¿Acabar con el virus, con el confinamiento o con la sexualidad.?
No tienen, como las acciones del sistema, una lógica que responda a los mismos, es decir no tienen un mismo “patrón”, un virus, es en verdad y en términos sociales un tipo que piensa, un tipo de mente abierta en una sociedad conservadora o fascista, un tipo que pone sus condiciones, se juega por ellas y hasta incluso muere, el virus no depende de resultados, no va por resultados, puede generar un resfrío, un borrado en un computadora, un poema en una cárcel, o la muerte, pero nada más alarmante que no ser parte del sistema, poder salirse de él. En este caso sí, que el virus ingrese, anide, en los recovecos más inexplorados, el alma en el terror, el decoro de la sábana de lo sexual. De no ser esto así, jamás nuestra salud podría estar en vilo por uno de ellos, en su apariencia insignificante y en su multiplicidad, intrascendente, pero que sobre todo nos plantea que pensemos como sociedad, alternativas que vayan más allá de lo automatizado. La hendija, la cura, la respuesta, la salida, es pensarlo por el lugar, por el sito, en donde más nos golpea y donde menos lo hablamos, para “duelarlo”, para tratarlo o modificarlo.
Necesariamente debemos darle, al menos en este apartado, razón a los estructuralistas, todo es un sistema, o que ha sido diseño, en verdad que lo hemos diseñado, como para no ser, para guarecernos de la aventura de vivir sin bastones simbólicos, ni paraguas que nos dejen, supuestamente indefensos, cuando en verdad son los techos que ponen límites a nuestros vuelos, necesariamente limitados y limitantes.
El hospital, donde se nace y se muere, luego el jardín, el colegio, la facultad, el trabajo o fábrica, y como descanso la televisión. En caso de no ser beneficiado por ese “sistema” caemos en la cárcel, el psiquiátrico, el refugio, finalmente y para todos el cementerio o el crematorio.
Sistemas donde reinan, un conjunto de reglas, en donde se desarrollan juegos de poder, relaciones, en donde supuestamente interactuamos desde nuestra individualidad, pero en verdad no, sólo actuamos como marionetas, de ese gran sistema que habla, desde nuestra supuesta libertad.
Reflexionar, como estamos inducidos a ser nada más que una pieza del colosal engranaje, se puede observar en una práctica, instintiva y fundamente, que creemos que nos posiciona como seres libres; la sexualidad. Qué en tiempos de pandemia, debe ser también a distancia, telemática, una sexualidad, asexual, platónica 2.0
Sin embargo, nos proponemos demostrar, que precisamente sí analizamos nuestra propia sexualidad, caeremos en la cuenta, de que también ese sistema nos determina, recurriremos a Foucault, en la Historia de la Sexualidad, que citamos a continuación párrafos, del mismo que consideramos singularmente reveladores:
“Toda esa atención charlatana con la que hacemos ruido en torno de la sexualidad desde hace dos o tres siglos, ¿no está dirigida a una preocupación elemental: asegurar la población, reproducir la fuerza de trabajo, mantener la forma de las relaciones sociales, en síntesis: montar una sexualidad económicamente útil y políticamente conservadora?
Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su represión, posee como un aire de trasgresión deliberada..” Difícilmente se puedan tomar estadísticas precisas, pero todo indicaría que ante la irrupción de la pandemia, la cantidad, la calidad y el deseo mismo de lo sexual, seguramente no escapa a la norma de haber caído en baja, cuando no estrepitosamente, una de las consecuencias de esto mismo, menor índice de natalidad en lo inmediato.
Continúa el filósofo francés: “Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. De ahí esa solemnidad con la que hoy se habla del sexo. Cuando tenían que evocarlo, los primeros demógrafos y los psiquiatras del siglo XIX estimaban que debían hacerse perdonar el retener la atención de sus lectores en temas tan bajos y fútiles. Después de decenas de años, nosotros no hablamos del sexo sin posar un poco: conciencia de desafiar el orden establecido, tono de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar”. En nuestra actualidad, sin embargo, podemos afirmar que habitábamos, hasta antes de la pandemia, una cultura totalmente sexuada o sexualizada, desde las manifestaciones que hacían de lo privado y personal a lo público y político del sexo. Reproducíamos, en el ritmo frenético de aceleración en el que vivíamos, todas y cada uno de los cuerpos atravesados por lo real, lo simbólico y lo imaginario de la sexualidad posible e imposible, asequible y tangible. No corrimos en lo sexual, nos desgarramos el himen, para volvérnoslo a reconstruir, de forma tal de repetir, el goce pernicioso, en sintonía de pliegue, como para escaparle, mediante el punto de fuga a la carencia de la falta.
