Periodismo y pago, un debate necesario que surge tras los casos “Juana y Martín”.
Alguna definición academicista, ha ejercido tal temor reverencial, que a contrario sensu de lo que indica la historia misma del periodismo o la comunicación, como su presente, dispuso, la persecución utópica e imposible de una verdad, a todas luces inexistente. Seguidamente y a los efectos de asegurar el control, buscado y pretendido, para que todo lo comunicable, esté enmarcado en una zona segura, de control o punible o sancionable de acuerdo a las reglas de juego, que son el juego en sí mismo, dispusieron, que la comunicación debía ser un servicio público. Finalmente y tras los genocidios que la humanidad se perpetró asimisma en el período de la segunda guerra mundial, se ató la suerte, a la comunicación, ya condicionada, por perseguir una verdad irreal e impuesta en una categoría que no necesariamente debe ser tal, de ser un servicio público, a la suerte y verdad de lo democrático, como si comunicar de esta manera (con los condicionantes descriptos) garantizara la libertad de expresión, que a su vez, significaran o significasen ser una garantía de vivir en una comunidad democrática.
No es nuestra competencia el tratar temas deontológicos, en este caso puntual de la comunicación, pero bien valdría, una lectura al código redactado en Sevilla por la Federación de Asociaciones de Periodistas Españoles, en donde se ratifica, como la razón de ser, o del deber ser o del buen ser (que para ellos serían las tres conceptualizaciones, una sola) esta triple atadura, este encierro, a tres llaves, en que reina el periodismo, la comunicación en su valoración o entendimiento occidentalizado.
No haremos tampoco una lectura plenamente filosófica en relación a la verdad. Sin necesariamente a adscribir que no existen hechos, sino interpretaciones, preferimos, dar nuestro parecer, destacando, que en el caso de que existiese una verdad, la misma estaría dotada de características, autoritarias, dado que para ser una, debe imponerse por sobre otras posibles. Toda imposición, conlleva una gradación de violencia, que se dispone por sobre otros. El desafío de vivir en un mundo en donde todos los mundos sean posibles, sin que por ello, uno se imponga por sobre el otro, debería ser en todo caso, el desafío de quiénes nos ufanamos de vivir o de pretender vivir en una sociedad democrática.
Sí hablamos de democracia, sin tampoco, hesitar en las disquisiciones puristas de las categorías de la ciencia política, debemos dejar en claro, que la tomamos, como una regulación social disciplinante, sujeta a una aprobación de mayorías (las elecciones, son en verdad la sacralización totémica, lo simbólico por antonomasia de lo democrático, el signo que se devora todos sus significantes) que extrañamente, a nivel mundial, sí contamos por cantidad de ciudadanos en el mundo, no es mayoría como forma de gobierno. China, más la India, los países del llamado mundo árabe y la mayoría del continente africano, no viven de acuerdo a las reglas que sí vivimos, en nuestro occidente, y desde esta minoría, sin embargo, pretendemos, con solvencia y autoridad como si fuese poco, señalarles a ellos, que sí son mayoría, que están equivocados en su forma de gobierno o de convivencia, porque así lo dicen nuestras propias mayorías, a las que las dotamos de una caracterización de libres.
Esta última conceptualización, es precisamente, apuntar a esta característica de tener una sociedad libre, en que el periodismo o la comunicación, es un ariete indispensable para ello, es el tercer candado, en que se encerró a esta actividad.
En nombre de esta libertad, la misma está encerrada en un código (al que hacen provenir desde la autoridad intelectual de lo griego, lo deontológico) que como si fuese poco, dispone prohibiciones expresas y contundentes, relacionadas sobre todo con la retribución del comunicador.
Tras un conjunto de expresiones de buenos deseos, de expectativa, tal como en verdad resultó el maridaje entre lo democrático con lo religioso, en donde el motor indispensable se constituye en la esperanza, todo se sintetiza en una cuestión de fe. Esta venta de indulgencias, que a diferencia de la medieval, vende parcelas de cielo en la tierra (es decir la mentira es más flagrante pero a la vez más seductora) deja a la intemperie al comunicador, dotándolo solamente de la posibilidad, de la esperanza, de la expectativa, de que el mundo funcione como ellos creen o en el mejor de los casos desearían que funcione. Eso sí, le dejan una comisión de queja en donde puede elevar sus reclamaciones.
Sacarle, quitarle, apuntarle, robarle, la posibilidad de cobro al comunicador, genera el amplio latifundio, en donde la empresa, o el sector de poder, negocia, eso que trabaja, que comunica aquel, en términos reales, bajo el dogma creado, la ficción de la verdad y el sentimiento de culpa y la posibilidad de penalidad, el periodista cree estar libre dentro de un zoológico o nadar en un océano, mientras se encuentra en una pecera.
No se trata aquí de que esto sea diferente, pues podríamos decir, que el sistema económico-político-social, funciona así, y no sería por esta perspectiva la más interesante o útil para modificarla en el caso de que esto deseáramos.
Lo que creemos, consideramos, sin que por ello tengamos que aludir una honestidad intelectual, tal como seria literariamente correcto, es que el comunicador, debe aclarar el origen o la razón de su interés para comunicar lo que está comunicando. Reducir la cuestión del interés a lo monetario, es una canalla, dado que se dejan de lado, cantidades incontables de manifestaciones por las que el ser humano actúa. Intentar regular esto, no sólo que es un camino autoritario y antidemocrático, sino que bastante ilusorio, por no llamarlo estúpido.
Cada comunicador, en todo caso, podría señalar que interés lo mueve a comunicar lo que comunicó. Podría ser económico, como espiritual (referenciado en una idea o personaje que lo estimula desde este lugar, sea positiva o negativamente), amistoso (a quién le generó empatía, o posee una empatía previa a ser comunicador), académico (pretende seguir las reglas establecidas por quienes creen tener la verdad de lo comunicable y dan premios y distinciones por ello) o las categorizaciones en las que se subdivida el interés humano, imposible de determinar, cómo en un manual, como de desconocer o no reconocerlo como parte esencial del ser.
Esta sería la principal, sino la única obligación del comunicador, expresar en caso de que conozca, de donde proviene su interés, en caso de que desconozca, deberá exigirse para conocerlo, no pudiendo alegar desconocimiento o su propia torpeza para ello.
Aquí está el problema. No se trata de que el comunicador no cobre por lo que comunica, prohibiendole en un código para ello, por temor a que no encuentre esa falsa verdad. Se trata que quienes tomen contacto, con esa comunicación, sepan que es lo que ha movido a su autor o creador para ello.
Es obvio que todos persigamos un beneficio, por lo que hacemos como por lo que dejamos de hacer. Prohibirlo en nombre de ficciones, sólo contribuye a que nos pocos, en gracias a esas fantasías vivan cada vez mejor (materialmente) a expensas de mayorías que viven cada vez peor, el problema es que sí así continúanos, estos no plantearán esta inequidad bajo palabras o respetando códigos, lo harán bajo el peso de la praxis y en ese tiempo (que esperemos lejano o que nunca llegue) ya el mundo no le servirá si quiera a esos que vivan mejor. Tampoco habrá margen para que nadie comunique nada más, se habrá disipado el interés, tal vez, porque no propiciamos a que se empiece a verbalizarlo o reconocerlo. En una de esas es un poco más sencillo si empezamos a expresar que es lo que nos mueve a cada uno, en una de esa, hasta nos podríamos poner un poco más de acuerdo.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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