Democraticidio.
La consideración unívoca, a la que nos pareciera conducir esta cruzada contra los hechos de corrupción, sedimenta una noción no sólo parcial sino también insensata. El foco de la ciudadanía, tiene que estar, vigía y alerta, no solamente para que no le roben recursos públicos y en su sucedáneo, cuanto le han robado y donde encontrarlos para recuperarlos (leyes como extinción de dominio y repatriación), sino que además, o por sobre todo, que aquellos que en nombre de una supuesta probidad moral (una suerte de honestismo) o constatación fehaciente de que no son corruptos, no le hagan perder, igualmente, recursos a la ciudadanía, por el mal obrar o mal proceder, sea producto del error puntual o la incapacidad manifiesta.
Asimismo que es de la política, o desde sus facciones corruptas, no se pretenda alegar como error, un acto de flagrante violación a los principios humanos de relación y vínculo en su punto mínimo y esencial de respeto.
Un acto de corrupción o un error craso en el ejercicio de una política pública, es indudablemente un acto perpetrado en contra del pueblo, de las mayorías y del sistema imperante, es decir es una agresión concreta hacia la democracia misma.
El concepto de mala praxis es el pertinente y adecuado. Si bien originaria como usualmente se lo plantea en el ámbito medicinal, más que nada por tratarse de un campo en donde la mala actuación genera un daño directo y contundente, lo cierto es que en la arena pública, avanza la consideración de tipificar la mala praxis política, entendiendo la valía de poner el acento, allí en donde se debe. La cosa pública, sea en recursos como en bienes, no sólo pueden ser robadas o enajenadas, por delincuentes en proceso o condenados, sino también perdidos, disueltos, desaprovechados, por honestos y probos, que en nombre de los buenos actos y costumbres, envalentonados por una marea en donde sólo nos instan a poner la mirada en la penalización al ladrón, estemos olvidando el mal proceder, la mala acción, que debe ser también condenable y reprobable, en medidas y formas distintas que la otra claro está, dado que genera en términos conceptuales lo mismo: una pérdida concreta y específica para el colectivo en lo que se conforma lo público.
No son pocos los que pretendieron conceptualizar esta propuesta, en Argentina, la legisladora mandato cumplido, Laura Sesma como el artista Andrés Segal, poseen sendos y apropiados trabajos que van en un sentido semejante, en otras partes del mundo, iniciativas de un tenor similar hacen foco precisamente en el seguimiento y control ciudadano, acerca del hecho público, no de quién lo haya perpetrado.
En términos de introducción a la filosofía (materia o formalidad educativa que en el caso de que no este, debiera estar en cualquier currícula de estudios de formación inicial o básica) estamos confundiendo, o nos conducen a que confundamos las nociones de “sujeto y predicado”. Nos obstinan a que construyamos un mundo de referencias conceptuales y políticas, en donde sólo importa el nombre, el apellido, el color de pelo y el valor de los bienes del cuestionado, dejando de lado, el accionar que ha llevado en cada uno de los casos, a que evada controles normativos como morales, para poder perpetrar el ilícito y solo tras ello, que tengamos posibilidad de reacción o de espanto ciudadano. El foco debe estar en el predicado, es decir en la acción pública. La política ciudadana debe instar no sólo a que sea difícil que nos roben, por ende aumentar los mecanismos de control y la cultura de seguimiento, sino, además tener bien en claro y a la par de la indignación por el enajenamiento, la tipificación de la mala praxis política.
De sobra sabemos qué hacer, con respecto a la corrupción y con quiénes caen en ella. Posiblemente el que no podamos asestarle graves golpes para hacerla retroceder, tengan mucho más que ver con el planteo que estamos realizando. Nada más útil para corruptos y deshonestos que entremezclarse o tratar de fundirse entre la masa de inútiles, inoperantes y confundidos compulsivos (que no pagan consecuencias por sus errores seriales) que atestan las plantillas estatales, por obra y gracia, de que a la gran mayoría sólo nos pasen las películas de los bandidos y perversos delincuentes, cómo si las falencias en la administración del estado, sólo tenga que ver con esta perspectiva de que todo es responsabilidad de un grupo, más o menos numeroso, de ladronzuelos de guante blanco que habitan más allá o más acá de ideologías y partidos.
Si no damos este paso y seguimos avanzado en este mismo sentido, corremos el riesgo, que el menos democrático de los poderes, el judicial, acumule capital político, de mala calidad, apresando (solamente y discrecionalmente, de acuerdo a cuando a la casta judicial les convenga políticamente) a los que incumplieron la ley, ayudando a confundir a la ciudadanía, haciéndola creer, que sólo dañan lo público sí es robado o tomado prestado, cuando en verdad, tanto más daño le hacen, cuando la administran en forma indebida, ineficaz o bajo esta figura de mala praxis política. Lo más gravoso es que sí la síntesis es que lo mejor que puede hacer la institucionalidad es meter preso a ladrones, no faltará quien proponga, falaz como estúpidamente, que entonces sean los apresadores quienes asuman el resto de las funciones de gobierno o de gobernanza.
Necesitamos estar inoculados con una vacuna que nos de inmunidad para evitar los males que nos imposibilitan a que construyamos una ciudadanía en donde sea difícil o casi imposible que se robe, y que además la administración del estado no sea un lugar propicio para inútiles e incapaces (que por méritos nepotistas o vaya a saber de qué gradación) acceden a tales peldaños, para sin darse cuenta, favorecer tanto o más las prácticas de los corruptos de las que supuesta o declarativamente se manifiestan en sentido contrario.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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