Fumándonos la Democracia, a propósito de la ida de Massalin.
Esto es lo que subyace, lo que está en el fondo de este envase inmanejable en lo que se está transformando este paraguas, bajo el cual supuestamente acordamos vivir civilizadamente. Esta fumada colectiva que le estamos pegando, nos consume la libertad y con ello la capacidad de razonar, llevándonos a ser autómatas, carentes no sólo de dignidad, sino de una de nuestras principales características que nos definen como seres humanos.
El distrito del lenguaje, es el de mayor consistencia en donde se acendra la legitimidad de lo democrático; que por definición y hasta antológicamente, no sólo que es palabra, sino más que nada un juego (desde una perspectiva antropológica del “homo ludens”); político cómo discursivo, sólo existe un ámbito para disputar el poder (sí uno forma parte del mismo, sea como oficialista u opositor, no querrá disputar más que posiciones, pero nunca el poder de que las reglas sean otras) que es el ámbito del lenguaje, donde habita el ser de acuerdo a cierta corriente filosófica occidental.
La democracia es expectativa. La democracia no puede ser plenamente concretada, dado que en tal caso se transformaría automáticamente, en un absolutismo totalitario. En nuestra modernidad, el sujeto de la democracia, es el individuo. Así ocurre desde la composición de los contratos sociales, que unificaron todas y cada una de las expectativas de los suscribientes (expresando medularmente lo filosófico, saldando la aporía de lo uno y lo múltiple) en una voluntad mayor o estado, que mediante una representatividad, administra o ejerce ese poder que ha sido previamente legado. Extendiendo y más luego, renovando las expectativas, cada cierto tiempo, llamando a sufragio, a elecciones, a todos y cada uno de los contratistas, para que elijan a quiénes lo representen en la administración de esa cesión de derechos cívicos y políticos.
“La democracia obliga a habitar un mundo de individuos desiguales, mientras hace de su individualidad un principio; por ende se condenan a volver cada vez más insoportable la separación entre las esperanzas que suscita y las plasmaciones que ofrece” nos alecciona Mona Ozouf.
La democracia como definición conceptual debe ser revisada, redefinia y reconvertida. De hecho en Occidente, creemos tenerla incluso cuando funciona a la par de sistemas que en su definición clásica no podrían convivir con ella, como por ejemplo la monarquía. No es antojadizo este señalamiento de contradicción flagrante, pues desde lo que se da en llamar el “anarcocapitalismo” uno de sus máximos exponentes, considera a lo monárquico, mucho mejor, en términos generales y teleológicos que lo democrático. ¿Monarquía antes que democracia? En su obra “Democracia, el dios que fallo” Hans Hermann Hoppe expresa con claridad académica y meridiana: Si el “estado” es el monopolista de la “jurisdicción” lo que hará es, más bien, “causar y provocar conflictos” precisamente para imponer su monopolio. La historia de los estados “no es otra cosa que la historia de los millones de víctimas inocentes del Estado, ciento setenta millones en el siglo XX”. El paso de la monarquía a la democracia implica que el «propietario» de un monopolio hereditario -príncipe o rey- es derrocado y cambiado, no por una democracia directa, sino por otro monopolio: el de los «custodios» o representantes democráticos temporales. El rey, por lo menos, tendrá baja preferencia temporal y no explotará exageradamente a sus “súbditos” ni su patrimonio, ya que tiene que conservar su “reino”. Los políticos habituales del modelo del Estado democrático actual compiten, no para producir un bien, sino para producir “males” como el aumento de: 1) los impuestos, 2) del dinero fiduciario, 3) del papel moneda inflacionario, 4) de la deuda pública, 5) de la inseguridad jurídica por el exceso de legislación, y 6) las guerras, que se han convertido en ideológicas y totales desde la intromisión de los EEUU en la Guerra Mundial I hasta la Guerra de Irak II. “Del mismo modo, la democracia determina la disminución del ahorro, y la confiscación de los ingresos personales y su redistribución”.
La democracia en ciertas latitudes, o el sistema político mejor dicho, avanza hacia lugares donde el soberano electo, posee un poder cada vez más limitado por la participación de los ciudadanos que incluso le pueden elegir hasta sus colaboradores o ministros, los programas de gobierno que tiene que ejecutar y las prioridades en la agenda pública. El desmadre de la tecnología o esta era nanotecnológica, de comunicación instantánea y vida tras una pantalla, es utilizada para estos fines, que podríamos decir que se ajustan un poco más a los relatos de las polis griegas y el ágora de las discusiones políticas, nominalizadas ahora como redes sociales o interfaces virtuales.
