La invención de un filósofo.
Pero de esto también estamos enfermos, en este caso desde hace tiempo. Hemos dislocado, y reconvertido el desgarrarnos en el pensamiento en la, y de la, intemperie, de los saltos al vacío que nos enfrentan a la esencia de nuestra naturaleza contradictoria e incierta, por arroparnos en el seguidismo de luminarias totémicas de quiénes sí han pensado per se y se atrevieron a dar curso a conceptos que nos ayudan precisamente a tratar de ser más libres, pero que, como precio, exigen a muchos, que en nombre del pensar, dejen de hacerlo precisamente, y se transforman así en meros y autómatas replicadores de pacotilla, en alimañas que comen de las sobras de la obra de esos otros que hacen que los copistas sean algo, simples acumuladores de papeles formales que los llaman licenciados, doctores, certificando precisamente la carencia, la falta, que es, ni más ni menos que la posibilidad de pensar.
Sería muy útil, en la búsqueda que el ahora nos impone acerca de redefinir lo útil (es decir cuán beneficioso resulta en éstos tiempos críticos, el no trabajar, el no producir, el revalidar el ocio productivo, tal como antaño que indicaba que lo nocivo precisamente era el neg-ocio, es decir negar la contemplación creativa y del pensamiento por hacer transacciones y repeticiones de las mismas) que dejemos de llamar filósofos o pensadores, a quiénes esgrimen los resultantes numéricos en las distintas unidades o dispositivos de poder que se llaman facultades o academias.
Serán a lo sumo, licenciados, doctores o cómo se los llame en la fauna de los dogmáticos que transformaron la escolástica conceptual en la escolaridad formal, pero filósofos o pensadores son definitivamente otra cosa, asumen otro rol que no se les puede asignar a cualquiera que en nombre de otros, o por el pensar de otros, saludan con el sombrero ajeno sin tomar el riesgo de poner en crisis y ante la consideración pública, lo que uno piense, intuya o crea.
En caso de que la especie humana sobreviva a una nueva amenaza, de las tantas que enfrentó a lo largo de la historia (habría que definir sí la propia de la humanidad se corresponde con la general del universo), el rol del pensador o del filósofo, será clave.
Es determinante, que llamemos las cosas por su nombre, dado que de esta manera las estamos condicionando y podremos así, más luego, ponerlas en el lugar que correspondan en la lista de nuestras futuras prioridades, que seguramente serán otras de las que teníamos, previo a la llegada de la pandemia.
Ninguno de los aplausos prodigados a los filósofos inventados, deben distraernos de la continuidad de lo único que nos salvará, en nuestro actual desafío, incluso tal vez, o la humilde propuesta, es que profundicemos este camino de separar, lo que desde la antigua Grecia, se planteaba como la vía para estar más cerca de lo que ellos consideraban la verdad o la posibilidad de esta misma.
Los viejos sofistas, como los virus actuales, copiaban, imitaban, las formas y los modos de otros, para evitar pensar e ingresar, invasivamente, mintiendo, transfigurando sus intenciones de verdad, para multiplicar los agasajos recibidos y por ende sus cobros, y hacer creer al resto, que en ellos anidaba un poder especial y determinado, una vanagloria, insensata, egoísta y contrapuesta, a la manera que tenemos de enfrentar, precisamente, a los agentes patógenos, a los virus que engañan a nuestro sistema inmunológico, para repetirse exponencialmente, y terminar enfermando gravemente o matando a los cuerpos invadidos, discernir los roles, llamar a las cosas por su nombre y ser solidarios y razonables, para entender y comprender que la facultad de pensar la poseemos todos y cada uno de los existentes, es la mejor, tal vez la única manera, de enfrentarnos a quiénes y de quiénes, debemos estar aislados, distanciados socialmente, dado que tal como los virus enfermizos, no vienen con buenas intenciones, buscan los títulos, los aplausos y la supuesta gloria de las formas (la repetición automática de estas) a expensas de enfermarnos, de no dejarnos respirar, y por ende de ponernos en riesgo de muerte, simbólica, real, orgánica y filosófica.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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