17 de octubre de 2020

Olvidando que he nacido.

He olvidado (todos a diario olvidamos, sólo un hombre en la tierra no lo hizo y ese hombre ha muerto) la textura de la pasionaria en mano, sintiéndola como nadie la ha sentido, aunque conviviera con ella toda una vida entera. Olvidé sus singularidades. Y en tan palmario olvido, olvidé a Ireneo Funes y a sus exégetas. Sí de intérpretes e interpretaciones hablamos, he olvidado a quién postuló aquello del olvido del ser. Embebido en las corrientes del Leteo, brazo del Hades, personificada como hija de Eris, la discordia abrumadora del olvido me sitúa en este presente continúo, en donde una palabra escrita, tras la otra, réplica, viral y consuetudinariamente, la condena que, según leo, padeció un tal Sísifo.

Olvidé haber votado y por ello tal vez, vuelvo a ser convocado, a depositar un sobre en la urna, para volver a otorgar, lo que creo y siento mis derechos conculcados. Sí como canta el juglar, todo estuviese guardado en la memoria, el viento no sería libre, sino privatizado o regido por un burócrata estatal, de acuerdo, a donde oportunamente soplase tal aire libertario. 

Olvidar nos posibilita pensar, no sólo en la dinámica de generalizar o abstraer, sino de tener, la fe absurda de procastinar nuestra muerte ineluctable. 

Olvidando se nos hace posible y tolerable el continuar en la senda de lo humano. Caso contrario, hace tiempo, hubiésemos decidido, exterminarnos o, compasivamente, dejarnos fenecer. 

Olvidar los crímenes cometidos, transforma la tragedia en absolución al propio olvido. 

Sí los recuerdos fuesen más justos, completos, exhaustivos, el hálito en reserva que nos impele a continuar quedaría devastado, completamente de sentido. 

Olvido de mi nombre y apellido. Olvido mi género, mis gustos, mis elecciones, todas y cada una, las que alguna vez considere acertadas como las desatinadas. 

Olvido mi condición humana y ésta es la única razón por la que escribo. 

Olvido involuntariamente que he vivido, olvido olvidar, las lógicas, la semántica, el significante y sus sentidos. 

Olvido tu premio y tu castigo. Olvido tu indiferencia, permanente y constante, como tus palmadas y aquella manta de abrigo.

Te he olvidado tantas veces, qué si no fuese por la solemnidad del olvido, diría que jamás has existido. 

Estampo mi nombre y apellido, en el final de estas palabras, que olvidan formatos literarios, exigencias académicas y recursos estilísticos, para continuar olvidando, que alguna vez tuve que transitar los pasos en estas lúgubres tierras del olvido. 

Cuánto más me olvides, más presente me tendrás susurrándote al oído, lo olvidable que hemos sido. 

 

Por Francisco Tomás González Cabañas. 


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