19 de abril de 2020

De las fuerzas ciegas y de los amos tuertos.

“El positivista es un peligro. Su torpe inteligencia, su falta de altura, lo convierten en un personaje que nos quiere traer siempre a la realidad concreta y de los hechos, como llamándonos la atención sobre nuestra abstracción teórica y nuestro deambular por nociones no tangibles. Es el personaje más dañino de nuestra época. Está, por ejemplo, presente en la crítica política y social. Es el que predomina en ese espacio desde hace un par de décadas. Y normalmente es alguien instruido, salido de los almacenes universitarios. Nos increpa: habláis de cosas que no existen: fuerzas ciegas, acontecimientos invisibles, malestares sin objeto.... estáis en una evasión de los problemas verdaderos, que son estos precisos y limitados, estos que se ven y que se tocan..." (Algunas incongruencias actuales cuando se habla de capitalismo o marxismo. Luis Sáez Rueda).

Esto lo afirma, razonablemente un profesor español, de las vivencias con las que tiene que lidiar, desde su apostolado filosófico, en su ser y estar, en el contexto europeo. Podríamos señalar con enjundia, que lo hace desde cierto eurocentrismo del que es difícil escapar apofánticamente desde que se constituyen las nociones de conceptos en occidente, sin embargo tal caracterización no aportaría nada, al contrario, perjudicaría la posibilidad de entendimiento.

En la hispanoamérica, pobre, raleada desde siglos, enajenada y socavada, material como espiritualmente, los positivistas de estos lares, no salen de almacenes univeristarios, sino de la rusticidad de unidades básicas y comités políticos, almibarados por el caramelo de lo democrático, se revisten de autoridad, por haberle hecho los mandadatos a un legislador, o en el mejor de los casos a un gobernante de provincia. 

Son los colaboracionistas, que en el empacho diabético de las fórmulas de buena onda, narcotizan a la sociedad toda, creyendo que no la envenenan dado que se trata de ázucar y como producto dulce, blanco y aceptado, en el paroxismo de la estulticia, salen a acusar, a señalar, a marcar con el dedo a todos aquellos que osen hacer algún tipo de comentario que incite a la reflexión o al pensamiento.

Haga la prueba, usted mismo, de la ceguera a la que nos enfrentamos. Vaya a una cuenta de red social de un político, de esos que tienen cinco mil amigos y que comparten sus actividades oficiales. Podrá ver, que son entre veinte y cuarenta, los que siempre le aplauden los posteos o las fotos que suben. No sólo que son los mismos, sino que en la mayoría de los casos, las pocas veces que escriben palabras (ponen emojis o stickers), lo hacen con horrores ortográficos, demostrando no ignorancia o brutalidad, sino desprecio por las reglas de juego. Sí pueden comentarle algo al amo, pueden poner en el buscador, sí gracias se escribe con s, con z o con c. Pero no, como están obligados, lo hacen con desgano y con desprecio, demostrando sin querer, que al amo, no le interesa tener adherentes libres o innstruídos, sino esclavos.

Lo peligroso de este juego, de esta diálectica, es que cuando usted, le quiere hacer una pregunta, sí, poniendo los signos de interrogación al comienzo y al final de la frase, se encontrará como respuesta, con el rechazo sistemático, de los esclavos del político, que en nombre de la buena onda o de las buena intenciones, insultan, agravian y descalifican al preguntador. 

Los esclavos son los ciegos, que no pueden ver, que no ven ni dentro de la caverna, ni del confinamiento, ni la cuarentena, ni tampoco ven ni han visto afuera, son ciegos tanto porque lo quieren ser, como por que el amo así se los demanda.

Cuando los ciegos, escuchan una voz que no es la del amo, entonces reaccionan y siempre, ladrando, refunfuñando, caracterizando, agrediendo y amenazando.

Así el amo, en su condición de tuerto, es decir que lo único que ve es que sus esclavos son ciegos, se aferra, a la ceguera de estos que no padecen una ceguera visual sino una ceguera de conceptos.  

El tuerto, no duda, acciona y se hace fanático del hacer, por más que este accionar  implique irracionalidades y hasta estupideces. El concierto de desaciertos, que vienen llevando a cabo los diferentes países, mediante sus gobernantes desde la declaración de la pandemia, es la muestra acabada de este sistema que dimos en llamar “brutocracia”. Ni más ni menos que la relación entre el esclavo ciego y el amo tuerto. 

Ocurre, sucede, acontece, que lo único ciego es la fuerza, de la dinámica del sistema que mueve nuestras estructuras, de gobierno, institucionales, económicas y sociales. 

Lo que se conoce como “fuerza ciega” es de alguna manera, el circuito, la intensidad dimanada que nos excede, que no podemos preveer, escuadriñar, ni verla venir. Pero es así mismo, lo más díficil de poder tolerar, para los que están en los pináculos del poder, o de la estructura del poder, que se mueve por la dinámica de esa fuerza ciega. 

 

Este es el principal problema, al menos episódico, del sistema actual o de nuestra epocalidad. Los tuertos, es decir los gobernantes, no solamente deben relacionarse con los ciegos, a quiénos los someten mediante un módulo alimentario o un ingreso informal, arbitrario y discrecional, sino que deben buscar el enfrentar lo inevitable, que es ni más ni menos, que el navegar (como alegoría de gobernar) sin las cartas de navegación, a ciegas, por pura intuición, pero no sin antes, haber intentado nuclearse antes, de quiénes han dedicado su vida a esto mismo, que son ni más ni menos, que los hombres y las mujeres que piensan, que reflexionan y que preguntan, los que pueden ver sin mirar y que brillan en las noches más oscuras de la humanidad. 

 

 

Por Francisco Tomás González Cabañas. 

 

 


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