Michael Foucault, sigue: “Interrogar el caso de una sociedad que desde hace más de un siglo se fustiga ruidosamente por su hipocresía, habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que no dice, denuncia los poderes que ejerce y promete liberarse de las leyes que la han hecho funcionar. Al hablar tanto del sexo, al descubrirlo desmultiplicado, compartimentado y especificado justamente allí donde se ha insertado, no se buscaría en el fondo sino enmascararlo: discurso encubridor, dispersión que equivale a evitación. Al menos desde la Edad Media, las sociedades occidentales colocaron la confesión entre los rituales mayores de los cuales se espera la producción de la verdad: reglamentación del sacramento de penitencia por el concilio de Letrán, en 1215, desarrollo consiguiente de las técnicas de confesión, retroceso en la justicia criminal de los procedimientos acusatorios, desaparición de ciertas pruebas de culpabilidad (juramentos, duelos, juicios de Dios) y desarrollo de los métodos de interrogatorio e investigación, parte cada vez mayor de la administración real en la persecución de las infracciones y ello a expensas de los procedimientos de transacción privada, constitución de los tribunales de inquisición: todo ello contribuyó a dar a la confesión un papel central en el orden de los poderes civiles y religiosos.
Durante mucho tiempo el individuo se autentificó gracias a la referencia de los demás y a la manifestación de su vínculo con otro (familia, juramento de fidelidad, protección); después se lo autentificó mediante el discurso verdadero que era capaz de formular sobre sí mismo o que se le obligaba a formular. La confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los procedimientos de individualización por parte del poder”. Sabemos que la pandemia, socavó el sistema de verdad, de nada nos sirve auto-percibirnos, del género que pretendamos instalar, o narrar las desventuras de lo sexual, la certificación de lo normal, vuelve a estar en los consultorios médicos, en la especialidad del epidemiólogo, del virólogo, del infectólogo, en la vacuidad de su subdivisión de supuesto conocimiento, donde nos impone su medicación o cura; lavado de manos y distancia social, siglos de “avance de razón instrumental”, vueltas y revueltas de la bio-política y demás conceptos en diálogo, para que nuevamente el galeno, se saque el guardapolvo que lo sitúa en el pedestal de la autoridad, para que desempolve su astucia seductora de chamán. Se habla incluso de corredores de sanos (es decir el derecho sagrado para las democracias liberales de tránsito y movilidad, supeditado al certificado sanitario), ingresos a lugares comunes, previo tomado de temperatura, la criminalidad de una tos o de un estornudo, como palmaria muestra de que, la sanidad epitelial, es lo único que importará de aquí en adelante, poniendo en suspenso, todas las otras manifestaciones, desde ya las pensadas o sentidas, de lo humano como fenómeno.
Finaliza nuestra cita de Foucault; “La noción de sexo aseguró un vuelco esencial; permitió invertir la representación de las relaciones del poder con la sexualidad, y hacer que ésta aparezca no en su relación esencial y positiva con el poder, sino como anclada en una instancia específica e irreducible que el poder intenta dominar como puede; así, la idea del sexo permite esquivar lo que hace el poder del poder; permite no pensarlo sino como ley y prohibición. El sexo, esa instancia que parece dominarnos y ese secreto que nos parece subyacente en todo lo que somos, ese punto que nos fascina por el poder que manifiesta y el sentido que esconde, al que pedimos que nos revele lo que somos y nos libere de lo que nos define, el sexo, fuera de duda, no es sino un punto ideal vuelto necesario por el dispositivo de sexualidad y su funcionamiento. No hay que imaginar una instancia autónoma del sexo que produjese secundariamente los múltiples efectos de la sexualidad a lo largo de su superficie de contacto con el poder. El sexo, por el contrario, es el elemento más especulativo, más ideal y también más interior en un dispositivo de sexualidad que el poder organiza en su apoderamiento de los cuerpos, su maternidad, sus fuerzas, sus energías, sus sensaciones y sus placeres. Se podría añadir que el sexo desempeña otra función aún, que atraviesa a las primeras y las sostiene”.
El humano como fenómeno de lo posible, de algo mejor que sí mismo, falleció hace un tiempo y en estos momentos se procede a la entrega de tal certificado de defunción. Son aquellos, los primeros y últimos del eslabón, que hacen su agosto con el rito de defunción, que sostienen el cadáver, que lo plantean, eternizar, en la pátina balsámica de lo epitelial, en la dictadura de las formas, en la automatización del recuerdo de lo humano. Más bien la pregunta, debió haber sido, ¿porque existe la pregunta, sin intención a promover, a respetar, ni mucho menos esbozar pensamientos ante la misma.?
El sexo a distancia, telemático, virtual, asexuado, propuesto de la oficialidad de los rectores de la salubridad pública, sea como consejo, recomendación o monitoreo de los índices de la humanidad robotizada o artificial, es la prueba fehaciente y pública, de lo que llaman nueva normalidad, nueva realidad, una donde el ser humano que pensamos o sentimos que pudimos haber sido, yace finalmente muerto, ante nuestra incapacidad o imposibilidad.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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