22 de mayo de 2020

LIQUIDO POR CIERRE, de Noelia Barchuk

Un anciano se enfrenta día tras día al desafío de la vida, hasta que...

LIQUIDO POR CIERRE

DE NOELIA NATALIA BARCHUK

 

        Sí, tal vez había llegado el día. El día para tirar la toalla, colgar los guantes y prender una velita a la finada para que iluminara el camino. Se veía fulero el panorama.

        Estaba despierto, pero aún no había atinado abrir los ojos. Sin realizar movimiento alguno, contuvo la respiración por unos instantes. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Hasta allí llegó como siempre. Ensayaba su propia muerte. Pero no, tentándola y todo con ese juego macabro, no lo pasaba a buscar.

        Entonces se dignó a levantar los párpados, exhalando un largo suspiro, mezcla de alivio y desazón. Miró el reloj, tan viejo y golpeado como él, pero que seguía andando. Por fin se incorporó desde las sábanas a un nuevo día. Un pie, luego el otro, siempre primero el derecho por supuesto. Quedó sentado otro tanto. Pasó las dos manos por el rostro, de abajo hacia arriba, como se amansan los pingos. Después solo una mano parecía acomodar las vértebras del cuello. Calzó las chinelas que fielmente lo aguardaban al costado de la cama. Se puso de pie.

         Antes de dirigirse a la cocina, fue al baño; el agua de la ducha era el mejor despertador.

         Cargó la pava para preparar el mate. Cuando estuvo listo, comenzó a tirar de la puerta persiana del frente del negocio. Con idéntico gesto repitió para el caso de las dos vidrieras. Finalmente sacó el cartelito escrito con letra de imprenta con la leyenda “LIQUIDO POR CIERRE”. Hacía un buen tiempo que se había convertido en un viejo mentiroso: todos los días la misma cosa. Quizás no fuera mentiroso, tal vez cobarde. No se animaba a cerrar el boliche para siempre.

        Esa mañana creyó con sinceridad, era la última vez que colgaba el cartel. El negocio había tenido su relativa fama y clientela; unos cincuenta y pico años atrás. ¡Ah! Qué distinto era el ambiente de aquel entonces… A Piero se le humedecían los ojos y parecía volarle el alma al recordar ese tiempo. Cierto es el dicho que todo tiempo pasado fue mejor; pero también que la memoria hace de las suyas, engalanando a su antojo lo ya vivido.

       Pero él tenía razón. Había vivido otra cosa, nada comparable con ese mustio presente. El bolichito siempre había estado en el mismo lugar. Las baldosas, como si fueran un tablero de ajedrez, se mantenían limpísimas, pese a la circulación de la gente. Los nueve frascos en su estantería particular eran las delicias de los niños; caramelos, confites, garrapiñadas. Se vendía bien. El precio era justo, la atención impecable, la clientela una maravilla. Salvo muy contados casos, tuvo que correr algún borrachín confundido, ya que nunca habían expedido alcohol.

       Las cajas de galletitas surtidas, aceite, fideo, arroz, azúcar; todo se podía fraccionar para vender según pudiera y quisiera comprar el cliente.  También se fiaba, aunque a muy pocos. Era una tienda de ramos generales. Se encontraba desde telas, bolsas de feria, botas de goma hasta productos alimenticios.

        ¡La época de los trenes!  Pero todo se fue malogrando al compás de la soledad de los rieles. El advenimiento de otro ritmo de vida, con los súper e hipermercados, dilapidaron los almacenes de barrio. Nadie entraba a comprar en el local de Piero. Es cierto que tampoco había intentado cambiar el perfil, renovarse. Por el contrario, parecía empeñado en seguir ofreciendo vetustas mercaderías. Ya no vendía comestibles.

        Salió de la especie de trance en que se encontraba cuando vio cruzar la puerta a su amigo Cristóbal. Octogenario como él, diario en mano, iba a charlar un rato. La mañana pasó. Por la tarde, a las cinco en punto nuevamente abrió el local, colgando el cartel de la liquidación. ¿Qué haría mañana si cumplía y cerraba el negocio? Nada. Pero sabía que el día era ese.

        Miró el mostrador, astillado, rozó con la punta de los dedos los descoloridos paquetes de figuritas. Sintió que el olor a humedad colmaba sus pulmones. Llegada la hora, cerró todo como cada día anterior. Ya se había arrepentido de nuevo. Mañana, tal vez mañana cerraba todo para siempre. Un nuevo amanecer entibió la habitación de Piero. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Esta vez, el infinito.  

   

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Comentarios »
Carmen Delgado
Me deja dos sabores: la nostalgia y la llenura de la misión cumplida.
Escribir un comentario »