18 de julio de 2020

Dios es una noción en construcción.

No puede estar ni vivo ni muerto. En latencia inconsciente sí, pero no como producto del duelo, sino como el deseo que no llega. No soportamos lo inacabado, lo inconcluso, le damos el nombre de lo indeterminado, de lo incierto. Con ello, para más confusión, transformamos lo relativo en absoluto. De aquella primigenia noción, convertimos por nuestra falta de aceptar la carencia, al dios en concluido, terminado, acabado, perfecto y omnisciente. Más luego, lo negamos, lo matamos o asumimos de su suicidio. Sin tiempo ni espacio, vamos construyendo en la tórrida e ilógica intuición de nuestro aquí y ahora, con vaguedad y temor, pero también con petulancia y soberbia, nuestro alter ego.

Necesitamos hacer responsable a ese otro, con dotes de amo, de la razón o sinrazón de nuestra existencia. Más aún lo precisamos, clamándolo, todos los días, para que nos acompañe rumbo a la única dirección conocida que llamamos muerte. 

Dios es posible en la medida que existimos a sabiendas que moriremos. En términos relativos dios es lo otro que llena nuestras ausencias. No puede representar algo general o absoluto. 

Nuestro destino es la construcción de esa noción, como intuición de un dios sempiterno, al que dotamos de omnisciencia y muerte, porque no sabemos qué paso daremos, hasta que la noche eterna renuncie al albor que pretenda iniciarlo, todo, otra vez, desde la ipseidad de la nada. 

Sin pruebas ni testigos de los tiempos en los que no éramos, así se puebla aquel horizonte, de lo fatuo para algunos, edénico para otros, pero siempre con nombre, bajo vocablo.  

El significado, como lo traducido de lo imposible, de todas y cada una de las faltas que nos asolan a diario, desde que lo recordamos, se plasma, como fantasma inquietante, en lo real, diario y cotidiano. Necesitamos creer, por ende, en ese amo que tenga todas las respuestas, en el látigo de habernos quebrado con tantas carencias. O lo contrario, en negarle su entidad, en rechazarlo de plano, en matarlo con palabras, con símbolos, en duelarlo, en confinarlo a que exista donde no vemos lo manifiesto o cualquier otra excusa o adagio. 

La humanidad se constituye en tal temporalidad única, la que no ha cesado y que no podemos determinar, cuando, hubo de haber iniciado. 

Somos instantes, plagados, de recuerdos difusos y de proyecciones varias, nada más alejados de las generalidades y de lo absoluto, las pretendemos tales, que las instrumentalizamos, cómo si fuesen éstas las réplicas de nuestras deidades, existentes, muertas, acabadas, negadas, resucitadas, somos todas ellas en la imposible división del pasado, presente y futuro, en lugares diversos, que son sólo uno, el reducto en donde anida, nuestra necesidad, de pese a todas nuestras contradicciones, seguir siendo. 

Cuál carta que llega a su destino, somos el concepto, la emoción, la sensación, la razón y la intuición, que se hace palabra, en cada giro, en cada producido de los paroxismos interrumpidos, vamos hacia un lado u otro, irredentos en los vientos libertarios y la marejada, el norte no es el destino, sino el tránsito hasta el momento mismo, que nos sorprenda, a cada uno, que la noche no llegó al mañana. En tal instante, dios, como nosotros mismos, estaremos, finalmente, concluidos.   

 

Por Francisco Tomás González Cabañas.      

 


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