ser algo natural, no ha existido ningún otro mundo distinto antes.

3) Los mensajes son transmitidos por contacto, y aquel que no sea contagiado ha de ser eliminado en el acto, no es nada personal.

Yo tampoco lo entiendo muy bien, ni la familia de mi sueño, que está amenazada y piensa con mucho nerviosismo y con urgencia. Los invasores están en ese momento subiendo a aniquilarlos en el último piso de un edifico muy alto y antes se deciden a escribir tales claves en una servilleta y arrojarlas al vacío, por si alguien pudiera leerlo y progresar a partir de ahí. El miedo hace que la caligrafía sea mala, mueren rápidamente y el papel es recogido en la calle por uno de ellos, que lo destruye. Los humanos que queden están completamente en sus manos. No obstante, unos pocos que tratan de evadirse por un aeropuerto -absolutamente blanco- van guiados por un chico alto con aspecto de actor que tiene una idea brillante: cuando se encaminan a unas escaleras mecánicas y varios de ellos emergen de la muchedumbre para capturarlos, les habla y les convence de que lo que quiere es colaborar. Dice que él, que trabajaba aquí, conoce un modo más eficiente de conseguir lo que ellos pretenden, de cumplir su misión, cualquiera que sea, y que les va a enseñar. No responden, respetan su vida y le acompañan. ¿El secreto está, pues, en no resistir, en unirse a sus propósitos, en cooperar? Al fin y al cabo, ellos están reconfigurando el planeta de una manera más ordenada, más homogénea, más pacífica, más neutra, sin jerarquías, sin diferencias, sin imperfecciones. Quizá lo que menos les importe sea erradicar a la humanidad, en la que apenas reparan, y eso sólo sea un medio para alcanzar otro fin: la imposición de la blancura universal, de la Tabula Rasa, un equivalente visible de la Nada.

Pero los sueños sueños son... ¿o no?


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