La democracia, esconde sus formas, maneras y metodologías totalitarias, en la perversidad engañosa de una aprobación, condicionada, por supuestas mayorías libres, que periódicamente, legitiman a un grupúsculo de privilegiados, que a gusto y piacere, a diestra y siniestra, demuestran la condición líquida, difuminada de las leyes, que casualmente (en este ardid centra su energía nodal lo democrático, en que las reglas de juego parezcan de dominio público, cuando en verdad lo central se escribe en tamaño micro para los pocos que cuentan con lupas para detectarlo) siempre los benefician, perjudicando, por lógica a las mayorías que votan a sus victimarios.
Las democracias en sus formas o manifestaciones deliberativas o participativas, podrían ser un canal, de hecho lo son en la actualidad, pero brindan la sensación que no alcanzarán a cubrir, a compensar, a contener tanta decepción, estructural y crónica generada por todo lo incumplido y prometido por lo democrático.
La democracia instaurada y a instaurarse, luchaba contra cruentos dictadores que representaban la vieja humanidad que ya había sido derrotada en los campos concentración y en la explosión de la bomba atómica. Lo democrático se enfrentaba a la rémora del fantasma de un occiso que hubo de demostrar no lo peor de nosotros mismos, tan solo, de lo que éramos (somos) capaces de hacer (con nosotros o los otros, que es lo mismo). Vivimos por décadas en la borrachera, en la degustación de una de las bacanales más placenteras de la humanidad, creyendo que incluíamos, que desterrábamos la pobreza, que nos ampliábamos al límite de poder habitar en un mundo en donde cupieran todos los mundos posibles, todas las manifestaciones de lo humano, sin que por ello se produzcan grandes confrontaciones ni complejidades.
La democracia cumplía prometiendo. Afirmada en que el cumplimiento efectivo, que la finalidad resultante, sólo era exigible a lo dictatorial, a lo autoritario, a todo aquello de donde veníamos y lugar al que no queríamos regresar (por ende lo transformamos en un archipiélago de excepción, en un gueto, valga la paradoja, lo reducimos a la baldosa infernal de lo nazi) resolvía el concierto de sus expectativas generadas, alimentando mayores esperanzas, constituyéndose en la metafórica figura de la bola de nieve, que como alud, se desprende de lo alto de la montaña, como un pequeño desprendimiento para terminar llevándose puesto todo.
La legalidad, es decir la democracia formal, que aún se sigue sosteniendo por temor a que no exista nada mejor(aquí se percibe la importancia de Nancy, cuando afirma que el `68 no fue una crítica a la democracia, que a contrario sensu, o en forma lineal, pidiera por los totalitarismos, en esa falacia en que muchos caen, de pensar, por ponerlo en términos individuales, que porque alguien casado en segundas nupcias, al criticar a su pareja actual, estaría pensando o deseando regresar con la primera) suena a réquiem, a preludio de algo que no durará mucho más.
Previamente, como reacción, estertórea quizá, ciertas plazas, es decir distintos distritos occidentales, elevaron al principio gritos, quejidos, como manifestaciones y expresiones en reclamo hacia lo democrático. La voz política se transformó en una exigencia potente, que luego se fue desvaneciendo y que en muchos lugares, devino en silente. La no participación, la indiferencia, o la resistencia desde la anulación del logos, también fue parte de la voz política que circunda las plazas que la democracia libera, para que sean ocupadas. Pero sobre todo, para aquellos que además de la legalidad, se acendren en la legitimidad política, de escrutar las voces, de escucharlas, de darles significancia, sentido, finalidad, testimonio, participación, puedan constituirse en los políticos que la política y la democracia necesitan.
Este sistema que ha encontrado en la política, la forma menos problemática del día a día de la mentira necesaria de la humanidad, hizo surgir a la democracia como alter ego de un sistema perfecto. En el mismo todos debemos decir, sentir y trabajar en una igualdad inexistente, en una similitud de condiciones para la letra muerta de lo que llaman ley, que luego será interpretada, por otro grupo de privilegiados que nos dicen cuanto les corresponde de castigo al que hizo expresa la ruptura con el pacto social, con el que se salió del acuerdo tácito del que está todo bien.
