28 de junio de 2020

La posibilidad de la ética en la postmodernidad por ANA DE LACALLE

Desde la antigua Grecia la ética se ha fundamentado en alguna compensación para el hombre virtuoso ¿Es posible la ética en un mundo en el que ya "no hay Dios" que legitime desde su trascendencia unos valores u otros?

En la Grecia Antigua, el orfismo inspirado en el mito de Orfeo -aquel que invita mediante su canto a la reconciliación entre sensibilidad e intelecto- significa un giro individualista en el que, lo que da sentido al vivir, es ese propósito de purificación y catarsis como preparación para la muerte como inflexión a la inmortalidad del alma. Una catarsis que comporta recompensas tras ese tránsito que trasciende lo terrenal según lo merecido.

El mismo Platón, al parecer por influjo de estas prácticas sectarias, entiende que uno de los argumentos en favor de la inmortalidad del alma es el ético. Es decir, si nuestros actos no recibieran ni recompensa ni castigo ¿qué más daría cómo actuar? Esta argumentación platónica puede ser interpretada con una intención didáctica y divulgativa para influir en los humanos a preferir el bien, sobre el mal.

Lo paradójico, por no decir contradictorio, es que Platón heredero privilegiado del legado de Sócrates, está convencido de que el bien lo practica aquel que previamente sabe en qué consiste, con lo que hacer el mal solo indica ignorancia. Quien sabe lo que es el bien no puede no quererlo y no actuarlo. Entonces, si el Bien es querido por sí mismo ¿por qué necesitaba Platón recurrir a recompensas y castigos tras la muerte para estimular su práctica? Seguramente, habría que entender que aquellos, la gran mayoría, que poseemos una noción difusa y llena de sombras de lo que es el bien, como humanos con necesidades de compensaciones concretas, requerimos logros claros por los cuales elegir una forma de acción u otra. Quedarían fuera de este pragmatismo los que auténticamente están más próximos al saber, los filósofos como aquellos que aspiran inexorablemente al conocimiento siempre.

Si observamos cierto cristianismo extendido popularmente, encontramos rastros relevantes de este intercambio de beneficios. El cristiano mediocre, que tal vez por ello no es cristiano, es quien actúa para ganarse el reino de los cielos, creyendo que lo logrará a base de llevar una vida, aunque acomodada, llena de obras de caridad. Y, en última instancia con el consuelo de que, haga lo que haga, Dios siempre perdona, aunque no se asemeje mucho al Dios iracundo y vengativo de la Biblia.

A partir de la modernidad, el hombre se aproxima a Dios en poder hasta “matarlo” y vivir la postmodernidad con el olvido de un Dios muerto, que no es ya ni condición, ni posibilidad de ningún tipo de contrapartida.

Lo acuciante, pues, es ¿qué razones tiene el individuo postmoderno para actuar éticamente? Ante esta cuestión brotan diversidad de relatos explicativos con una influencia importante de la cultura oriental, que en definitiva vienen a mostrarnos que dispongamos de “razones” o no para hacer el bien, en última instancia, lo hacemos porque queremos, ya que no podemos recurrir a la certeza de ninguna trascendencia que legitime el acto bondadoso, tan solo la voluntad propia de creernos lo que nos reporta más sosiego y armonía interna.

Hay, inclusive, individuos que sin aferrarse a ningún discurso embaucador y compensatorio, optan por hacer lo que consideran bueno en cada circunstancia por conciencia moral; esa tribuna que ha substituido a Dios y que no trasciende más allá de nosotros mismo, pero que, sin embargo, nos hace sentirnos más sensiblemente humanos. Aunque tras la muerte demos con esa Nada de la que llevamos gran parte de nuestra historia huyendo.

Acaso, quien actúa por el bien del prójimo -y aquí hay una exigencia de abandonar ya los absolutos como nociones universales- sin más motivo, sea aquel que ante el vacío vital -por la nada post mortem- se eleva por encima de la mediocridad humana, para evidenciar que vivir puede significar a menudo desvivirse para que otro viva. Y eso porque nuestra voluntad lo quiere.

La cuestiones éticas y morales son tal vez uno de los ámbitos más huérfanos desde la simbólica “muerte de Dios”, más susceptible de subjetivismos y discrepancia. Pero, curiosamente, también me atrevería a decir que la argumentación ética puede sostener acciones que, de facto, algo en nuestro interior nos cuestiona, por lo que de alguna manera debe resta un vago resquicio en la mente humana que no lleva a coincidir con relativa universalidad en algunos rasgos básicos de lo que puede ser enjuiciado como bueno, o malo. Y esto último es ciertamente una intuición, sin más argumento que la experiencia, que no obstante podría reabrir indagaciones interesantes en relación con nuestra base genética en la adopción de determinadas prohibiciones o en el reconocimiento de la bondad de determinadas acciones.


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