NO PIENSES MAL DE MÍ, de Noelia Barchuk
NO PIENSES MAL DE MI
DE NOELIA NATALIA BARCHUK
Una calle oscura, albergaba la pasión descontrolada de una pareja. Los miró sin querer unos instantes y siguió su camino. Pero esa disociación casi mágica entre el cronos y el cairos se evidenciaba al recordar el suceso. Habían sido tan solo unos segundos, una breve fracción de tiempo, los que alcanzaban sus pasos en cruzar la esquina. Mas tenían la apariencia de haber sido eternos; la imagen congelada de una fotografía. Pudo advertir que ella era bonita, él feo pero atractivo, y el deseo que compartían.
Deseo que en su cuerpo se había extinguido como la llama de una vela en soledad y la ventana abierta. Seguía caminando hacia el departamento que alquilaba. Sentía frío. Había olvidado el paraguas en el trabajo y comenzaba a echarlo de menos tras la fina llovizna desatada. Volvió a pensar en aquellos extraños. Interrogó mentalmente si la chica acaso no sentía frío con la pequeña falda que llevaba puesta. Claro que no, respondía otra parte de su mente. Seguramente él la abrazaría, no dejaría que escapase el calor que momentos antes habían encendido. La acompañaría hasta su casa, aunque no pudiera entrar. Tonterías. Puras tonterías. Por supuesto que no la abrazaría ni la llevaría hasta la casa. Lo más seguro, habría robado el último beso, después de haberle pagado por adelantado el placer de mercado.
Apuró la caminata, faltaban diez para las veintidós horas. No le preocupaba tanto el reloj como el rugido de los truenos sobre su cabeza. Se persignó por las dudas. Buscó las llaves en el bolsillo trasero del jeans; obviaba el uso de cartera por seguridad. El desorden del hogar la recibió. Había olvidado que la señora que realizaba la limpieza dos veces por semana le había pedido cambiar por esta vez de día arreglado.
Era impensable esperar hasta la mañana siguiente con semejante caos. Comenzó por lavar los platos acumulados, al igual que las tazas y el resto de la vajilla. Limpió los pisos. Sin acomodar metió en el ropero la ropa limpia y la sucia en una bolsa de consorcio para mandar a lavar. Se esmeró en el baño, no veía la hora de poder sumergirse en la bañera. Era su modesto lujo. Perfumó el ambiente con sahumerios de sándalo y magnolia. Al fin pudo desprenderse de la ropa, hundiéndose entre agua tibia y jabón líquido. Sentía como cada parte le agradecía la bendición del agua. Como si fuera una plantita que resurgía tras la lluvia. Cada músculo encontraba el relajo negado a lo largo de la intensa jornada. Su rostro perdía el semblante duro, serio, se transfiguraba en una concepción de paz. Posó sus manos en las rodillas. Se alteró repentinamente. La escena de aquella pareja retornaba a sus pensamientos. Golpeó como una infante el agua, pero sin alegría. El agua había arrugado las palmas de sus manos y las plantas de sus pies. Imaginó las mismas arrugas sobre todo su cuerpo, por el paso del tiempo.
Pisadas húmedas marcaban el sendero desde el baño hasta el cuarto. Sobre la mesa de luz tenía preparado un vaso con leche y un paquete de galletitas. No llegó a probarlos. Quedó dormida, acurrucada del lado izquierdo de la cama, envuelta en la toalla. Era ya de madrugada cuando extendió las manos para alcanzar el cubrecama. Se encontró durmiendo desnuda pero no le importó. Volvió a conciliar el sueño, y lo que en la bañera había negado, ahora el inconsciente se rebelaba. Lucía soñaba ser la chica que besaba aquel hombre en esa calle en penumbras. Era raro, percibía los sonidos y aromas de la noche. Los ruidos de los autos, algunas voces desde lejos, el perfume que emanaba el cuello de él. Las manos de ese hombre, desde ese mundo onírico, dictaba el accionar de las propias. Así comenzó con timidez a dibujar círculos alrededor de sus pechos, serpentinas se perdían por los muslos y el vientre… Quiso escapar, frenar esas sensaciones, pero no pudo. Mitad dormida, mitad despierta, se encontraba en un punto de ensoñación y de derroche de imágenes que la fuerza centrípeta del fuego interior terminó venciendo. Su dedo mayor se hundió en el epicentro del placer. Todo lo orquestaba el amante de aquel sueño, ella lo cumplía como una concertista abnegadamente extasiada.
Al llegar el alba sintió vergüenza. Esa antigua sensación de culpa la hostigaba. La misma que la asaltaba en la adolescencia, tras realizar excursiones por la geografía de su cuerpo virgen. La mañana transcurrió como siempre, pero Lucía tenía la cabeza llena de recuerdos, de viejos sueños e ilusiones destrozadas. Llamó al psicólogo para concertar una cita de urgencia.
Instalada en el consultorio, escogió para sentarse la mecedora de mimbre y abrazó fuertemente un almohadón. Comenzó el relato, todo se relacionaba con los desconocidos de la noche anterior, el sueño erótico, las ramificaciones del mismo bajo las sábanas, las fantasías, la culpa y su eterna soledad.
César dejó que se liberara de toda esa opresión, la vio morderse el labio inferior para soportar las ganas de llorar. Entonces fue cuando ella se arrojó contra el pecho de él.
–No piense mal de mí–dijo, y lo abrazó temblorosamente.
–Sh…sh…qué voy a pensar mal –respondió César.
La máscara para pestañas se le había corrido por el llanto. César, con dedos ásperos, le secó las últimas lágrimas negras. Luego comenzó a besarla. Tomó su mano y la deslizó dentro de su camisa. Lucía temblaba, y cada tanto repetía no pienses mal de mí…
Él la oía pero no contestaba en palabras, sino con hechos; porque su lengua iba probando el cuello de ella; sus hombros, sensualmente el surco de su espalda…
Lucía había perdido un mal profesional, a cambio había ganado un buen amante.
Martha Ayala
Que bueno.