Y cambiar la ecuación democrática, sería simplemente poner en blanco sobre negro, que para esta democracia en la que nos hace vivir la clase dirigente (a la que sí le sirve vivir en estas condiciones, porque son los que más cobran, los que más beneficios tienen, etc.) la igualdad ante la ley y ante las oportunidades, es una mentira cada vez más flagrante y cada día menos verosímil.
El sujeto histórico debe dejar de ser el individuo, para conveniencia de tal y para regenerar el concepto de lo colectivo. El sujeto histórico de nuestras democracias actuales debe ser la condición en la que este sumido el individuo. Independientemente de que estemos o no de acuerdo, desde hace un tiempo que el consumo (al punto de que ciertos intelectuales, definan al hombre actual como “El Homo Consumus”) y su marca, o registro, es la medida del hombre actual, como de su posicionamiento o razón de ser ante la sociedad en la que se desarrolla o habita. Somos lo que tenemos, lo que hemos logrado acumular, y no somos, mediante lo que nos falta, en esa voracidad teleológica o matemática de contar, todo, desde nuestro tiempo, a nuestra infelicidad. Arriesgaremos el concepto de una existencia estadística, en donde desde lo que percibimos, de acuerdo al tiempo que trabajamos, pasando por lo que dormimos, o invertimos para distraernos, hasta los números en una nota académica, en un acto deportivo, en una navegación por una red social para contar la cantidad de personas que expresan su satisfacción por lo exteriorizado, todo es número. Nos hemos transformado, en lo que desde el séptimo arte se nos venía advirtiendo desde hace tiempo en sus producciones de ficción. Somos un número, gozoso y pletórico de serlo. El resultado final de lo más simbólico de la democracia actual, también es un número (el que obtiene la mayoría de votos) sin que esto tenga que ser lo medular o lo radicalmente importante de lo democrático.
La democracia debe fundamentarse, o estar fundada, en la condición estadística en la que se circunscriba el individuo. Esto es, asumir la realidad para a partir de ella construir la expectativa que es su razón de ser. De lo contrario, en caso de continuar, generando expectativas ante la mera convocatoria de elecciones, para renovar representantes, la legitimidad del sistema siempre estará riesgosamente en cuestión, pudiendo alguna vez, un grupo de hombres considerar el retorno a algún tipo de absolutismo.
La sujeción de lo democrático a la condición en la que este sumido una determinada cantidad de hombres, garantizará que la expectativa que por regla natural es su razón de ser, no sea siempre una abstracción, sino que este supeditada a un resultado, a un determinado logro, concreto y específico.
Lo democrático no perdería su razón dinámica de generar expectativas, pero la misma no nadaría en el inmenso océano de la abstracción. Al disponer como eje representativo de lo democrático, como sujeto histórico, a la condición en la que está sumido el hombre, y no a su nominalidad estaríamos logrando una modificación sustancial e inusitada. Sin embargo, todo el andamiaje político continuaría con sus estructuras, sea partidocráticas, representadas por el sujeto político. Que deberán eso sí, plantear a la comunidad que pretenden representar, las formas y maneras, de cómo lograran el cometido que les impele la nueva definición de la democracia, es decir bajo qué proyectos y propuestas, lograrán reducir el número de pobres (tal como eje principal) en sus respectivas comunidades, para subsiguientemente proponer en todos y cada uno de los campos, en que el colectivo ciudadano, vea o considere amenazada, su plan de vida (básicamente sus derechos humanos, a educarse, trabajar, divertirse), sus planteos que serán sometidos a la consideración pública en elecciones, tal como hasta ahora, pero con una modificación nodal y sustancial, que es la planteada de cambiar el sujeto de lo democrático, instaurar el voto compensatorio (http://www.editorialrove.com/index.php/biblioteca-menu/no-ficcion/ensayos-menu/1045-redefinicion-del-contrato-social-voto-compensatorio ) y gestar un sistema de organización social y político, que trasciendo lo fenoménico, lo desiderativo de lo democrático, que sólo es condición necesaria, pero no suficiente para que desandemos nuestra humanidad en el laberinto de esta vida.
Quizá fue demasiado larga la exposición de motivos para dar cuenta, de que podemos parar esta adicción de fumarnos lo democrático. De que por más que seamos hombres que juegan, y por antonomasia la política sea el escenario propicio, debemos ser conscientes que podríamos dedicarnos a otros juegos, o enaltecer el juego en el que estamos inmersos, que peligrosa y atávicamente nos está llevando a desintegrar nuestro sistema de organización y luego irá por desintegrarnos a sus integrantes, valga la redundancia.
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